CARTA ABIERTA AL ARZOBISPO DEFENESTRADO JOSÉ ANTONIO EGUREN

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José Antonio Eguren (1956- ), arzobispo emérito de Piura y Tumbes

Estimado José Antonio:

Sí. Te digo “estimado” porque te he conocido personalmente desde que en el año 1978 el Sodalicio se cruzó en mi vida, y luego he vivido en comunidades sodálites, compartiendo contigo el mismo techo y pan, sentándome contigo a la misma mesa y compartiendo contigo momentos de vida comunitaria. Incluso, antes de ser cura, fuiste mi primer superior en diciembre de 1981, en la comunidad Nuestra Señora del Pilar ubicada entonces en el jirón Alfredo Silva en Barranco, muy cerca del Museo Pedro de Osma. En esa comunidad que recién se inauguraba compartimos techo juntos al principio Eduardo Field, Alfredo Draxl, Alberto Gazzo, Virgilio Levaggi, José Ambrozic y Alejandro Bermúdez. ¿No te resulta sorprendente que, salvo el de Field, todos estos nombres estén relacionados con la cultura de abusos que se vivió en el Sodalicio? Y tú, como superior de todos nosotros, encargado de dirigir la vida comunitaria de acuerdo a las directivas de Luis Fernando Figari —a quien seguías a pie juntillas y nunca te atreviste a contrariar—, ¿niegas hasta ahora que formaste parte de esa cultura de abusos?

Yo, entonces un joven de 18 años, con la confianza e ingenuidad propias de esa edad, confiaba absolutamente en las buenas intenciones de todos aquellos que, como tú, formaron parte de la generación fundacional del Sodalicio, y no abrigaba ninguna suspicacia contra nadie. No era consciente del lavado de cerebro y la manipulación de conciencia de la cual había sido objeto, pues la vida se presentaba abierta a ideales de grandeza y esperanzas de contribuir a cambiar el mundo, para convertirlo “de salvaje en humano, y de humano en divino”, como continuamente se nos repetía. Y a mantener esa ilusión contribuían los gratos momentos de vida comunitaria, que opacaban los severos castigos que a veces recibíamos.

Muchos se preguntan cómo pudimos soportar agresiones físicas y psicológicas, sin protestar ni rebelarnos. Eso se explica porque el anzuelo que nos atrapaba tenía también una carnada jugosa y sabrosa, unos momentos de vida fraterna que nos parecían la gloria, donde podíamos sentir una cierta alegría y un sentimiento de compañerismo y fraternidad que nunca habíamos experimentado de igual manera fuera de la comunidad. Nos sentíamos felices de ser “amigos en Cristo”. Pero, sin saberlo, eso ocurría a costa de nuestra libertad y sólo funcionaba mientras uno mantuviera una fidelidad férrea al ideal sodálite y nunca cuestionara nada.

En ese sentido, puedo decir que nunca he pasado mejores Navidades que aquellas que pasé cuando, después de la Misa del Gallo, nos reuníamos los miembros de todas las comunidades de Lima para compartir la cena navideña y representar sketches que nos hacían reír a carcajadas. Tú mismo, José Antonio, te disfrazaste una vez de Batman y apareciste junto con Alfredo Ferreyros disfrazado de Robin, para hacer una parodia —donde te llamaban Fatman por tu consabida corpulencia abdominal— que nos hizo reír con tu consuetudinaria simpatía.

Porque hay que reconocerlo. Siempre has sido una persona simpática, de carácter risueño, muy sentimental y cariñosa, que se preocupaba por los otros miembros de la comunidad. Eras afable en el trato y no utilizabas palabras groseras ni insultos cuando hablabas con alguien, ni siquiera con tus subordinados, a diferencia de otros sodálites con responsabilidad, que estaban habituados al lenguaje grosero y a los insultos, comenzando por el mismo Luis Fernando Figari.

Recuerdo algunos momentos en que te mostraste muy humano. Como, por ejemplo, cuando en la segunda mitad de los 80, vivíamos en la comunidad Nuestra Señora del Pilar, que estaba situada temporalmente en Juan José Calle 191 en La Aurora (Miraflores), pues la empresa minera que le había cedido en usufructo al Sodalicio la casona de Barranco necesitaba hacer uso de ella. Nuestro superior era Luis Ferroggiaro, que todavía no había sido ordenado sacerdote. Hay que tener cuenta que, según las normas del Sodalicio, los sacerdotes no pueden ser superiores de comunidad. Curiosamente Ferroggiaro, quien fue despedido en ese entonces del Colegio Markham y se le negó el permiso para seguir siendo profesor de religión, también ha sido acusado, ya siendo sacerdote en Arequipa, de haber abusado sexualmente de un menor.

Un día llegaste afligido a la casa porque, regresando de la residencia de Figari en Santa Clara, se te había cruzado un borracho en la Av. Circunvalación y lo atropellaste, causándole la muerte. Ferroggiaro encargó que se alquilara una película en video para distraerte, y elegimos Escape en tren (Runaway Train, Andrei Konchalovsky, 1985) porque sabíamos que te gustaban las películas de acción y nos hacías reír imitando el sonido de las ametralladoras de Arnold Schwarzenegger en dos de tus películas favoritas: Commando (Mark Lester, 1985) y Predator (John McTiernan, 1987). Pusimos la película, y en el momento en que un hombre del siniestro alcaide Ranken es descendido con una cuerda desde un helicóptero hacia la locomotora del tren sin frenos donde están los dos reclusos evadidos interpretados por Jon Voight y Eric Roberts, el agente es arrollado por el tren y cae bajo sus ruedas, encontrando la muerte. En ese momento, José Antonio, te levantaste de tu sillón y te retiraste a tu dormitorio. Nos dio pena, porque no sabíamos que el film iba a recordarte el accidente que había ocurrido, del cual terminarías saliendo judicialmente libre de polvo y paja.

Hay que añadir que tus gustos cinematográficos eran bien pedestres. Además de violentas películas de acción, te gustaban las de la serie Locademia de policía (Police Academy). Recuerdo una vez que Jorge Ríos y yo te acompañamos mientras veías en video un film de la serie. Te arrastrabas de risa ante cada ocurrencia burda y grosera de la trama, mientras Jorge y yo nos aburríamos, sin que nos causara gracia tanta vulgaridad. Pero una vez si te quejaste ante el superior cuando organice un cine-fórum con agrupados universitarios para mostrarles La naranja mecánica (A Clockwork Orange, Stanley Kubrick, 1971), pues te parecía una película inmoral, una valoración conforme con tu visión ultraconservadora de la moral y el arte. Pues nunca fuiste de correr riesgos, y siempre seguiste con lealtad incondicional los principios sodálites de Figari y mantuviste una postura conservadora y rígida en temas de fe católica y moral, que te ha llevado a descalificar a personas que piensen distinto a ti y a cerrarte al diálogo.

En ese sentido, ayudaste a a aplicar medidas humillantes contrarias a la dignidad de las personas, aunque lo que hizo no se diferencia sustancialmente de lo que hicieron otras personas con cargos de responsabilidad en el Sodalicio, sin que se pueda saber si eras consciente de la gravedad de lo que hacías. Al igual que yo, fuiste testigo de una multitud de abusos en comunidades sodálites. Te confieso que me demoré más de una década en comprender que lo que vi eran realmente abusos, pues había sufrido una reforma del pensamiento (o control mental) tal como el que se suele dar en organizaciones sectarias y durante mucho tiempo creí que los abusos dentro de las comunidades sodálites eran en realidad procedimientos legítimos dentro de una institución católica donde se busca la perfección cristiana. Y a pesar de que tú colaboraste activamente en aplicar la medida de aislamiento que sufrí en diciembre de 1992 en la comunidad Nuestra Señora del Pilar situada nuevamente en Barranco —medida que me llevaría a huir en una noche con toque de queda hacia una de las comunidades de formación de San Bartolo, donde pasaría siete meses atormentado a diario por pensamientos suicidas—, no catalogué eso entonces como un abuso, pues todavía no me había librado de la férula mental del Sodalicio y todavía seguí creyendo que era yo el que había fallado, que yo tenía la culpa de lo sucedido. Por eso mismo, te pedí que oficiaras mi matrimonio religioso el 29 de noviembre de 1996, en una ceremonia que, sin lugar a dudas, fue hermosa e impresionante por los cientos de invitados que asistieron y las palabras emotivas que brotaron de tu rostro sonriente. Yo no sabía entonces que tú ya habías tenido conocimiento de los abusos sexuales perpetrados por Virgilio Levaggi, y lo encubriste, así como también encubrirías posteriormente a Jeffery Daniels, cuyos abusos fueron conocidos por toda la cúpula sodálite.

Pero seguías llevando el veneno del Sodalicio en tu alma, y esa sonrisa tuya podía convertirse en la sonrisa del Joker cuando te burlabas de un confráter sodálite que estaba siendo sometido a un trato humillante, como ocurrió con José Enrique Escardó.

Y cuando llegaste a ser obispo, parece que los humos se te terminaron subiendo a la cabeza, pudiéndosete aplicar las palabras que el noble inglés Lord Acton le aplicó al Papa Pío IX: «El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente».

José Antonio, tenías todas las cualidades para ser un sacerdote ejemplar y un pastor preocupado por el Pueblo de Dios, pero preferiste ponerte al servicio de una institución sectaria, defendiendo su imagen contra aquellos que subjetivamente considerabas enemigos de la Iglesia y del Sodalicio, haciendo buenas migas con autoridades corruptas —tanto políticas, judiciales, militares como policiales—, protegiendo negocios turbios de empresas vinculadas al Sodalicio, contratando a abogados histriónicos y circenses para que tuerzan el derecho a tu favor y, sobre todo, callando en todos los colores sobre los abusos sexuales, psicológicos y físicos que se perpetraron en el Sodalicio, principalmente en las comunidades sodálites, e ignorando a las víctimas y sus sufrimientos. Lo mínimo que hubieras podido hacer es pedir perdón por haber contribuido a la cultura de abuso del Sodalicio, al que tanto amas por encima de la justicia y de la misericordia que tanto predicas. A estas alturas, creo que eso es mucho pedirle a un jerarca de la Iglesia que se regodeó en su poder, de quien aun guardo —lo confieso— recuerdos gratos por varios momentos compartidos juntos cuando aún afloraba el lado luminoso de su humanidad, ese lado luminoso que fue echado a perder por esa hidra de siete cabezas que es la institución sodálite.

(Columna publicada el 7 de abril de 2024 en Sudaca)

DRAXL SEGÚN DRAXL

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Siempre es saludable conocer la otra versión de los hechos. Las denuncias contra Alfredo Draxl reiteradas por José Enrique Escardó desde el año 2000 debían ser contrastadas con el testimonio del denunciado. Lamentablemente el Sodalicio, la organización a la cual pertenecía Draxl, se dedicó a desacreditar al denunciante en vez de aclarar los hechos y las circunstancias en que ocurrieron.

Draxl ha tenido que ser convocado ante la Comisión de Abusos contra Menores que preside el congresista Alberto de Belaúnde para presentar sus descargos (20 de marzo de 2019). No bastando con eso, el testimonio de Escardó sobre los abusos sufridos de parte de Draxl han vuelto a circular en las redes sociales, obligándolo finalmente a renunciar a su puesto de director del Liceo Naval “Almirante Guise” —previa intervención del Ministerio de Educación y de la Marina de Guerra, responsable de la mencionada institución educativa—.

Ahora que Draxl ya no es miembro del Sodalicio, goza finalmente de la libertad de poder comunicar lo que quiera sin tener que consultarlo previamente con autoridades a las cuales les debía una obediencia sumisa y absoluta («antes no podía hablar porque me debía a otras instituciones»). En consecuencia, ha aprovechado esta prerrogativa de las personas conscientes de su dignidad para presentar su propia versión de lo sucedido, junto con una apología de su propia vida. Apologia pro vita sua, como diría en el siglo XIX el cardenal John Henry Newman —guardando diferencias abismales, por cierto—.

Reproduzco aquí el texto publicado por Alfredo Draxl el 2 de abril en Facebook (https://www.facebook.com/alfredo.draxl/posts/10157507381600832) y que a mí me ha llegado en formato PDF, seguido de mis comentarios en forma epistolar.

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Kleinfischlingen, 6 de abril de 2019

Estimado Alfredo:

Te felicito porque ahora comienzas a comprender que muchas de las prácticas abusivas de formación que se aplicaron en el Sodalicio formaban parte de un sistema viciado. Según tus propias palabras, «veo con claridad que hubo un sistema y unas prácticas formativas que estuvieron muy mal. Más allá de las buenas intenciones y los idealismos, por la idea de una formación casi militar se cometieron excesos totalmente fuera de lugar, más aún, en una comunidad religiosa».

Aun cuando pides disculpas por estas prácticas —«con toda sinceridad, reitero mis disculpas porque por inexperiencia y juventud, no supe cuestionar qué disciplinas y exigencias que en aquella época se consideraban prácticas formativas, eran negativas y duras»—, todavía te faltaría mucho para reconocer estos abusos como tales en todas sus dimensiones. Te traiciona el lenguaje ambiguo que usas y la valoración que haces del relato de Escardó como una distorsión de los hechos, rechazándolo como una caricatura, pues «no soy, ni he sido nunca, ni con él ni con nadie, la persona abusadora y agresiva que describe». De lo cual se infiere que probablemente no vayas a dar el paso desde las disculpas generales a que nos ha acostumbrado el Sodalicio a las disculpas personales por los abusos cometidos. Si bien el Sodalicio ha admitido oficialmente los abusos sexuales de algunos de sus miembros —tachándolos conveniente y arbitrariamente de “casos aislados” y “manzanas podridas”—, nunca ha admitido lo que tú tímidamente comienzas a admitir: que hubo abusos psicológicos y físicos propiciados por un sistema nefasto, que nos convirtió a todos en abusadores no obstante nuestras buenas intenciones. ¿Te veremos algún día pidiéndole disculpas personalmente a Escardó? Soñar no cuesta nada y puede ser incluso hermoso, aunque después la realidad nos desdiga.

Si bien tú puedes tener el mejor concepto de ti mismo y aducir que nunca tuviste malas intenciones al obedecer las normativas emanadas de Figari, al seguir el estilo de vida sodálite y al aplicarles medidas disciplinarias inapropiadas a otros, eso no te excusa de haber sido un abusador que ha contribuido a generarle traumas a alguien como José Enrique Escardó y probablemente a algunos más. Aunque hayas actuado de buena voluntad. Aunque en el fondo el problema no seas tú, sino el sistema de disciplina que sostiene a la institución sodálite. Aunque creas que son cosas del pasado e ignores que las ramificaciones de ese sistema han subsistido hasta bien entrado el siglo XXI y probablemente todavía existan.

Dices que «los colegios fueron mi pasión y mi ocupación a tiempo completo en el Sodalicio». Pero omites decir que más que los colegios, el Sodalicio habría sido tu principal interés y preocupación durante todo ese tiempo. Porque Figari se encargó de meternos en la cabeza a todos los que pasamos por la organización que uno es sodálite antes que nada y que el Sodalicio tiene prioridad por encima de todo. ¿Fuiste acaso una excepción? Pues no conozco a ningún sodálite cuyo vida no gire con exclusividad en torno al Sodalicio.

Incluso pongo en duda que hubieras podido seguir una carrera profesional en el área de la pedagogía si no es porque eso estaba en los planes de Figari, el cual quería que se fundaran colegios para que los adherentes sodálites pudieran matricular allí a sus hijos y éstos pudieran recibir una educación totalmente impregnada de la ideología sodálite, y también para difundir su así llamada “espiritualidad” con sus supuestos valores y criterios y así disponer de una cantera humana para ganar nuevos adeptos entre los menores de edad que estudiaran en sus escuelas. El servicio educativo como tal nunca fue una prioridad para Figari, sino que debía estar subordinado a los fines proselitistas del Sodalicio. Así de sencillo.

Recuerdo que cuando en el año 2002 decidí junto con mi mujer matricular a mi hija Carolina en el Colegio Alexander von Humboldt, recibí muchas críticas y presión de otros miembros del Sodalicio, sobre todo adherentes. ¿Cómo, siendo nosotros adherentes sodálites, no íbamos a meter a nuestra hija en el Colegio Villa Caritas, donde iba a recibir una formación cristiana conforme con la doctrina y espiritualidad sodálite?

Reitero mi sospecha de que a ti se te permitió terminar la carrera universitaria de educación sólo porque Figari necesitaba de un pedagogo con título universitario para dirigir su principal proyecto en el ámbito escolar: el Colegio San Pedro. No creo que hayas tenido que competir con nadie para ocupar el puesto de director de ese plantel. Pues así cómo habrías sido seleccionado a dedo por Figari para trabajar en el Colegio Santa María de Chincha y adquirir experiencia, así habrías sido elegido a dedo para dirigir el nuevo colegio para varones en La Molina. Aunque importante, el hecho de que fueras un educador titulado no habría sido relevante en la decisión para que asumieras ese puesto, sino el hecho de ser un consagrado sodálite. Asimismo, la dirección de la Red de Colegios Sodálites te habría sido asignada principalmente porque eras un consagrado sodálite, que además contaba con una formación pedagógica.

La primera vez que habrías obtenido un puesto de trabajo en concurso y por mérito propio habría sido cuando postulaste al puesto de director en el Liceo Naval “Almirante Guise”. Lamentablemente, tu ineptitud moral para reconocer claramente los abusos graves que alguna vez cometiste ha jugado en tu contra.

Hasta ahora no pareces haber entendido donde radica el problema. No es una cuestión de capacidad profesional, sino una cuestión ética. Durante treinta años has puesto tus aptitudes profesionales al servicio de un sistema sectario y proselitista, haciendo la vista gorda de los abusos psicológicos y físicos que gracias a él se han cometido (o interpretándolos como rigores —ahora inaceptables— de la formación) y considerando que debías defender sobre todo la imagen de la institución sodálite por encima de las personas.

Y parece que en el Colegio San Pedro han aprendido esta lección, pues en vez de invitar a la abogada Giselle Reátegui a conversar, con el fin de aclarar las denuncias que ésta ha hecho, se ha anunciado que se van tomar medidas legales para combatir lo que se considera una difamación. En vez de acoger a una presunta víctima, se busca ahora desacreditarla a fin de resguardar el prestigio del colegio. Prestigio, además, que sólo parece existir en la subjetividad de miembros del personal del colegio y de algunos padres de familia, pues ni el San Pedro ni el Villa Caritas suelen figurar en los estudios que hacen algunas universidades sobre cuáles son los mejores colegios del Perú en base al rendimiento académico de sus alumnos.

No debiste haber esperado 19 años para aclarar las denuncias hechas en tu contra por José Enrique Escardó. Tu silencio te ha hecho cómplice de los dichos difamatorios que se echaron a andar en perjuicio suyo y de las acciones para perjudicarlo laboralmente. No sólo ha sido víctima cuando ocurrieron los abusos que él narra en la década de los 80. Ha sido también víctima durante todos esos años en que no se dio crédito a su testimonio. ¿Y ahora quieres tú presentarte como víctima, cuando dices que «a mediados de marzo, la versión de parte que el señor Escardó puso a circular fue recogida y amplificada sin mayor contraste por las redes sociales y algunos personajes públicos. Sin pruebas, sin siquiera un proceso legal o administrativo, se me juzgó y condenó públicamente, y debí renunciar a mi trabajo para evitar afectar a la Institución que me acogió»?

Has tenido casi dos décadas para presentar tu versión de lo ocurrido y no lo has hecho. ¿Y ahora te quejas de que por fin se le dé crédito a Escardó —sin que eso signifique necesariamente que se tenga que avalar algunas frases desafortunadas que éste ha tuiteado en medio de su alegría al ver una luz de esperanza—?

Ahora ya es tarde, estimado Alfredo. Y sólo tú tienes la culpa de lo que te ha pasado. Tú y la institución a la cual ya no perteneces y que probablemente no moverá ningún dedo para sacarte del hoyo.

Un cordial saludo,
tu hermano en Cristo

Martin

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REFERENCIAS

El quinto pie del Gato
Draxl, el deformador (27 de enero de 2016)
https://elquintopie.blogspot.com/2016/01/draxl-el-deformador.html

La República
La escuela del terror del Sodalicio (25 Mar 2019)
https://larepublica.pe/politica/1437064-escuela-terror-sodalicio

ALFREDO DRAXL POR EL INODORO

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Alfredo Draxl y yo nos conocemos desde los albores del Sodalicio. Fue con ocasión de su cumpleaños de 1978 celebrado en la casona donde vivía en el barrio de San Antonio (Miraflores) que tuve una conversación en solitario con Virgilio Levaggi en el automóvil de éste, donde me hizo preguntas íntimas a las cuales yo respondí a veces con la verdad, a veces con medias verdades. Sin embargo, eso me hizo colocarlo dentro de la lista de diez personas que más habían influido sobre mí en la autobiografía que escribí por encargo de Jaime Baertl. Yo tenía entonces tan sólo quince años de edad, y ya contaba con un consejero espiritual que averiguaba todo sobre mi vida sin que mis padres estuvieran informados al respecto.

En diciembre de 1981 Alfredo Draxl, Eduardo Field y yo fuimos admitidos en la recientemente fundada comunidad sodálite Nuestra Señora del Pilar (Barranco), adonde ya se habían mudado Levaggi, José Ambrozic, Emilio Garreaud, Alberto Gazzo, Alejandro Bermúdez y José Antonio Eguren como superior de la comunidad.

Allí comenzó el maltrato al que Draxl se acostumbraría muy pronto. El primer día, durante la cena, Alfredo —quien había estado leyendo el Ejercicio de perfección y virtudes cristianas de Alonso Rodríguez, un jesuita del siglo XVI— comentó lo recios que eran los jesuitas de antaño. «Recios, ¿no?», le replicó Gazzo, nuestro formador. «Para que veas lo que es ser recio, tú y Eduardo van a comer ahora en el piso». Draxl, quien buscaba ganar puntos en la valoración de sus superiores sodálites, obedeció sin rechistar y puso cara de estar contento con el castigo. No así Eduardo, quien puso cara de maldecir a Draxl por el comentario que había hecho y en virtud del cual él recibía un castigo gratuitamente.

Un día sabado —día de limpieza— en que yo estaba limpiando uno de los dos baños de la planta alta de la casa mientras Draxl limpiaba el otro, escuché un sonido de vidrios rotos e inmediatamente unos pasos presurosos viniendo hacia donde yo estaba. Entró Draxl con gesto angustiado, metió un pie en el inodoro y gritó con desesperación: «¡Jala! ¡Jala!» Sin pensarlo dos veces, jalé imaginándome al susodicho yéndose con toda su humanidad por el desagüe. Lo único que sucedió es que salió un chorro de agua que le mojó el pie y la pantorrilla, y a continuación Draxl respiró aliviado. No por haberse librado de pasar por el inodoro, sino porque durante la limpieza se le había roto una botella con ácido muriático y su contenido corrosivo le había caído en el pie, y no se le ocurrió mejor manera de diluir el ácido para que no le quemara la piel.

Lo cierto es que después de sus declaraciones en el Congreso ante la Comisión de Abusos contra Menores presidida por Alberto de Belaúnde (20 de marzo de 2019), la idea de Draxl yéndose por el inodoro ha asaltado mi fantasía recurrentemente, como si de un acto de catarsis liberadora se tratara.

Recuerdo a Draxl como una persona ingenua y poco avispada, pero de carácter reflexivo, siempre y cuando tuviera un guía que le proporcionara la materia de reflexión. De este modo fue forjando su carácter para convertirse en un sodálite poco expresivo pero fiel al modelo de pensamiento que se le había inculcado, con un servilismo ideológico como pocos y una obediencia a prueba de balas. Nunca fue de aquellos que se atrevieran a cuestionar nada.

Sabiendo que el año pasado se había retirado del Sodalicio, decidí darle el beneficio de la duda en el momento en que me enteré que estaba declarando ante la comisión que preside el congresista Alberto de Belaúnde. Laos prácticas abusivas a que había sometido a José Enrique Escardó no eran distintas a las que otros formadores sodálites —todavía en el anonimato— habían aplicado. Draxl no fue un abusador al cual se le pueda considerar como una excepción, sino un fiel cumplidor del sistema de disciplina sodálite como tantos otros. Y no se sabe que haya continuado aplicando estas medidas una vez que dejó de ser formador en comunidades sodálites y se dedicó a su rol de educador. De hecho, no existe en este sentido ninguna queja o denuncia contra él.

Esperaba que tuviera una actitud crítica ante el Sodalicio y su propio pasado en la institución. Lamentablemente, eso no ocurrió. Si bien admitió los hechos que denunció quien lo señala como un abusador —aunque relativizándolos al llamarlos “estupideces”—, se dedicó más que nada a justificar esos hechos como medidas de formación legítimas en su momento, realizadas incluso en un contexto lúdico, pero negó su carga de violencia y que fueran abusos. Eso sería pura interpretación subjetiva de Escardó.

Si aceptamos la versión de Draxl, tendríamos que asumir que los déficits psicológicos de Escardó son autogenerados: él mismo se lesionó psicológicamente porque malinterpretó como abusos lo que eran meramente prácticas duras de la formación. Hasta negó que la orden de dormir en escaleras fuera un castigo; más bien, era parte habitual del programa de formación a fin de habituarse a dormir en situaciones incómodas. Yo personalmente debo haber tenido una mala formación en el Sodalicio, pues nunca tuve que dormir sobre una escalera, pero sí fue testigo de varios miembros de la comunidad que tuvieron que hacerlo a manera de castigo y nunca en otra circunstancia. Quizás a Draxl se le olvidó en su momento explicarle a Escardó los beneficios pedagógicos y formativos de esa medida antes de aplicársela.

Negó también que menores de edad hubieran hecho promesas de pertenencia al Sodalicio. Es el caso de la promesa de aspirante que yo emití en diciembre de 1980 a los 17 años de edad en una ceremonia sólo para sodálites y agrupados marianos en la capilla del Colegio Santa Úrsula (San Isidro), tras el rezo comunitario del Santo Rosario. Draxl alegó que no se trataba de una promesa vinculante, que sólo implicaba vivir las promesas del Bautismo, que no era un compromiso de vida religiosa, que era un compromiso general. Y lo comparó con la consagración a María que se realiza en algunos colegios de monjas.

Y entonces, ¿por qué se seleccionaba sólo a algunos agrupados marianos para que hicieran este compromiso y no a otros? ¿Por qué te felicitaban todos como nuevo miembro del Sodalicio de Vida Cristiana? ¿Por qué se te pedía que no les contaras a tus padres que habías hecho esta promesa? ¿Por qué se le exigía a uno a partir de entonces la asistencia obligatoria a un grupo de aspirantes, además de la obediencia a quienes tenían autoridad en el Sodalicio? ¿Por qué se consideraba a los aspirantes que se largaban como “traidores” a la vocación sodálite?

Lo que ha quedado claro después de estas declaraciones es que la deserción de Draxl del Sodalicio no ha sido ni ideológica ni mental, sino debida a motivos personales tras un proceso de “discernimiento”, término que en el Sodalicio significa una reflexión profunda sobre el propio estado de vida. Traducido en sencillo: tras unas cuatro décadas de pertenencia al Sodalicio con vocación a la vida consagrada, Draxl habría descubierto que ésa no era su vocación. Lo que no creo probable es que alguien tan servil hacia la institución haya tenido problemas con la obediencia, sino más bien con el celibato. Y quién sabe, tal vez ya haya una mujer en su vida.

Según las Constituciones del Sodalicio, a un profeso perpetuo que deja de serlo no se le permite seguir siendo miembro del Sodalicio, ni siquiera como adherente (sodálite casado). Eso explicaría la insólita separación de Draxl de la institución que lo apadrinó durante décadas y de la cual él sería cómplice con su silencio culpable.

Draxl ha perdido la oportunidad de hacer un deslinde, asumiendo una actitud crítica respecto al bullying al que sometió a Escardó y pidiéndole perdón personalmente. Se ha puesto del lado de la institución victimaria. Si bien su prestigio profesional como educador podría quedar en pie, su autoridad moral se ha ido definitivamente a pique y ha quedado deslegitimado como responsable de niños y jóvenes en proceso de formación, pues se muestra incapaz de identificar y reconocer prácticas abusivas como tales.

En ese sentido, es él mismo el que ha accionado la palanca y pasado todo su prestigio por el inodoro. Ahora está solo. En el Sodalicio la institución prima sobre las amistades. Ningún sodálite ha salido a defenderlo y tampoco es probable que ninguno lo haga.

Todavía está a tiempo de reaccionar como para que todo lo queda de su vida no termine yéndose por el desagüe.

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FUENTE

Congreso de la República del Perú
Comisión Investigadora de Abusos Sexuales contra Menores de Edad en Organizaciones

¿COMPLICIDAD Y ENCUBRIMIENTO? – RESPUESTA A MONS. EGUREN

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Querido José Antonio:

Habiendo recibido la carta en que me solicitas rectificación de cierta información contenida en mi columna MONS. EGUREN, LA FACHADA RISUEÑA DEL SODALICIO, accedo a corregir cualquier información que demuestre ser inexacta o difamatoria, según la documentación que me has enviado.

Quisiera aclararte antes que nada que sólo me hago responsable de lo que digo y no de lo que entiendan los lectores. El uso del condicional suele ser una invitación al lector crítico para que saque sus propias conclusiones, en lugar de transmitirle una idea mascada y digerida que debería aceptar sin esfuerzo de su parte. Asimismo, implica de parte del que escribe una actitud abierta a precisiones ulteriores o correcciones. Una frase en condicional no es una afirmación tajante e indubitable, y si así lo entiende el lector, no se le puede atribuir la responsabilidad de ello al que escribe.

Por otra parte, cuando menciono que en tu escudo episcopal está la espada flamígera con la “M” de María, en ningún momento digo que seas el único donde esto ocurre. La mención de este dato se hace sólo para ilustrar tu identificación con el Sodalicio de Vida Cristiana. Tus referencias a Luis Fernando Figari y Germán Doig en palabras pronunciadas públicamente por ti, independientemente de que entonces no se supiera nada de los abusos sexuales cometidos por ambos, muestran la cercanía que tenías con ambos, no implicando necesariamente complicidad con sus delitos sexuales. No se trata en ninguna de estas cosas de «afirmaciones arbitrarias» que atribuya sólo a tu persona —como indicas en tu carta notarial— y, por lo tanto, no veo qué haya que rectificar aquí.

Entiendo que aún te sientes orgulloso de pertenecer al Sodalicio de Vida Cristiana, destacando en tus datos biográficos en la pagina web del Arzobispado de Piura que eres «uno de los miembros de la generación fundacional de esta Sociedad de Vida Apostólica de derecho pontificio». Asimismo, se señala de ti en tercera persona que «el 9 de julio de 1981 realizó sus compromisos perpetuos de plena disponibilidad apostólica en el Sodalicio de Vida Cristiana» y que «tras su ordenación sacerdotal [18 de diciembre de 1982], Monseñor Eguren realizó diversas labores de animación apostólica y espiritual en el Sodalicio».

Por eso mismo, afirmar que fuiste por poco tiempo superior de una comunidad sodálite y posteriormente asistente de espiritualidad en el Consejo Superior del Sodalicio no constituiría de ninguna manera información agraviante para ti, sino más bien motivo de orgullo. A no ser que consideres que el Sodalicio es en sí mismo un sistema perverso y el simple hecho de ocupar un puesto de responsabilidad mellaría la honra de cualquiera. Por lo tanto, a lo más podría tratarse en lo que afirmo de información supuestamente inexacta, pero de ninguna manera agraviante o que te cause perjuicio.

Me envías copia de un diploma del Instituto Teológico Pastoral del CELAM (Medellín, Colombia), que «confiere el presente Diploma a JOSÉ ANTONIO EGUREN ANSELMI quien durante el año de 1982 participó en los Cursos de Pastoral Fundamental y Espiritualidad – Liturgia», para tratar de demostrar que todo ese año estuviste en Medellín. Pero obvias mencionar que tanto actualmente como en ese entonces cada uno de esos cursos tenía una duración de uno o a lo más dos meses y se dictaban durante el segundo semestre del año. Con absoluta certeza, puedo afirmar que tú fuiste superior de la comunidad Nuestra Señora del Pilar (Barranco) antes de ser sustituido por Alfredo Garland, debido a que tenías que viajar a Colombia. Te recuerdo vívidamente en el comedor, con guayabera clara y pantalón oscuro, sentado a la mesa en la silla del superior, rodeado de otros sodálites, entre los cuales estaban José Ambrozic, Virgilio Levaggi, Alejandro Bermúdez, Alberto Gazzo, Alfredo Draxl, Eduardo Field, Juan Fernández, yo mismo y alguno que otro más cuyo rostro y nombre he olvidado.

Recuerda que el puesto de superior de una comunidad era un cargo de confianza que Figari otorgaba sólo a aquellas personas que estuvieran en condiciones de aplicar el sistema de disciplina sodálite que él había ideado.

Para que me retracte respecto a la afirmación de que fuiste superior de comunidad, sería necesaria otra documentación probatoria, pues la que me has enviado es insuficiente y no prueba nada. Te agradecería que me hicieras llegar copia de un certificado de estudios del Instituto Teológico Pastoral del CELAM indicando los tiempos en que se dictaron los cursos de los cuales participaste, o que recurras a los archivos del Sodalicio buscando registros de esa época indicando con fecha quiénes fueron los superiores de la comunidad Nuestra Señora del Pilar (Barranco). O mejor sería que me enviaras copia de tu registro migratorio.

Asimismo, sería bueno también que me envíes copia de los registros que supuestamente estarían en los archivos del Sodalicio, indicando quiénes formaron parte del Consejo Superior del Sodalicio desde el año 1978 hasta el año 2001, en que fuiste ordenado obispo. Sólo así podríamos estar seguros de que nunca formaste parte de «la instancia de gobierno del Sodalicio» —como señala la página web oficial de la institución—, pues hay varios testimonios que te recuerdan como asistente de espiritualidad durante un tiempo.

Por otra parte, en esa misma página web también se dice que «la máxima autoridad del Sodalitium es la Asamblea General, que representa a todos los sodálites y es un signo de la unión en la caridad. Esta se reúne ordinariamente cada seis años y son de su competencia todos los asuntos relacionados a la Sociedad, en especial la elección del Superior General y de los miembros de su consejo».

¿No te reconoces en esta foto de la II Asamblea General (diciembre de 2000), que muestra a lo que se considera la cúpula del Sodalicio? Y digo “cúpula”, porque es el mismo término que utilizó la Comisión de Ética para la Justicia y la Reconciliación en su Informe Final.

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¿No se te ve en esta otra foto de la IV Asamblea General (noviembre-diciembre 2012), presidiendo una celebración litúrgica?

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En todo caso, no dudo de que podrás acceder a la documentación que te solicito, considerando que me has enviado copia de un documento que yo autoricé que se le enviara al Sodalicio, a saber, el informe sobre mi caso emitido por la Comisión de Ética para la Justicia y la Reconciliación, en los términos establecidos por la misma Comisión, según e-mail del 16 de abril de 2016 que recibí de Janet Odar, Secretaria Técnica de la Comisión:

«…el informe individual consiste en un resumen de los hechos denunciados identificando al denunciante, denunciados, solicitud efectuada a la Comisión y recomendaciones que esta efectúa respecto de su caso particular a fin que sean implementadas por el SCV.

En tal sentido, a fin de poder requerir al SCV la implementación de las recomendaciones formuladas, la Comisión ha previsto remitir a dicha organización únicamente el informe individual correspondiente a su caso, salvo que Ud. no autorice dicha entrega, motivo por el cual agradeceremos se sirva indicarnos si brinda o no la autorización en mención».

No entiendo como tú, una persona que actualmente no goza de ningún cargo de autoridad en el Sodalicio, has podido acceder a este documento a fin de utilizarlo para otros fines que los previstos y, además, hacerlo público sin mi consentimiento. Se trata, por decir lo menos, de una falta de ética grave.

A partir de este hecho he de inferir que sigues gozando de cierta autoridad o ascendencia en la institución —o tienes vara, como se diría en lenguaje coloquial—. Y no deja de llamar la atención que lo utilices para tratar de demostrar tu inocencia, sin importarte el hecho de que, en mi caso personal, el Sodalicio no cumplió con ninguna de las recomendaciones contenidas en él. Más aún, ni siquiera tuvo el decoro de reconocerme como víctima.

Sobre la base de que tu nombre no aparece en el listado de denunciados, me dices que «usted no me denunció ante la “Comisión de Ética para la Justicia y la Reconciliación” como autor de algún acto de abuso, ni como encubridor de la cultura de abuso». En realidad, lo que menos me interesaba en ese momento era denunciar a personas, como lo expresé en un e-mail del 19 de enero de 2016 a la Comisión:

«Aclaro que la denuncia no es contra personas individuales sino contra el Sodalicio, pues fue el sistema institucional sodálite plasmado en una doctrina y una disciplina los que permitieron que se cometieran en perjuicio mío los abusos que detallo en el documento, creando el marco necesario para que ello ocurra».

No obstante, sí te mencioné en la denuncia que le envié tanto a la Comisión como a la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica:

«En diciembre de 1992, en la Comunidad Nuestra Sra. del Pilar, que se había trasladado nuevamente a Barranco, Alfredo Garland me castigó con no participar de las reuniones recreativas de la comunidad por tiempo indefinido, debido a que grabé cassettes para uso personal usando sus CDs de música clásica en su reproductor de CDs y sin su permiso. Debo indicar que los simples miembros de las comunidades teníamos entonces prohibido, por orden expresa de Luis Fernando Figari, escuchar todo tipo de música, salvo la que fuera de carácter religioso. Esa orden no se aplicaba a los superiores, que podían escuchar la música que creyeran conveniente. Un domingo, tarde en la noche, en que la comunidad estaba reunida en la salita destinada a estos fines, yo estaba fuera y debido al cansancio, me eché un rato a descansar en mi cama y me quedé dormido. Fui despertado violentamente por Alfredo Garland y José Antonio Eguren, y a modo de castigo, se me ordenó estar confinado en una habitación separada del resto de la casa, con prohibición de salir si no era para ir al baño, prohibición de hablar con cualquier miembro de la comunidad que no fuera José Antonio Eguren, prohibición de leer cualquier otra cosa que no fuera la Biblia y los escritos de autores espirituales que se proporcionara para hacer un retiro espiritual que me hiciera cambiar de actitud y me llevara a corregir mis “malos comportamientos”».

José Antonio, tu fuiste testigo y cómplice del maltrato de que yo fui objeto, que finalmente ocasionó que huyera en la madrugada a San Bartolo para pedir ayuda a una persona de confianza y, finalmente, terminara pasando siete angustiosos meses allí, deseando cada día que me sobreviniera la muerte. Y créeme cuando te digo que me demoré más de una década en procesar la experiencia y finalmente comprender que lo que me hicieron se trataba objetivamente de un abuso, cosa que al parecer tú todavía no has comprendido. Pues nunca has tenido ningún gesto de empatía, ninguna palabra de conmiseración hacia ninguna de las víctimas del Sodalicio, así como tampoco te has pronunciado nunca sobre Figari, Doig y compañía tras hacerse públicos los graves abusos de todo tipo que habían cometido. No has contribuido en nada a esclarecer los abusos psicológicos y físicos, pudiendo haberlo hecho.

Más aún, como me han confirmado varias personas, a poco de aparecer las denuncias de José Enrique Escardó en el año 2000, se convocó una reunión de adherentes (sodálites casados) en el Centro Pastoral Nuestra Señora de la Evangelización (San Borja) y tú les dijiste que todo lo que contaba Escardó era mentira y que no se podía decir lo contrario. Yo, si bien seguía siendo sodálite en ese entonces, al enterarme de esto admití para mis adentros que Escardó no mentía y así se lo comuniqué a varias personas amigas, aun cuando no estuviera de acuerdo con la forma en que Escardó hizo su denuncia. Tú, en cambio, hasta ahora no has admitido nada, mucho menos le has pedido disculpas a Escardó —reconocido oficialmente como víctima por el Sodalicio— por lo que le hiciste.

Te creo si dices que no sabías nada de los abusos sexuales perpetrados por las cabezas del Sodalicio y otros miembros de jerarquía inferior. Pero respecto a maltratos psicológicos y físicos —los cuales durante mucho tiempo nos acostumbramos a ver como normales debido al formateo mental que todos hemos sufrido en el Sodalicio—, ¿puedes decir que no viste nada? ¿No vivimos ambos en la misma comunidad en Nuestra Señora del Pilar, no sólo en Barranco sino también cuando temporalmente funcionó en La Aurora (Miraflores), y también en la comunidad de San Aelred (Magdalena del Mar)? Yo vi a miembros de comunidad castigados durmiendo en la escalera. ¿No los viste tú? Vi a varios obligados a tener que alimentarse sólo de pan y agua —o peor, de lechuga y agua— durante días. ¿No los viste tú también? En reuniones nocturnas donde tú también estabas presente vi también como se forzaba a los miembros de comunidad a revelar sus interioridades, sin ningún respeto por su derecho a la intimidad, muchas veces siendo objeto de humillaciones y de un lenguaje procaz y ofensivo. ¿Lo has olvidado? Yo te he visto contribuir a castigar con la ingestión de mezclas repugnantes de comida (postres mezclados con condimentos salados y picantes) a sodálites que estaban de prueba en la comunidad de San Aelred, bajo la responsabilidad de Virgilio Levaggi. ¿Te falla la memoria? Cuando yo estaba en San Bartolo en el año 1988, tú visitabas con frecuencia la comunidad para celebrar Misa y oír confesiones. Después te quedabas a comer y en las conversaciones te enterabas de las cosas que se hacían en San Bartolo. ¿Hasta ahora no has captado que varias de esas cosas eran abusos y maltratos? ¿Acaso no estuviste siempre de acuerdo con que nosotros, miembros de comunidad, mantuviéramos la mayor distancia posible hacia nuestros padres? Asimismo, cuando eras superior en Barranco, no podía llamar por teléfono ni salir a la esquina si no tenía permiso tuyo. Quien se ausentaba de la casa sin permiso era después severamente castigado. ¿No era esto una especie de coerción de nuestra libertad?

Y como corolario de todo esto, siempre gozaste de la confianza de Luis Fernando Figari, fuiste dócil para implementar todas las medidas dispuestas por él —que aplicaste fielmente en las «labores de animación apostólica y espiritual en el Sodalicio» que se mencionan en tu biografía— y nunca te manifestaste en contra de sus excesos y su estilo de vida hedonista —muy distinto al régimen espartano de vida que teníamos los sodálites ordinarios de las comunidades—, así como tampoco lo hiciste en contra de su lenguaje procaz y ofensivo y sus actitudes humillantes hacia varios hermanos de comunidad. Ni siquiera ahora ni en tiempos recientes, cuando ya mucho ha salido a la luz, has pronunciado una sola palabra al respecto.

Esto se condice con lo que señala el Informe Final de la Comisión de Ética para la Justicia y la Reconciliación:

«El comportamiento del superior general Luis Fernando Figari, estaba determinado básicamente por dar órdenes que no podían ser cuestionadas, el uso de un lenguaje vulgar y soez, el ejercicio de una dinámica independiente de la comunidad, el control de todas las actividades al interior de la institución y de la vida personal de sus miembros. Asimismo, se evidencia que los integrantes de la cúpula que entonces acompañaba a Luis Fernando Figari, con su silencio obsecuente, aprobaban esa conducta, pese a revelarse contraria al más elemental propósito de vida cristiana» (II, 4).

En ese sentido, no resulta gratuito afirmar que contribuiste «a implementar y aplicar las medidas de sometimiento mental que forman parte del sistema de disciplina sodálite», considerando que en tus funciones ad intra del Sodalicio siempre buscaste ser fiel a todas las directivas de Figari sin excepción.

De todos modos, no sé en qué medida eras consciente de lo que implicaban estas cosas en el momento de hacerlas y, conociéndote, no dudo de que hayas actuado de buena voluntad, por lo cual, retractándome de lo que dije en mi columna anterior, no puedo ahora afirmar con certeza que seas cómplice y encubridor. Pero independientemente de tus intenciones, lo que has hecho se parece objetivamente mucho a eso.

Respeto a la carta de 47 ex sodálites del 1° de junio de 2016, que fue un intento de desacreditar la denuncia que se presentó en contra de algunos miembros del Sodalicio por asociación ilícita para delinquir, secuestro y lesiones graves, ya he comentado al respecto en dos artículos que publiqué en mi blog —LA CORTE DE LOS 47 y LA VERGÜENZA PERDIDA—, a los cuales te remito.

A tu favor resta decir que eres un hombre muy simpático cuando te lo propones, cariñoso y sentimental, con aptitudes y cualidades para ser un buen pastor de la Iglesia —siempre y cuando el Sodalicio no esté de por medio— y que nunca te vi maltratar a nadie físicamente en el Sodalicio. Por eso mismo, mi mujer y yo te elegimos para que celebraras nuestro matrimonio, en una ceremonia que fue realmente hermosa. Sin embargo, mi amistad contigo no debería ser obstáculo para señalar los vicios en que has incurrido. Pues, como decía Aristóteles: «Soy amigo de Platón, pero soy más amigo de la verdad».

Y uno de esos vicios es haber comunicado a terceros nuestra constancia de matrimonio religioso, un documento oficial con datos personales que no tienen por qué ser de conocimiento público. Además, este documento no guarda ninguna relación en absoluto con el contenido del artículo periodístico que cuestionas, y solamente lo usas en aras de una especie de chantaje sentimental. Sin ninguna consideración ni respeto, te zurras en el deseo de mi mujer de mantenerse al margen de los asuntos del Sodalicio y la metes gratuita y arteramente en la colada, generándole una crisis de nervios. Esto me parece una canallada. ¿Quieres defender tu honra y haces algo que va en detrimento de ella? No lo entiendo.

Además, negar aquellos hechos que son evidentes no contribuye en nada a resguardar tu honra, sino que la daña aún más, así como el hecho de que denuncies penalmente o amenaces a quienes somos víctimas del Sodalicio y hemos arriesgado nuestra salud, tranquilidad, honra y reputación para que la verdad salga a la luz. Todavía estás a tiempo para comportarte dignamente, pidiéndole disculpas a las víctimas y contribuyendo con tu testimonio a esclarecer aún más la verdad sobre los abusos sistemáticos ocurridos en el Sodalicio. En tu posición, mantener silencio al respecto sólo mellará aun más tu honra. Y eso será únicamente de responsabilidad tuya.

Atentamente,

Martin Scheuch

(Carta abierta publicada en Altavoz el 27 de agosto de 2018)

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FUENTES

Mons. José Antonio Eguren Anselmi, Arzobispo Metropolitano de Piura
Carta Aclaratoria y pedido de rectificación al Sr. Martín Scheuch Pool (23 de agosto de 2018)
https://es.scribd.com/document/406646786/Carta-Aclaratoria-y-Pedido-de-Rectificacion-Al-Sr-Martin-Scheuch-Pool?secret_password=Q1aBk9GfzDVqssygtPE3

Comisión de Ética para la Justicia y la Reconciliación
Informe Final (abril de 2016)
http://comisionetica.org/blog/2016/04/16/informe-final/

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POST SCRIPTUM (29 de agosto de 2018)

La reunión con adherentes sodálites, en la cual José Antonio Eguren afirmó que todo lo que contaba José Enrique Escardó en sus artículos en la revista Gente era falso, se realizó en el Centro Pastoral Nuestra Señora de la Evangelización (San Borja) y no en la Parroquia Nuestra Señora de la Reconciliación (Camacho), como yo había puesto originalmente en mi carta —dato que ya ha sido corregido—. Así lo confirma el testimonio en Facebook del ex adherente sodálite Gerardo Barreto, quien reside actualmente en Estados Unidos, y que reproduzco aquí con ligeras correcciones de redacción:

«La reunión fue en el Centro Pastoral de San Borja, no en la Parroquia. Y lo sé porque yo fui uno de los que estuvo allí.

Ésa fue una reunión donde se nos mintió (“todo lo que escribe Escardó es falso”) y se nos instruyó a mentir (“y eso es lo que todos debemos decir”).

Recuerdo claramente la sensación de asco que me dio esto; sin embargo, en el esquema sodálite decidí racionalizar y darle el beneficio de la duda al “cura gordo”, como le llamábamos en esa época.

 ¡Yo tenía claro que lo que decía José Enrique Escardó era cierto! Fuera de contexto y narrado con mala intención, PERO CIERTO.

En esos día fue a Lima un amigo ex sodálite y le enseñé los escritos antes mencionados. Él se mató de risa (pues su fortaleza le ayudo a salir ileso de sus experiencia sodálite y San Bartolo fue casi una diversión para él), y me comentaba riéndose que la grada 17 fue su cama por meses… que hasta le agarró cariño a esa grada. Lo cual de alguna manera abona a mi comentario de que todo lo que escribía Escardó era cierto. Y que la reacción oficial del SCV fue la de la mentira».

EL SODALICIO EN SU LABERINTO

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Lunes 3 de octubre, cuatro de la tarde en la ciudad alemana de Mannheim, a orillas del Rin. Sentado en un café en la estación del tren, converso con un joven ex-sodálite y escucho cómo logró fugarse del Sodalicio. Una historia que parece la trama de un thriller policíaco. Lo cual me confirma en la sospecha de que esta institución se asemeja más a un grupo sectario o a la mafia —no obstante su proclamada finalidad religiosa— que a una organización eclesial católica. Quizás juntando ambos extremos se podría describirla con una expresión que suena paradójica, pero que no puede ser más precisa: “secta católica”.

En esa conversación mi interlocutor me confirma lo que yo ya sabía a través de otra fuente: que Ricardo Trenemann, sodálite con quien compartí escenario en varias ocasiones cuando yo todavía era integrante del grupo musical Takillakkta, habría intentado abusar sexualmente de un joven sodálite de comunidad, utilizando el cuento de los masajes en la zona del perineo, entre el ano y los genitales. Una perversa estrategia, similar a la que aplicó Figari con una de sus víctimas, cuando le dijo que había que despertar la energía kundalini situada en la misma región íntima. Y si bien Trenemann no habría podido consumar el abuso esa vez debido a que la víctima se negó a colaborar, en una comunidad sodálite de Brasil habría logrado dar cumplimiento a sus insanas intenciones con otro muchacho, terminando la cosa en masturbaciones mutuas.

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Ricardo Trenemann

El de Ricardo Trenemann es uno más de los nombres que se añade a la lista de presuntos abusadores sexuales del Sodalicio, comenzando por Luis Fernando Figari y siguiendo con Germán Doig, Virgilio Levaggi, Jeffery Daniels, Daniel Murguía, Luis Ferroggiaro y Javier Leturia. A ella habría que añadir una larga lista de maltratadores psicológicos y físicos, entre los cuales se contarían Alberto Gazzo, José Antonio Eguren, Alfredo Garland, Alfredo Draxl, Óscar Tokumura, Daniel Cardó, Alessandro Moroni y otros cuyos nombres todavía no han sido revelados. Pues no conozco a ningún sodálite con un puesto de responsabilidad que no haya violentado en algún momento la conciencia personal de quienes estaban a su cargo o que no haya intentado doblegar sus voluntades mediante técnicas de manipulación psicológica, entre las cuales se encuentran las órdenes humillantes y la exigencia de una obediencia absoluta, sin límites. Era algo que formaba parte inherente del sistema de disciplina y formación.

A lo largo del tiempo se han ido acumulando críticas, siendo las más acertadas las de aquellos que en algún momento formaron parte de la institución. Pero las críticas no sólo han venido desde afuera. También hay quienes se han atrevido a hacer ejercicio de crítica constructiva desde dentro de la institución, lamentablemente sin resultados. Quienes se atreven a dar este paso suelen ser condenados a una especie ostracismo interno, son sometidos a un escrutinio minucioso que hurga en sus vidas personales con el fin de atribuir a sus problemas psicológicos —reales o inventados— las críticas expresadas, y tarde o temprano terminan por salirse de la institución. Como está ocurriendo con el P. Jean Pierre Teullet, quien tuvo el valor de enfrentarse a la cúpula sodálite para echarle en cara haber faltado a la verdad en un comunicado interno oficial que se filtró a la opinión pública.

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Manuel Rodríguez Canales

Otro caso es el de Manuel Rodríguez alias “Roncuaz”, un adherente sodálite ubicado en la periferia institucional —pues está casado y, por lo tanto, no vive en ninguna comunidad—, quien ocasionalmente ha formulado a través de su blog críticas veladas pero certeras a la institución, sin distanciarse formalmente del Sodalicio, y sus bien intencionadas reflexiones han caído sistemáticamente en saco roto.

Mucho antes de la publicación del libro Mitad monjes, mitad soldados de Pedro Salinas y Paola Ugaz, un sodálite que buscaba un cambio advirtió con lucidez a las máximas autoridades del Sodalicio de los peligros de una estructura autoritaria, que había sido creada por el mismo Figari para tener un poder absoluto e incuestionable. Y que los reglamentos internos estaban planteados de tal manera, que el miembro de la organización se convertía en un instrumento sujeto a la arbitrariedad de los superiores, los cuales gozaban de una autoridad absoluta, cuyos alcances y límites no se estipulaban en ninguna parte. La mayoría de las vocaciones sodálites habrían sido reclutadas en edad escolar, cuando la persona todavía no tiene suficiente criterio de juicio pero está predispuesta a opciones radicales. La formación consiguiente estaba orientada a quebrar la voluntad de la persona mediante dinámicas de obediencia irracional, ejercicios extremos, castigos e introspecciones psicológicas. A ello se suma la injusticia de trabajar años gratuitamente sin recibir una remuneración, sin dinero cotizado a un fondo de pensión, sin seguro médico, de modo que quien decide dejar la organización cae en una situación injusta de sostenimiento, además de no contar con una experiencia laboral que le permita acceder a un trabajo adecuado.

Sordo a toda voz crítica —venga de donde venga—, incapaz de reconocer las propias deficiencias estructurales y manteniendo una actitud autorreferencial, cerrado en sí misma y practicando colectivamente la ley del silencio al estilo de la mafia italiana, el Sodalicio no se esperaba el golpe que significó la publicación del libro de Salinas y Ugaz en octubre de 2015.

El mando sodálite terminó asumiendo tardíamente que una defensa de Figari ya no era plausible, pero no lo expulsó como estipulan sus Constituciones para estos casos. Bajo la dirección de Alessandro Moroni, si bien el Sodalicio no ha defendido a Figari, sí lo ha protegido, pues su caída definitiva significaría el fin de una historia, arrastrando consigo lo que todavía queda de la institución, incluyendo su patrimonio y sus fuentes de ingresos, como las universidades, los colegios, los cementerios, los negocios inmobiliarios, mineros, agrícolas, etc.

La creación de una Comisión de Ética para la Justicia y la Reconciliación en noviembre de 2015, integrada por cinco reconocidas personalidades de impecable trayectoria profesional y filiación católica, habría constituido una jugada estratégica para limpiarse la cara, pues con ello se habría querido demostrar que el Sodalicio estaba realmente preocupado por las víctimas y que estaba tomando las medidas del caso para atenderlas y ofrecerles una justa reparación por los daños sufridos. Sin embargo, lo que sucedió después fue inaudito.

Una vez que la Comisión emitió su lúcido y demoledor Informe Final el 16 de abril de 2016, después de haber recogido durante cerca de cuatro meses unos cien testimonios de víctimas, muchas de las reacciones al interior del Sodalicio fueron de rechazo a las conclusiones del Informe. De la boca para afuera se lo aceptó oficialmente, pero en la práctica no se implementó ninguna de las recomendaciones hechas por los comisionados.

Más bien, el Sodalicio decidió contratar a tres especialistas extranjeros —la estadounidense Kathleen McChesney, ex número 3 del FBI y asesora de la Conferencia Episcopal Norteamericana; el irlandés Ian Elliott, que estuvo a cargo de la investigación de la crisis de abusos sexuales del clero en Irlanda; y la estadounidense Mónica Applewhite, especialista en prevención—, no para implementar las recomendaciones de la Comisión de Ética, sino para volver a hacer el mismo trabajo prácticamente desde cero —investigando y volviendo a hablar con las víctimas—, con la esperanza de obtener tal vez un informe más benigno y favorable. El ahora cardenal Joseph William Tobin, arzobispo de Indianapolis (EE.UU.) y delegado vaticano para el caso Sodalicio, está esperando el informe que redactará la señora McChesney, a fin de tomar una decisión.

Mientras tanto, sigue su curso la denuncia penal ampliatoria interpuesta en mayo de 2016 contra Figari, otros seis miembros y un ex-miembro de la institución —Jaime Baertl, José Ambrozic, José Antonio Eguren, Eduardo Regal, Óscar Tokumura, Erwin Scheuch y Virgilio Levaggi— por los delitos de asociación ilícita para delinquir, secuestro y lesiones graves.

Las declaraciones de Figari a la prensa, negando incluso que puedan haber víctimas, han terminado de mostrar el verdadero rostro de una institución que, tomando como bandera un catolicismo pretérito y trasnochado y con pretensiones grandilocuentes de cambiar el mundo, no sólo ha truncado y dañado vidas enteras —además de no significar ningún aporte sustancial para la sociedad civil—, sino que también ha perjudicado irreparablemente —en complicidad con la indiferencia y apatía de las autoridades eclesiásticas, entre ellas el cardenal Cipriani— la imagen de una Iglesia que se muestra dispuesta a respirar otros aires en sus sectores más abiertos al mundo y al servicio solidario de los pobres.

(Artículo publicado en Exitosa el 22 de octubre de 2016)

SODALICIO: DE VÍCTIMA A VICTIMARIO

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Alberto Gazzo Baca

Cuando en diciembre de 1981 mi madre me dejó entre lágrimas en la comunidad sodálite Nuestra Señora del Pilar (Barranco), entré a formar parte de un grupo heterogéneo entre los cuales se contaban miembros de la generación fundacional del Sodalicio: José Antonio Eguren —el superior de la casa—, José Ambrozic, Virgilio Levaggi,  y Alberto ‘Beto’ Gazzo, encargado de formar a los tres “novicios”: Alfredo Draxl, Eduardo Field y yo.

Beto, que sufría de cojera debido a una poliomelitis contraída de niño, fue objeto de burlas crueles en el Sodalicio. Burlas que estaban avaladas desde lo más altos niveles, pues según Figari había que ayudarlo así a superar su complejo de inferioridad.

El primer día, durante la cena, Draxl —quien había estado leyendo un libro de espiritualidad escrito por el jesuita Alonso Rodríguez en el siglo XVI— comentó lo recios que eran los jesuitas de antaño. «Recios, ¿no?», le replicó Gazzo. «Para que veas lo que es ser recio, tú y Eduardo van a comer ahora en el piso». Yo me libré del castigo gratuito, pero no de algunas humillaciones posteriores que Beto infligió a los tres.

Pedro Salinas recuerda que fue su formador en San Bartolo, y que era implacable en sus métodos. Entregaba cartas abiertas de familiares y leía sin avisar las reflexiones de los cuadernos privados que se usaban para la meditación. A Pedro, una noche mientras dormía, le bañó la cabeza con agua oxigenada para ridiculizarlo, pues amaneció con el pelo de color naranja.

¿Cuándo terminará este círculo vicioso iniciado por Figari, donde personas como Gazzo y Draxl pasarían de ser víctimas a ser crueles victimarios?

(Columna publicada en Exitosa el 10 de septiembre de 2016)

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Beto Gazzo también fue formador de sodálites “novicios” en San Bartolo en el año 1985, antes de ser enviado a Brasil. Pedro Salinas, quien estuvo en esa época en la comunidad sodálite Nuestra Señora de Guadalupe mientras yo vivía en la comunidad Nuestra Señora del Rosario, también sufrió el ensañamiento de los “métodos de formación” que, con un cierto regusto sádico, aplicaba Beto a sus discípulos. En su novela Mateo Diez, lo transforma en el personaje de Roberto Univazo, y recuerda varias anécdotas que yo mismo puedo confirmar que sucedieron realmente, aunque los detalles tengan bastante aderezo literario. He aquí algunos textos seleccionados de la novela.

Quien apareció al rato en la casa fue Roberto Univazo. Beto era el asesor espiritual de los dos centros de formación. Vivía en El Rosario. Era diácono y en poco tiempo iba a hacerse sacerdote. Iba a convertirse en el tercer cura del movimiento, después de Julio Bertie, quien fue el primero en ordenarse y en lograr una figura especial para mantenerse dedicado a tiempo completo a la Milicia. Como la Milicia de María no era una orden ni una congregación religiosa, sus clérigos eran diocesanos y dependían del obispo. Bertie, quien además de tener buenos contactos en el empresariado nacional, también los tenía en la cúpula eclesiástica peruana, consiguió independencia de acción para abocarse a las necesidades materiales y espirituales del movimiento. Bertie era lo más cercano a la figura de un empresario con sotana. Descendiente de una distinguida familia de empresarios mineros, su energía e indiscutible carisma lo convertían en un poderoso motor para empujar todos y cada uno de los proyectos apostólicos de la Milicia. El segundo en vestirse de negro con su televisor al cuello fue José María Eguiguren, un gordo con look obispable, y con una voz de barítono que estremecía y podía quebrar vidrios.

El mismísimo Juan Pablo II iba a ungir como sacerdote a Beto, junto a veinte diáconos más, en su primera visita al Perú. Univazo era conocido al interior del movimiento como “el apóstol de los niños”. Como profesor de Religión del Markham, el colegio más pituco de Lima, Beto tenía buena llegada con los chiquillos, a quienes llevaba a los denominados DINA, que eran campamentos-retiro concebidos para niños. Se llamaban DINA porque las las siglas significaban “Dios y la Naturaleza”. Beto también gozaba de simpatía dentro del movimiento. A muchos les encantaban sus bromas y era un gran narrador de cuentos. Pero a mí nunca me inspiró confianza. Siempre me pareció fingido y disforzado.

Por alguna razón nunca hubo química entre Beto y yo. Me quedaba claro que tenía instinto apostólico y don de gentes, sobre todo con los púberes, pero sus reflexiones me parecían las de un imbécil. No hay nada peor que un estólido que se cree inteligente. “De repente por eso quiere ser cura; si estudia para otra cosa, el cerebro no le da”, pensé.

Sin embargo, mi sentimiento hacia Beto no llegaba al encono. Por lo menos no al principio. Al contrario, a veces me inspiraba lástima y conmiseración por su condición de minusválido. Beto tuvo polio de pequeño y la enfermedad le afectó la pierna derecha. Cuando caminaba parecía que esquivaba losetas, porque hacía un extraño efecto con el empeine. En el Markham le pusieron, además de Pata con Truco, el apelativo de Matute, por el policía que aparecía en Don Gato y su Pandilla, quien solía dar vueltas y vueltas al garrote cuando hacía sus rondas por el vecindario. Los despiadados markhamians decían que la pierna de Beto se asemejaba a la vara de Matute.

[…]

Roberto Univazo ya era cura. Se había convertido en el tercer clérigo mílite. Beto, además, había sido ordenado por el mismo Papa. “Por vosotros, Cristo se ha consagrado a sí mismo, para que también vosotros seáis consagrados en la Verdad. ¡Permaneced fieles a Él!”, le dijo Juan Pablo II a Beto y los otros veinte diáconos que se ordenaron en el hipódromo de Monterrico.

Su primera misa la realizó al día siguiente en la vetusta iglesia de San Bartolo con las dos comunidades. Fue una ceremonia privada. Sólo para nosotros. La idea era, además, corregirle todos sus defectos como sacerdote, antes de celebrar la eucaristía del domingo con la gente del pueblo. Los errores saltaron a la vista desde el inicio, pero descollaron al momento de la homilía. Beto era un pésimo orador. Era un extraordinario narrador de cuentos para niños, pero era malísimo dando el sermón desde el púlpito. No convencía. Hablaba como para un público adolescente, estaba lleno de muletillas y seseaba. “Este de cura de parroquia no pasa. Y si la parroquia queda en Huancasancos, mejor”, pensé.

[…]

A la hora del desayuno Santiago me miró y se echó a reír. Lo mismo hizo Santiago. Hasta Massieu. El padre Beto se carcajeó y con una inflexión malévola me preguntó:

—¿Ya te viste en el espejo, Mateín?

—¿Qué pasa? —pregunté, confundido.

—Anda, mírate —me dijo el padre Beto, quien disfrutaba más que nadie de la situación.

Fui al baño y me di con la desagradable sorpresa de que el pelo lo tenía color naranja, como cucaracha de grifo. Era denigrante ver mi reflejo. Recién entendí de dónde provenía el olor extraño que percibí en la mañana. Era agua oxigenada que alguien había derramado en mi cabeza mientras dormía. Y ese “alguien”, no cabían dudas, había sido Beto Univazo.

—Ese color te queda bien —me dijo Beto, quien salpicaba saliva cuando hablaba, y un par de idiotas se rieron del chiste.

—Muy gracioso —respondí sin inmutarme.

—Puedes ir a la peluquería más tarde —me dijo René.

—Gracias —respondí escuetamente y no comenté nada más durante el desayuno.

[…]

Luego de que se fue José Hernando, quien se despidió entre rudos apretones de manos, […] nos tocaba limpiar la casa. A mí se me había asignado barrer la terraza, el patio y las escaleras de El Rosario. Lo más trabajoso era la limpieza de la terraza, porque ello suponía pasarle trapo, lija y cera, para que quede brillante. Cuando terminé, luego de un par de horas, satisfecho por la pulcritud de mi labor, me encaminé al depósito a guardar todos los implementos de limpieza, pero Beto Univazo me interceptó.

—¿A dónde crees que vas? —me arrostró.

—A guardar todo esto —le dije, mostrándole la escoba, el trapeador, las bolsas de cera y las lijas.

—Pero todavía te falta la terraza, ¿no?—me dijo con un airecillo que no me gustó nada.

—Si vas a la terraza y miras el piso, te aseguro que te vas a sentir como que estuvieses parado encima de un espejo —dije.

—No lo creo —me dijo Univazo—. Anda a verla.

Obediente, salí a ver la terraza. Alguien había echado sobre ella el contenido de los tachos de basura de la casa, incluyendo un pedazo de estiércol fresco, que parecía de perro.

—¿Quién mierda ha hecho esto? —pregunté, ofuscado, contemplando la destrucción de mi obra.

—Nadie. Simplemente, límpialo —me dijo, con acento autoritario.

—¿Sabés qué, Beto? Si quieres que la terraza se vea limpia como la dejé, aquí tienes —le dije, y tiré a sus pies deformes la escoba, el trapeador y el resto de utensilios de limpieza.

—¡¿Qué cosa?! —exclamó Univazo, el sacerdote ordenado por Juan Pablo II, anonadado, con su seseo insoportable.

—Lo que oíste. Chau —le dije, y me dirigí hacia mi habitación.

—¡Mateo, ven inmediatamente! ¡No sabes lo que estás haciendo!

—Sé perfectamente lo que estoy haciendo —respondí, harto del abuso y de las vejaciones.

—¡Mateo! —gritaba Univazo desesperadamente.

Reaparecí a los tres minutos, cambiado con ropa de baño.

—Me voy a meter un chapuzón y vuelvo —le informé a Roberto Univazo.

—¡Lo que has hecho es gravísimo, Mateo! ¡Has desobedecido una orden! ¡Se te puede expulsar por ello!

—Hazlo —le dije, retador, a Beto.

—No voy a olvidar esto —me dijo.

— Yo tampoco —le respondí.

—Te voy a hacer la vida imposible —amenazó.

—Hace rato que me estás haciendo la vida imposible —le respondí, contenido.

Un vez en el muelle, me lancé contra las olas y sentí quebrarme como una copa se estrella contra la apred. Pensé en lo ue había hecho. Curiosamente, no me arepentí. Estaba harto de los vejámenes de Roberto Univazo. Una a una empecé a recordar todas las arremetidas contra mí, que no eran pocas, y nunca vi que las hiciera con otras personas. Yo las acepté todas porque la voz del superior era la voz de Dios. “Pero Dios no podía hablar a través de alguien tan cruel como Beto Univazo”, me dije.

Recordé todas las veces cuando, al acostarme, descubrí que me había hecho “cama chica”. Recordé aquella oportunidad cuando, al levantarme, descubrí que me había pintado con esmalte la uñas de los pies. Recordé aquella otra cuando, también al levantame, me encontré untado con crema de afeitar en todo el cuerpo. Recordé la vez que lo descubrí leyendo mi correspondencia personal. Recordé que, en otra ocasión, rompió en mi cara una de las contadas cartas que mi padre me envió desde Caracas , sin que yo la hubiera leído. Recordé todos los “huracanes” que me hizo desde que llegué. Llamábamos huracán al estropicio que encontrábamos en nuestra habitación generado por una mano negra, usualmente la de Beto. El huracán hacía que el orden militar que imperaba en nuestro pequeño espacio se convirtiera en caos total. […] Recordé también cuando husmeaba en mis exámenes de conciencia, que eran cuadernos en los que anotábamos nuestros pecados y pensamientos personales. Recordé todas las veces que me arrojó agua helada en la cara, con una jarra, desde el segundo piso a la hora de la siesta de treinta minutos, luego del almuerzo. Recordé, de igual forma, aquella vez que me ordenó echarle pimienta y ketchup a mi arroz con leche por haberme olvidado de recoger un salero de la mesa. Recordé asimismo que, en una situación análoga, me hizo tragar cinco pedazos de torta de chocolate con espuma de afeitar, que terminaron conmigo en el baño con un cólico insufrible. Recordé aquella vez que me hizo lavar uno de los sanitarios y antes de pasar el sarro, me obligó a lavarme la cara con esa agua. Recordé también la noche que me envió a nadar solo a la isla, vestido y con piedras en los bolsillos y sentí terror en medio de la oscuridad. Recordé que fue uno de los principales en oponerse a que fuese padrino de confirmación de Antonio Colmenares, uno de mis pupilos del María Reyna. La amenaza de la expulsión tampoco me preocupaba.

En San Bartolo pasé muchos momentos que eran como para hacer trepidar a los que no eran firmes. Yo los resistí, reciamente. Lo que no podía tolerar ni digerir era la humillación gratuita y sin sentido. “¿José Hernando estará al tanto de todas estas barbaridades?”, me pregunté.

[…]

En la noche, después de comer, Beto, dueño y señor del poder ante la ausencia de René, decidió iniciar una dinámica de grupo que consistió en proveer a todos de plumones gruesos y de colores para hacer lo siguiente: había que ponerle en la cara a Adrián Garagorri cosas que pensábamos de él o que tuvieran que ver con sus complejos o defectos más notorios. Él no podía verse en el espejo hasta terminar el juego. Uno a uno nos fuimos aproximando para escribirle algo.

El primero en acercarse fui yo, y escribí en su cachete izquierdo: COCHINO. Santiago, quien compartía cuarto con él, al igual que yo, me siguió y le escribió en el otro cachete: HUEVONAZO. Raúl Unamuno le puso en la frente: LÁVATE LA BOCA. El Mono le puso en el tabique y en vertical: PEZUÑENTO. Santino le dibujó en el cuello una bacinica con un pedazo de mojón. MacKay, como gran insulto, le escribió detrás de la oreja derecha: TONTO. Y luego continuaron el ritual Jorge Lossio y Richard Peckerman.

La cara de Adrián había quedado más colorida que la de un hooligan y más pintarrajeada que pared de baño de cantina. Terminado el juego, que iba arrancando las risas burlonas y crueles de nosotros, quienes asumimos la dinámica como una suerte de venganza por todas las cosas que nos disgustaban de Adrián, Beto le dio permiso para ir al baño y mirarse en el espejo.

Adrián entró al baño, pero no daba señas de querer salir, mientras que el resto celebraba el despiadado pasatiempo. Ante la demora, Beto conminó a Adrián a salir. Cuando apareció frente a nosotros, reunidos en la sala de la casa, Adrián estaba llorando desconsoladamente. Y me sentí mal. Beto intentó explicarle, delante de todos, que la dinámica de grupo apuntaba a ayudarlo a liberarse de sus defectos más notorios y que molestaban a la comunidad. Le dijo además que el juego se hizo para su bien. Pero la explicación no era lo suficientemente persuasiva. Nunca había visto a una persona en tal estado de fragilidad, llorando como un niño, herido en su amor propio, maltratado psicológicamente por aquellos que, supuestamente, éramos sus hermanos. A partir de ese momento, decidí ser más comprensivo y tolerante con Garagorri.

José Enrique Escardó relata un incidente muy parecido a este último cuando él estuvo en San Bartolo, sólo que esta vez quien dirigió la dinámica de humillación psicológica de la víctima es Alfredo Draxl (ver http://elquintopie.blogspot.de/2016/01/draxl-el-deformador.html y http://docslide.us/documents/los-abusos-de-los-curas.html).

También es cierto que Beto carecía de aptitudes intelectuales, mucho menos tenía capacidad para la investigación académica, por lo cual yo recibí el encargo —de parte de Luis Fernando Figari— de preparar el borrador de la tesis que tenía que presentar Beto en Brasil para obtener el grado de licenciatura en teología. El hecho de estar sometido interiormente al código de obediencia vigente en el Sodalicio borró en mí todo reparo para efectuar esta acción moralmente reprochable. Si Figari decía que algo tenía que hacerse, inmediatamente se accionaban en mí los mecanismos psicológicos que me indicaban que lo que Figari ordenaba siempre tenía que estar bien, y que negarse a obedecer una orden era el mayor pecado posible dentro de la institución. Era una de las consecuencias del lavado de cerebro al que había sido sometido, al igual que todos los sodálites.

Lo mismo pasó cuando Figari nos ordenó a mí y a Gustavo Sánchez, teólogo sodálite y actual miembro de la Comisión Teológica Internacional, que ayudáramos a Emilio Garreaud a modificar la tesis sobre relaciones Iglesia-Estado que él mismo había presentado en la Pontificia Universidad Católica del Perú para obtener un título en derecho, a fin de ajustarla a los requerimientos de una tesis de teología pastoral para obtener el título de licenciado en teología en la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima. Se trataba de un auto-plagio en toda regla. Se puede verificar esto consultando en los respectivos centros de estudios mencionados ambas tesis del P. Emilio Garreaud, actual Rector de la Universidad Juan Pablo II de Costa Rica.

Varias veces le oí a decir a Luis Fernando Figari: «¡Necesitamos licenciados y doctores!» Parece que no le interesaban en absoluto la honestidad académica ni el rigor científico, pues para él la única clave de interpretación de la realidad estaba en su pensamiento, que no pasa de ser una ideología religiosa fundamentalista de sesgo derechista, conservador y retrógrado. Pero sí que le interesaba el poder que otorga el disponer de una pléyade de sodálites con títulos académicos, adoctrinados rigurosamente y sin libertad de pensamiento.

En todo caso, Beto se prestó a este juego sucio, así como maltrató —en nombre de Figari— a varios de los que estuvimos bajo su férula de formador.

No sé qué vida tenga ahora, ni qué responsabilidades, pero eso no borra los hechos luctuosos del pasado en los cuales participó. Alberto Gazzo Baca, actual Gerente Corporativo de Gestión Humana de Volcan Compañía Minera, tiene muchas preguntas que responder.

LA POBREZA DE LOS SODÁLITES

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Cuando leí en un artículo de Pedro Salinas (ver https://lavozatidebida.lamula.pe/2016/04/28/haciendo-de-nostradamus/pedrosalinas/) que en la Asamblea General del Sodalicio de Vida Cristiana del año 2012 se había reportado en el balance económico de la institución un patrimonio que llegaba a unos 450 millones de dólares, me pregunté en qué momento comenzó a amasarse tamaña fortuna.

Pues en la década de los 80 el Sodalicio intentó generar ingresos propios a través de iniciativas empresariales que terminaron fracasando por mala gestión:

  • Intellect, una empresa dedicada a la creación de software empresarial, a cargo de José Ambrozic;
  • Editora Latina, una imprenta gestionada por mi hermano Erwin Scheuch;
  • Producciones San José, una productora de medios audiovisuales que tuvo como gerente a Javier Pinto, un sodálite casado, y para la cual también trabajaron otros sodálites casados como Guillermo Ackermann y Gonzalo Valderrama.

En los años 90 el Sodalicio incursionaría en la formación pedagógica con el Instituto Superior Pedagógico (ISP) Nuestra Señora de la Reconciliación, que terminaría cerrando por falta de alumnado debido a estrategias erradas de marketing.

Sin embargo, en lo que sí se tuvo éxito desde un principio fue en la recaudación de donaciones principalmente a través de APRODEA (Asociación Promotora de Apostolado), entidad sin fines de lucro creada en 1978. Es natural que en el Perú, país dominado por oligarquías burguesas católicas y conservadoras, esa actividad tuviera éxito, especialmente si las donaciones iban destinadas a una institución que tenía como tarjeta de presentación su conservadurismo católico de derecha y su elitismo de integrantes de clase alta y clase media pudiente de la burguesía limeña. Varias de las casas donde funcionaban las comunidades del Sodalicio fueron donadas o entregadas para su usufructo siempre y cuando se destinaran a fines religiosos. En 1985, a fines del segundo gobierno de Fernando Belaúnde se obtuvo en donación un extenso terreno, donde se inauguraría en 1987 el Centro Pastoral Nuestra Señora de la Evangelización en el distrito de San Borja (Lima). Por lo general, el Sodalicio casi nunca ha pagado un alquiler o una hipoteca por algún inmueble que haya obtenido. Asimismo, APRODEA estuvo muy activa durante el primer gobierno de Alan García (1985-1990), pues las normas legales de entonces beneficiaban a las empresas que hicieran donaciones. Y José Ambrozic, encargado de la asociación en esa época, supo aprovechar muy bien estas circunstancias.

Por otra parte, muy pocos han tenido acceso a la información sobre a cuánto ascendía el patrimonio del Sodalicio, pues se trata de un dato que siempre se ha mantenido en secreto incluso para la gran mayoría de los miembros de la institución, aun cuando varios de ellos hayan contribuido con su trabajo a generar e incrementar este capital.

Más bien, quienes vivíamos el día a día en las comunidades sodálites teníamos la impresión de que las donaciones alcanzaban con las justas para cubrir los gastos, pues el presupuesto asignado semanalmente para alimentos, limpieza y mantenimiento era muy ajustado, al punto de que se comía austeramente y muchas veces los encargados de temporalidades —es decir, de administrar el presupuesto doméstico— tenían que hacer milagros para alimentar satisfactoriamente a toda la tropa.

Yo mismo fui encargado de temporalidades en varias ocasiones, y confieso que había que ser muy creativo para que la comida alcanzara: poner la mitad de carne molida en la salsa roja de los fideos y reemplazar la otra mitad con cebolla, aprovechar los restos de la ensalada para hacer una crema de verduras, hacer con más frecuencia platos rendidores como polenta o arroz chaufa, comprar lengua de vaca en vez de bistec, etcétera. Una vez no me alcanzaron los limones para un jugo hecho a partir de una piña desabrida que se iba a beber en el desayuno, así que le puse un poco de vinagre. Los miembros de la comunidad bebieron gustosamente el jugo, pero después casi me linchan al enterarse del ingrediente “secreto” que había añadido.

Para ahorrar, las verduras y frutas no las comprábamos ni en el mercado de la zona ni en supermercados, sino en La Parada y en el Mercado Mayorista de Frutas, en el distrito de La Victoria. Recuerdo que cuando vivía en la comunidad sodálite San Aelred y José Ambrozic era el superior, nos despertábamos los sábados en la madrugada y, en una camioneta con tolva abierta, nos íbamos yo, Ambrozic al volante y otro miembro cualquiera de la comunidad a La Parada. Mientras Ambrozic se quedaba cuidando el vehículo, el otro sodálite y yo, cada uno con un enorme saco de yute y dinero en efectivo en el bolsillo, nos dirigíamos a pie a través de las calles malolientes y regadas de basura hacia el mercado mayorista de verduras, donde nos deteníamos en cada puesto para comprar papas, yucas, camotes, cebollas, zanahorias, tomates, lechugas, coles, etcétera, etcétera, hasta que los sacos estuvieran llenos, pues se necesitaba una ingente cantidad de alimentos para nutrir a una comunidad que solía tener en promedio unos diez integrantes. Luego, con el saco a cuestas, regresábamos entre el tumulto y la algarabía del mercado de esa zona popular hasta el lugar donde nos esperaba Ambrozic. Había que estar siempre alerta, pues esa zona era una de las más peligrosas de Lima.

Una vez, antes de entrar propiamente al mercado, caminando a lo largo de una calle donde algunos ambulantes tempraneros vendían jugo de naranja recién exprimido, panes con jamonada barata y otras viandas para el desayuno en sus carretillas, me adelanté un poco y de pronto me saltó encima una banda de “pirañitas” que me tumbaron en el suelo, a la vez que sentía varias manos que hurgaban en los bolsillos de mi pantalón mientras trataba de defenderme como un gato panza arriba. El otro miembro de la comunidad que venía detrás mío, poseedor de una boca descomunal capaz de albergar una manzana entera, llegó corriendo gritando como si se hubieran desatado las trompetas del Apocalipsis, y los pequeños delincuentes salieron despavoridos, pensando que se les venía encima más de una persona. Por suerte, el dinero lo tenía en un bolsillo de la casaca, y allí no se les había ocurrido hurgar a los menores asaltantes. Ni qué decir, hicimos las compras como de costumbre, y después nos dirigimos al Mercado Mayorista de Frutas. Aquí las compras se hacían con mayor tranquilidad, pues los pasillos eran anchos y espaciosos, aunque más de una vez fui testigo de alguna madre con sus hijos hurgando entre los montones de restos de frutas podridas que los comerciantes arrojaban en medio de los pasillos.

De paso queda decir que Ambrozic, poseedor de un carácter enigmático e introvertido y una personalidad reflexiva e inteligente que irradiaba sencillez e inspiraba respeto, a diferencia de otros superiores de comunidad que nunca se “rebajaban” a realizar las actividades que requerían esfuerzo físico reservadas a sus subordinados, sí se levantaba a horas tempranas para arriesgarse a ir con nosotros hasta ese submundo informal que era La Parada, así como también hacía ejercicios y compartía el estilo de vida austero de quienes no teníamos ningún rango en la institución.

En las mismas comunidades tampoco disfrutábamos de lujos. Recuerdo que cuando en diciembre de 1981 me mudé a la comunidad sodálite Nuestra Señora del Pilar en Barranco, compartí al principio un mismo dormitorio con Alfredo Draxl y Eduardo Field en la planta alta. Los armarios sencillos de triplay barato que solían ponerse para guardar la ropa y que servían a la vez de separación de ambiente para que las camas tuvieran cierta privacidad, todavía no habían sido instalados. Tampoco había cortinas en las ventanas, de modo que cambiarse de ropa significaba tener que agacharse para que nadie lo viera a uno desnudo desde la calle. Sólo había una antigua cómoda con cajones y una inmensa caja de cartón para que pusiéramos algunos objetos personales. Pasaría un mes antes de que estuvieran instalados los armarios y colocadas las cortinas.

Los espacios de la planta baja —una sala de reuniones, una sala de estar, un comedor— fueron amoblados con muebles donados, lo cual le daba a a los ambientes una estética ambigua e indefinida. Y las sillas que teníamos delante de nuestros escritorios —si así se le puede llamar a unas mesas de madera sencillas y espartanas— eran cualquier cosa menos cómodas. En general, el mobiliario que había en las casas de comunidad en que viví era barato en precio y calidad.

A resumidas cuentas, el Sodalicio sólo les proporcionaba techo y comida a los sodálites de comunidad. Cualquier gasto adicional tenía que ser cubierto por el afectado, para lo cual el recurso más frecuente era darle un buen sablazo a los progenitores. Aunque ocasionalmente el Sodalicio también ha cubierto algunos gastos eventuales de algún que otro miembro ordinario, cuándo éste no contaba con los recursos necesarios. Pero se trataba de excepciones.

Uno de los problemas más graves es que la mayoría no teníamos seguro médico. Durante el tiempo que pasé en comunidad recuerdo haber ido muy pocas veces al médico. Estaba la visita de rutina al oftalmólogo para que me recetara los lentes correctos, y las dos veces que me puse grave estando en San Bartolo —una vez con un absceso enorme de pus en la garganta y la otra vez con una inflamación en la espalda que me impedía caminar si no era agarrado a las paredes— me llevaron donde un especialista. Cualquier otra enfermedad se trataba de manera casera. Y esto comenzaba incluso antes de entrar a vivir en comunidad.

Cuando Jaime Baertl era mi consejero espiritual a fines de los años 70, una vez le comenté que estaba fastidiado por una picazón continua en la ingle ocasionada por hongos en la zona genital. Normalmente mi madre me llevaba al dermatólogo, quien recetaba los consabidos ungüentos que requerían de una paciente aplicación a diario durante varias semanas. Pero esta vez Baertl tenía la solución perfecta: un remedio que me iba a quitar los hongos de un día para otro. Fue al baño y sacó una botella medio vacía sin etiqueta de ningún tipo con un líquido turbio color caramelo, y me dijo: «Agarras un algodón, te pones el líquido en los huevos, y ya está. Vas a ver a Judas calato, porque arde como la conchesumadre, pero para mañana ya estás curado. José Antonio se lo puso, y vieras cómo gritaba el gordo pidiendo misericordia». Yo, confiado en que el Sodalicio hacía milagros a través de sus guías espirituales, apliqué la cura, aguanté el ardor con estoicismo, y al día siguiente los hongos habían desaparecido llevándose de paso un buen trozo de pellejo reseco de los dos gemelos situados en la zona sagrada.

Y en comunidad recuerdo que en el caso de resfriados comunes, cuando no parecían funcionar las antigripales que aliviaban los síntomas, tomábamos sin receta ni consejo médico el antibiótico Bactrim. Jaime Baertl recomendaba tomar para cualquier gripe —cosa que él mismo hacía— un potente antibiótico de amplio espectro cuyo nombre no recuerdo, que tenía efectos secundarios bastante molestos: mareos, dolores de cabeza, indigestión y pérdida de concentración. Era como matar una hormiga con una bazuca. Yo lo tomé por orden de Luis Fernando Figari una vez que tenía síntomas de bronquitis —una tos áspera persistente que no se me iba— con el resultado de que estuve grogui varios días. Y es que en cuestiones médicas también había que tener confianza en el gurú supremo, que aseveraba que los médicos son iguales que los brujos y los chamanes: adivinan cuál es el mal que uno tiene y recetan cosas basadas en la pura creencia en sus virtudes curativas. Luis Fernando creía saber con certeza cuál médico era confiable y cuál no. Algo parecido pensaba de los psicólogos, pues —según él— la mayoría tenían una concepción errada del ser humano, y sólo podía ser buen psicólogo quien compartiera la visión cristiana del hombre. Por eso mismo, en caso de un trastorno psicológico, uno sólo podía tratarse con los psicólogos que Figari designara, quien evitaba así de paso que profesionales independientes se enteraran de las cosas extrañas a las que se veían sometidos los miembros de las comunidades sodálites.

Recuerdo que en San Bartolo dos muchachos que tenían poca experiencia con el mar fueron obligados a saltar del peñón que había en medio de la bahía. Como cayeron en mala posición, el impacto con el agua desde tremenda altura les produjo desgarrones en la zona anal. El superior, con buen criterio, los llevó al día siguiente al médico sin consultar previamente con Luis Fernando. El galeno, después de examinar a cada uno por separado, les preguntó cómo se habían hecho esas heridas. Los muchachos le dijeron en qué circunstancias se habían producido. El médico se mostraba algo escéptico ante esa historia, así que comenzó a preguntarles dónde, cómo y con quien vivían. Cuando le dijeron que vivían en un balneario de playa junto con otros jóvenes dedicados a la vida espiritual, el médico comenzó a sonreír y hacerle guiños cómplices a la enfermera. Según él, las heridas sólo podían haberse producido por “contusión directa” y no se tragaba la versión de que la causa pudiese ser la superficie marítima después de un arriesgado salto desde lo alto de un peñón. Tenía que haber otra causa de visos inconfesables. El superior adivinó los pensamientos del médico y decidió de ahí en adelante acudir sólo a los médicos que recomendara Figari.

Además de las actividades de formación, en las comunidades nos ocupábamos por turnos de poner la mesa para el desayuno, el almuerzo y la cena, de lavar los platos y las ollas después de la cena, de limpiar a fondo la casa los días sábados.

También hice trabajos de corrección de textos, sin remuneración alguna. Por ejemplo, a mí me entregaban los borradores de las Memorias de Luis Fernando Figari antes de su publicación para que las revisara y corrigiera los errores ortográficos y gramaticales que tuvieran. Asimismo, hice correcciones de libros enteros para la Asociación Vida y Espiritualidad, además de contribuir habitualmente con reseñas de libros y algún que otro artículo para la revista que publicaba la asociación. Nunca recibí ninguna retribución económica por estos trabajos, pues se nos había inculcado el concepto de que cualquier trabajo en beneficio del Sodalicio debía ser realizado gratuitamente dentro del espíritu de generosidad y entrega que caracterizaba a la misión apostólica. A decir verdad, como no tenía otro punto de referencia, me parecía de lo más normal trabajar por nada.

Cuando comencé a dar clases en el Instituto Superior Pedagógico Catequético (ISPEC) y en el Instituto Superior Pedagógico Marcelino Champagnat, debía entregar la mayor parte de mis ingresos al encargado de temporalidades de la comunidad, quedándome sólo con una pequeña suma para gastos personales. Nunca supe cómo se utilizaba el dinero, pues los sodálites de a pie sin cargos de responsabilidad no se enteran de qué cosa se hace con la plata ni de cuánto dispone la comunidad, muchos menos de cuál es el monto total del patrimonio que posee el Sodalicio.

El estilo austero de vida que aún mantengo lo aprendí en las comunidades sodálites, un modo de vida que contrastaba con el que llevaba Luis Fernando Figari, a quien se le tenían que satisfacer todos sus gustos en lo referente a comida y comodidades. Además, disfrutaba del privilegio de poder viajar todos los años, llevando como compañía a algunos sodálites de su círculo cercano, entre los cuales estaban Germán Doig, Virgilio Levaggi, Alfredo Garland, Juan Carlos Len y Jaime Baertl. Los destinos preferidos eran España, México y Argentina, de donde regresaba cargado de libros difíciles de conseguir en Lima, la mayoría de orientación ideológica tradicionalista y fundamentalista. Posteriormente Luis Fernando incluiría entre sus destinos frecuentes Italia, Estados Unidos y otros países adonde se estaba expandiendo el Sodalicio.

Se hospedaba en buenos hoteles. Otros sodálites, cuando teníamos que viajar, no gozábamos de los mismos privilegios. Recuerdo que en 1984, cuando viajé a Roma para participar en el Jubileo de los Jóvenes, evento germen de lo que hoy se conoce como Jornadas Mundiales de la Juventud, tuve que pedirle dinero como bolsa de viaje a mi madre, quien sólo pudo darme con mucho esfuerzo 300 dólares. Con esa cantidad debía pagar mis costos de mantenimiento en Europa durante un mes. El pasaje de ida y vuelta a Roma no costó nada. Los organizadores habían donado una cantidad de pasajes gratuitos al Sodalicio de Vida Cristiana, uno de los tantos movimientos que había sido invitado al evento, y uno de esos pasajes me tocó a mí debido a mi condición de miembro del grupo musical Takillakkta. Además, pesaba también la circunstancia de que mis padres no contaban con dinero suficiente para financiarme el pasaje.

En ese entonces Takillakkta estaba conformado por Alejandro Bermúdez (zampoñas y voz principal), Ricardo Trenemann (charango), Mario “Pepe” Quezada (percusión) y yo (guitarra). Luis Cappelleti se unió a nosotros como invitado para cantar y acompañarnos con la guitarra. Y también venían con nosotros Emilio Garreaud y Humberto del Castillo.

Lo cierto es que no fue fácil, pero en esa ocasión pude sobrevivir en Europa durante un mes con sólo 300 dólares. En Roma nos alojamos gratuitamente en la casa de una congregación de monjas, donde el desayuno estaba incluido. Durante los días del Jubileo de los Jóvenes el almuerzo fue gratis, y para los almuerzos de los otros días así como para las cenas acudíamos a cualquier tavola calda, que eran locales donde se podía comer pizza y pasta a precios económicos.

Para la última semana, estaba planeado a hacer un periplo rápido por Europa para encontrarnos finalmente con Luis Fernando Figari y su comitiva en Madrid, integrada por Germán Doig, Virgilio Levaggi, Jaime Baertl y Juan Carlos Len. El grupo que iba a aventurarse en ese tour de force estaba conformado por los que he mencionado más arriba menos Alejandro Bermúdez, quien, como miembro privilegiado del círculo íntimo de Figari, iba a ir directo en avión a Madrid para encontrarse con su majestad suprema y coordinar ciertos asuntos. Lo cual ciertamente significaba un alivio para los demás, pues aunque Alejandro tenía sus momentos de buen humor y podía ser muy simpático y agradable en el trato cotidiano, se convertía en una tortura insoportable cuando las cosas no venían como él esperaba y el mal humor lo transformaba en la versión más despiadada de Mr. Hyde.

El trayecto fue así: Roma – Venecia – Viena – Colonia – Amsterdam – París – Zaragoza – Madrid. Para no tener que pagar alojamiento, tomábamos el tren cuando estaba anocheciendo y dormíamos allí como podíamos hasta llegar a la siguiente estación. Sólo nos alojamos en hoteles al alcance de nuestro bolsillo una noche en París y dos en Madrid. En Colonia y Amsterdam nos detuvimos solamente unas horas. Y el último día “Pepe” Quezada, Ricardo Trenemann y yo, los únicos del grupo que no habíamos podido costearnos un vuelo de regreso de Madrid a Lima, tuvimos que hacer un largo y pesado viaje en tren a Roma, pues nuestro vuelo de regreso al Perú partía de allí. Lamentablemente, por circunstancias ajenas a nuestra voluntad —llámese demora imprevista de una conexión ferroviaria—, no llegamos a tiempo al aeropuerto y tuvimos que tomar el próximo vuelo al día siguiente. Las mismas monjas que nos habían alojado antes nos acogieron esa noche, pues no teníamos ni dónde caernos muertos. Pero como ya teníamos fama de no ser tan vivos y pendejos (taimados) como otros sodálites, al enterarse del incidente nos pusieron injustamente durante un tiempo el mote de “el tonto, el loco y el despistado”. Como decía frecuentemente Jaime Baertl, resumiendo su filosofía de vida: «Se te perdona que seas pecador, pero no que seas cojudo».

Demás esta decir que los únicos que podían disfrutar regularmente de viajes de “vacaciones” eran Luis Fernando y los miembros de su comitiva. Para los sodálites ordinarios nunca había vacaciones, lo cual se justificaba a través de la siguiente frase: «El demonio nunca toma vacaciones; por lo tanto, quienes lo combaten tampoco deben tomarlas». En los inicios de las comunidades sodálites ni siquiera el domingo era considerado como un día para descansar y relajarse, y se mantenía la disciplina de todos los días de levantarse temprano después de haber dormido poco. Hasta que en un momento dado comenzaron a multiplicarse los casos de sodálites que repentinamente comenzaban a hablar incoherencias, como si por momentos hubieran perdido la razón. Fue entonces que Luis Fernando decidió que en las comunidades se podía dormir más largo los domingos, dejando a criterio de cada uno el momento de levantarse.

Cuando en julio de 1993 salí de la vida comunitaria, apenas tenía un título de licenciado en teología y mis ingresos se reducían a lo que ganaba por algunas horas de clase en el ISPEC. Germán Doig me ofreció hacer la traducción de un libro del alemán al español, originalmente escrito por el sacerdote y experto en ciencias sociales alemán Theodor Herr, que fue publicado por la Asociación Vida y Espiritualidad en 1994 bajo el título de Reconciliación en lugar de conflicto. Por ese trabajo recibí unos 300 dólares. No hubo ningún contrato de por medio.

A los 30 años cumplidos me hallaba en una situación precaria. Mis ingresos eran reducidos, por lo cual me fui vivir con una tía abuela que habitaba la antigua casona de mi difunta abuela, acompañada de la hija de una cocinera a la que mi abuela había criado y una empleada abancaína con dos hijas menores. A mi tía abuela le pasaba una parte de mis ingresos para ayudar con los gastos de alimentación y de la casa. Además, no contaba con seguro médico, nunca había cotizado para una jubilación, no tenía ahorros y mis perspectivas a futuro en el campo laboral eran sombrías. De parte del Sodalicio no había recibido casi ninguna ayuda, no obstante que yo seguía manteniendo mi fidelidad a la institución y estaba dispuesto a colaborar en el cumplimiento de su misión.

En ese momento tampoco se me ocurrió reclamar nada por los derechos de autor de 22 canciones que yo había compuesto y que habían sido publicadas por Takillakkta en los álbumes “América de nuestra fe” (1989), “Reconciliación” (1990), “Navidad en mi tierra” (1991) y “América 500 años” (1992), cuyos derechos yo había cedido al Instituto Cultural Teatral y Social (ICTYS) por órdenes superiores. Jaime Baertl, encargado de la entidad mencionada, un día me presentó un papel para que lo firmara diciéndome que consistía en la cesión de mis derechos de autor a ICTYS y que no era necesario que lo leyera. Como yo todavía me regía por el código de la obediencia y mantenía una confianza ciega en las autoridades del Sodalicio, firmé simplemente. Hasta ahora no sé lo que decía el papel, pues nunca me fue entregada una copia. Lo cierto que es que los álbumes de Takillakkta se vendieron relativamente bien y yo nunca recibí un puto céntimo por las canciones que había compuesto.

Durante los años 90 salí adelante como pude, trabajando como profesor de diversas materias —religión, lengua española, economía política, filosofía, alemán— en colegios privados durante la mañana, por lo general con una remuneración baja o mediana. Trabajé en el Colegio San Ignacio de Recalde, el Colegio Peruano Chino 10 de Octubre, el Colegio San Felipe, el Colegio Santa Úrsula y el Colegio Peruano-Alemán Augusto Weberbauer. En las tardes seguí dando clases de teología en el ISPEC.

En el año 1999 Germán McKenzie, entonces Superior Regional de Perú, me invitó a dar clases en el nuevo Instituto Superior Pedagógico Nuestra Señora de la Reconciliación, que funcionaba durante las tardes en el Colegio Nuestra Señora de la Reconciliación (Monterrico), centro educativo gestionado por el Sodalicio. Lo cierto es que me sentía a gusto dando clases de teología y filosofía en ese instituto, aunque la remuneración no era muy alta, pero en lo laboral hubo algunos problemas que hicieron que me preguntara si realmente valía la pena seguir buscando puestos de trabajo vinculados al Sodalicio.

En ese entonces, por recomendación de Germán McKenzie, se había contratado como director a Luis Augusto Chiappe, un hombre de muy buen corazón que tenía experiencia en la educación superior y al cual le habían encargado diseñar estrategias de marketing para atraer alumnado al instituto. Le tomé mucho afecto a Luis Augusto, a quien la fascinaban las canciones que interpretaba Annie Lennox, integrante del dúo pop Eurythmics. Siempre recibía a la gente con una cálida y generosa sonrisa que le iluminaba su rostro barbado y bonachón. Fue él quien me hizo conocer más el cine de Dario Argento —de quien yo había visto la fascinante y misteriosa Inferno (1980)—, prestándome dos de sus películas en vídeo: Tenebrae (1982) y Opera (1987), y gracias a él pude ver por primera vez la obra maestra de Fritz Lang, Metropolis (1927), película del cine mudo que ha sido declarada patrimonio cultural de la humanidad por la UNESCO.

Una vez Luis Augusto nos dio una mala noticia a los docentes: la remuneración del mes no se nos iba a pagar a tiempo. Y entre pregunta aquí, pregunta allá, finalmente la paga fue retenida durante tres meses. Luis Augusto me informó que según Jaime Baertl —quien era el que administraba el dinero— no había plata y que teníamos que esperar hasta que recibieran un pago pendiente. Curiosamente, de entre todas las instituciones y empresas para las que he trabajado, ésta ha sido la única donde alguna vez se han demorado en pagarme lo que me debían, sin importarles las consecuencias que ello tuviera sobre la economía familiar de los que allí laboraban con dedicación y esfuerzo. Y con un compromiso apostólico hacia el Sodalicio. Hasta ahora no llego a entender por qué no recurrieron a un préstamo en vez cometer esa injusticia con nosotros.

En otra ocasión, Luis Augusto me confió que Jaime Baertl lo había presionado para sacarme del instituto, cosa a lo que él se negó, considerando que yo era uno de los docentes de mejor calidad con los que contaban. Y despedir a un profesor era relativamente fácil, pues nadie del cuerpo docente había firmado un contrato. Aun cuando no cumplíamos con las condiciones para estar bajo ese régimen, los docentes éramos considerados como trabajadores independientes que tenían que extender un recibo por honorarios antes de recibir su remuneración en efectivo. Cuando le pregunté a Germán McKenzie si era cierto que Jaime Baertl se había opuesto a que yo continuara como docente en el instituto, me dijo que no sabía nada al respecto y que él estaba contento con la labor que yo estaba desempeñando.

Luis Augusto fue proponiendo estrategias de marketing juveniles y novedosas, que aparentemente fueron rechazadas porque no se ajustaban a la sobriedad del estilo sodálite. Al final, él también tuvo que irse. Lo encontré un día en su oficina, donde me comunicó la triste noticia. De repente, sacó un talonario de recibos y yo, extrañado, le pregunté para qué eran. «Tengo que llenar uno y entregarlo para que me paguen lo que me deben», fue su respuesta. Era algo inaudito. El director del instituto tampoco estaba en planilla sino que recibía honorarios profesionales como un trabajador independiente. Y, de paso, se ahorraban el pago de los beneficios sociales.

Con la salida de Luis Augusto, nunca más volví a ser convocado para dar clases en el Instituto Superior Pedagógico Nuestra Señora de la Reconciliación. Jamás se me explicó por qué.

Cuando le comenté a un sodálite casado de la vieja guardia cómo había sido mi experiencia laboral en el instituto, éste me dijo una frase que hasta ahora guardo en la memoria: «Colabora con ellos en las obras apostólicas, pero nunca trabajes para ellos». Él también había tenido experiencia de lo mal empleador que era el Sodalicio.

O del doble juego que algunos sodálites hacían con las personas que confiaban en ellos, donde por delante se decía una cosa mientras que por detrás era otra la que se hacía o se pensaba. Me ocurrió, por ejemplo, con Alfredo Draxl, quien era entonces director del Colegio San Pedro en La Molina. A fines de 1999 terminó mi contrato con el Colegio Santa Úrsula, donde había enseñado alemán, y supe que en el Colegio San Pedro estaban buscando un profesor de alemán. Me comuniqué con Draxl para ofrecerle mis servicios. Él me dijo que le parecía bien, pero primero tenían que hacerme una prueba de aptitud. Después de haberme sometido a esta prueba escrita, me llamó para reunirme con él y, sin mostrarme ningún resultado, me dijo que lamentablemente no había alcanzado un puntaje satisfactorio y que no me podían contratar. Le agradecí, y a otra cosa, mariposa.

Poco tiempo después supe que un amigo mío, que tenía a sus hijos en el Colegio San Pedro, le había preguntado a Draxl qué había sido de mi postulación al puesto de profesor de alemán. La respuesta lo dejó atónito. Draxl le dijo que yo era una persona conflictiva, que iba a tener problemas con otros miembros del cuerpo docente, sobre todo las mujeres, y que prefería mantenerme lejos. Y supongo que a Draxl no se le debe haber movido un sólo musculo de su pétrea cara dura al decir esto.

Meses más tarde entré a trabajar como profesor de alemán en el Colegio Peruano-Alemán Augusto Weberbauer. Fue mi último trabajo como maestro de escuela, pues entonces ya estaba haciendo estudios para obtener un MBA (Master of Business Administration) en ESAN (Escuela de Negocios para Graduados). Mi siguiente trabajo sería en proyectos de la GTZ (Deutsche Gesellschaft für Technische Zusammenarbeit), un organismo de la cooperación alemana para los países en desarrollo. Y a la vez sería convocado por José Luis Pérez Guadalupe, entonces director del Instituto de Teología Pastoral “Fray Martín” de la diócesis de Chosica (al este de Lima), a colaborar como docente en el Curso de Teología a Distancia que se efectuaba en el verano y estaba destinado principalmente a catequistas y profesores de religión, la mayoría de ellos provenientes de provincias. Fue para mí una hermosa experiencia de Iglesia.

Lo cierto es que a partir de los años 90, cuando el Sodalicio comenzó a gestionar colegios, institutos, universidades, cementerios y otras empresas, su patrimonio se fue incrementando exponencialmente, mientras quienes trabajábamos para algunas de sus iniciativas empresariales debíamos contentarnos con remuneraciones que alcanzaban sólo para mantenernos por encima del nivel de subsistencia.

¿Cómo se compagina esto con la pobreza que Jesús predica en los Evangelios? Hay que entender, primero, que los sodálites consagrados sólo hacen promesas de obediencia y celibato. La pobreza, sin embargo, también es una exigencia que aparece en la ideología sodálite, pero se habla más que nada de “espíritu de pobreza” y de “comunicación de bienes”. Esto queda bien resumido en el siguiente texto, extraído de Camino hacia Dios 176. «Buscad el Reino de Dios y el resto se os dará por añadidura», publicación sobre espiritualidad sodálite destinada a miembros del Movimiento de Vida Cristiana (ver https://web.archive.org/web/20161214054849/http://www.caminohaciadios.com:80/chd-por-numero/206-176-buscad-el-reino-de-dios-y-el-resto-se-os-dara-por-anadidura):

«La pobreza que viene a ensalzar Nuestro Señor Jesucristo no es pues una mera carencia de bienes materiales. (…) Pero tampoco es un mero desprendimiento “espiritual” de los bienes. Se trata ante todo de una actitud interior, de una apertura, de una espera que sólo puede ser llenada por el Señor.»

«No se trata aquí de mirar negativamente nuestra realidad personal y el esfuerzo que hacemos por poseer bienes materiales. Intentemos, más bien, tener una mirada sobrenatural ante estas realidades materiales y aprender a vivir un sano desapego de los bienes materiales y su comunicación generosa con los que los necesitan.»

A diferencia de otros institutos de vida consagrada, donde los miembros no poseen más que algunos objetos personales y los demás bienes son de la comunidad, en el Sodalicio se permite la posesión de todo tipo de bien, haciendo la salvedad de que hay que ser generosos con ellos y ponerlos a disposición de otros hermanos de comunidad cuando los necesiten. Lo cierto es que esto no impedía que hubiera diferencias entre los miembros de las comunidades en cuanto al dinero de que disponían, los equipos electrónicos que tenían, la ropa que usaban, los libros y CDs que compraban, y en algunos casos el vehículo automotor propio que poseían. Bienes que no siempre eran compartidos con otros hermanos menos pudientes de la comunidad.

Si bien se había asumido como propia la indicación de que hay que vivir la “dinámica de lo provisional” —expresión acuñada por el Hno. Roger Schutz de la comunidad ecuménica de Taizé—, en realidad había algunos sodálites que tenían bien cimentada su existencia en base a una nutrida cuenta bancaria, sobre todo si el sujeto provenía de la clase alta. En el caso del fundador Luis Fernando Figari, resulta difícil imaginarse que haya plasmado en su vida ni siquiera la interpretación alambicada de la pobreza que pregona el Sodalicio, cuando su estilo de vida era cualquier cosa menos espartano, gozaba de más comodidades que cualquier miembro de la comunidad, se permitía más gustos y placeres, con el agravante de que nunca ha trabajado ni generado ingresos propios desde que lo expulsaron del Colegio Santa María de los Marianistas en la década de los 70.

Aún con toda la austeridad que había en el día a día de las comunidades sodálites, confieso que la auténtica “dinámica de lo provisional” la viví en en carne propia recién cuando salí de comunidad y tuve que enfrentar las preocupaciones por el sustento diario que comparten la mayoría de los mortales. Y díganme si no es verdadera pobreza evangélica ganar sólo lo necesario —y a veces menos—, no pudiendo acumular bienes suntuarios, en consonancia con lo que manda Jesús en los Evangelios. Porque la interpretación para cristianos burgueses que el Sodalicio hace de la pobreza, planteando la absurda posibilidad de ricos no apegados a sus bienes y con espíritu de pobre, no le ha impedido acumular a lo largo de los años, con procedimientos no siempre limpios, millones de dólares supuestamente en beneficio de obras sociales y educativas de bien cristiano, aunque no sé si encajen dentro de esta descripción las cuantiosas sumas invertidas en eventos aparatosos y multitudinarios con fines proselitistas a mayor gloria de Figari, los congresos internacionales con gastos de viaje y alojamiento pagados para todos los expositores nacionales y foráneos, los montos desembolsados para las vacaciones anuales en el extranjero de Figari y su comitiva, o los gastos de representación para agasajar a obispos, curas y personalidades internacionales del mundo católico conservador, sobre todo si algunos de estos personajes tenían influencias en el Vaticano o eran de altos niveles jerárquicos en la Iglesia latinoamericana. Por ejemplo, no sé cuánto debe debe haber costado la botella de whisky Johnnie Walker Etiqueta Azul que una vez me pidieron que le llevara a su habitación al cardenal Alfonso López Trujillo, a quien invitaban también a restaurantes exclusivos para que pudiera degustar uno de los platos que más le gustaba: las conchas de abanico a la parmesana.

Los sodálites consagrados hacen promesa de guardar la castidad a través del celibato, pero parece que para algunos esto se interpretaba en la práctica como “castidad de espíritu”, porque de cuerpo no lo era. De modo similar, la pobreza evangélica ha sido interpretada como “pobreza de espíritu”, supuestamente compatible con la acumulación exagerada e injustificable de bienes materiales por parte de unos cuantos sodálites. El sentido común nos llama a designar esto como riqueza y a recordar las palabras de Jesús en los Evangelios: «De cierto os digo que difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos» (Mateo 19, 23). O las descarnadas palabras del apóstol Santiago: «¡Vamos ahora, ricos! Llorad y aullad por las miserias que os vendrán. Vuestras riquezas están podridas y vuestras ropas, comidas de polilla. Vuestro oro y plata están enmohecidos y su moho testificará contra vosotros y devorará del todo vuestros cuerpos como fuego. Habéis acumulado tesoros para los días finales» (Santiago 5, 1-3).