EL VOTO DEL CAMPO

kleinfischlingen

Kleinfischlingen (estado federado de Renania-Palatinado, Alemania)

Vivo en un pueblito agrícola de Alemania con un poco más de 300 habitantes, en medio del campo. La principal actividad económica es el cultivo de uvas para producir vinos de buena calidad. Pero también se cultiva papas, zanahorias, nabos, lechugas, coles, coliflor, brócoli, espárragos, remolacha azucarera, trigo, maíz y girasoles, además de manzanas, peras, membrillos, ciruelas, cerezas, zarzamoras e higos. Los campos de cultivo empiezan a 50 metros de mi casa y rodean al pueblo por todos sus confines.

En el pueblo mismo no hay muchos negocios: cinco fabricantes de vino —dos de ellos incluidos en los prestigiosos catálogos vinícolas Gault&Millau y VINUM de Alemania—, una casa de huéspedes con un minúsculo restaurante que ofrece gastronomía local, un taller de mecánica automotriz, un anticuario, un experto en jardinería y un corredor de seguros.

La gente es sencilla, amante de sus tradiciones gastronómicas y festivas. Muchos, sobre todo quienes han nacido y crecido en el pueblo, hablan un dialecto de difícil comprensión para quienes sólo manejan el idioma alemán oficial, con un acento peculiar que los identifica como oriundos de esta región, el Palatinado. Incluso hay entre ellos quienes entienden el alemán, pero no lo hablan, como si se tratara de una lengua extranjera.

Además de la calle principal que atraviesa el pueblo, hay sólo ocho calles más, todas asfaltadas. Hay agua corriente, luz, gas e Internet, que ha mejorado desde que yo llegué aquí en 2013 desde 1 Mbps hasta los 1000 Mbps que serán posibles cuando este año se instale conexiones de fibra de vidrio hasta los domicilios, aunque quien desee opciones más económicas puede optar por planes de 200 Mbps o 400 Mbps.

En fin, un pueblito rural del país profundo, pero no olvidado, como suele ocurrir con los pueblos de provincias en el Perú.

Pero no siempre fue así. Por los testimonios de las personas octogenarias en el asilo de ancianos donde trabajo, he sabido que aquellos que habían vivido en pueblos en sus años jóvenes no tenían ni agua, ni luz, ni gas. El agua había que sacarla de pozos. En las noches se prendían velas o lamparines de petróleo. Se cocinaba con leña. Las verduras, cereales y frutas se compraban en el mercado local o se cultivaban en huertas propias. Carne se comía sólo los domingos. La gente tenía sus gallinas y sus cerdos, a veces también gansos y una que otra vaca, y elaboraba los embutidos y jamones de manera casera. Se utilizaban técnicas tradicionales para elaborar conservas de verduras y frutas, que eran almacenadas en el sótano junto con las papas. La letrina era una cabina con un hueco en el suelo, separada de la casa, y los excrementos se utilizaban como abono en el campo. El trasero se lo limpiaban con papel periódico. Sólo podían bañarse una vez a la semana, generalmente el sábado en familia, porque el agua no alcanzaba para más. Y, sobre todo, se trabajaba duro desde el amanecer hasta el atardecer.

Y así fue más o menos hasta los años 50, cuando el milagro económico alemán fue convirtiendo a Alemania en un país desarrollado. Esto fue posible gracias a una auténtica economía social de mercado —no sólo de nombre, como figura en la constitución peruana del 93—, donde el desarrollo económico va íntimamente unido al desarrollo social. Una economía de mercado donde los agentes económicos tienen que garantizar el bienestar de los trabajadores; donde hay sindicatos fuertes que tienen representantes en los directorios de las grandes empresas y le hacen contrapeso al poder de los empresarios; donde las políticas del Estado impiden que se formen monopolios; donde el sustento, la vivienda y la salud deben estar al alcance de quienes reciben un sueldo o salario; donde el Estado interviene con subsidios cuando hay quienes caen por debajo del nivel de subsistencia; donde el Estado interviene regulando el mercado, sin afectar la ley de la oferta y la demanda ni la competitividad, para corregir las tendencias que ocasionan desigualdades extremas que generen conflictos sociales. Y donde hay una preocupación por el desarrollo sostenible hasta del último pueblo de provincia.

Sólo en épocas de crisis ha surgido en Alemania la tentación de los gobiernos extremistas y totalitarios. El hambre y la situación de caos que hubo a fines de la Primera Guerra Mundial, con la consiguiente abdicación y huida del káiser Guillermo II, gatillaron una revolución comunista a ejemplo de la Revolución Rusa, que fue sofocada violentamente por fuerzas de derecha y culminó con los asesinatos de Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg. El otro momento fue la crisis económica de los años 20 y el fracaso de la República de Weimar, que ocasionaron la subida al poder de Adolf Hitler en 1933.

Pero desde los 50 casi no habido en el campo la tentación de votar por partidos extremistas, sino que el péndulo se ha movido continuamente entre los demócratacristianos y los socialdemócratas. Porque lo básico y esencial también está garantizado en el campo, no sólo en la ciudad. E incluso hay en Alemania quienes prefieren vivir en el campo —por ser más económico— y trabajar en la ciudad. Porque —también hay decirlo— el transporte público está entre los mejores del mundo y las comunicaciones viales son buenas, pudiéndose llegar a cualquier lugar con vehículo propio.

Si en el Perú de las últimas décadas las autoridades —desde el presidente hasta los alcaldes locales— se hubieran preocupado efectivamente por el desarrollo de los pueblos de provincia, sin dilapidar los recursos en la corrupción, no tendríamos al campo dispuesto a elegir una opción política extremista, que conlleva grandes riesgos para el futuro del país. Una opción que ha recogido el clamor del campo y de las zonas empobrecidas de las grandes ciudades, que promete el gran cambio que con justicia anhela la población olvidada y desfavorecida, y que probablemente salga victoriosa en las próximas elecciones ante una opción que garantiza la continuidad de lo mismo de siempre, con sus fuertes dosis de corrupción, impunidad e injusticia.

(Columna publicada en Sudaca el 24 de abril de 2021)

SODALICIO: RESUMEN DE UNA INFAMIA

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El cardenal Jorge Bergoglio, entonces arzobispo de Buenos Aires, junto con miembros del Sodalicio, entre ellos Óscar Tokumura y Luis Ferroggiaro, ambos acusados de abusos

Revisando el disco duro de mi PC, me encontré con un texto que había redactado en el año 2019 a pedido de Pedro Salinas. En ese entonces supuestamente se había abierto la posibilidad de hacer llegar a manos del Papa Francisco cartas personales con testimonios de las víctimas del Sodalicio. Por motivos que desconozco, esto nunca llegó a concretarse.

Publico ahora la carta con la esperanza de que en algún momento caiga bajo la atenta mirada del Papa Francisco, rompiendo con la costumbre tan difundida entre las autoridades eclesiásticas de ignorar a quienes han sido víctimas de abusos en instituciones que cuentan con el respaldo de la Iglesia católica.

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CARTA ABIERTA AL PAPA FRANCISCO

Kleinfischlingen, 19 de julio de 2019

Estimado padre Jorge Bergoglio:

Mi nombre es Martin Scheuch. Actualmente resido en Alemania, donde me dedico laboralmente al acompañamiento de ancianos en un asilo en un pueblo de provincia. Nací en Lima (Perú) el 6 de mayo de 1963 y viví allí hasta el año 2002.

Cuando tenía 14 años (en marzo de 1978) fui captado por el Sodalicio de Vida Cristiana, una sociedad católica fundamentalista de características sectarias, que en esa época hizo todo lo posible para enemistarme con mi madre por el hecho de que ella sospechaba que me estaba metiendo en un grupo que comprometería mi libertad y mi futuro. Y logró su cometido, consiguiendo precisamente esta ruptura familiar.

Me fue asignado un consejero espiritual, Jaime Baertl, que tomaría decisiones sobre mi vida sin consultarlo con mis padres. Una vez, teniendo yo 16 años, me propuso una medida para romper mis barreras psicológicas: estando yo solo con él en una habitación cerrada, me ordenó que me desnudara y que fingiera que estaba copulando sexualmente con una enorme silla que había en ese lugar. Ante mis torpes intentos de cumplir con lo que él me decía, me ordenó que interrumpiera la dinámica y me vistiera. Por supuesto, no comprendí en décadas lo que había ocurrido en esa habitación, y el asunto volvió a mi memoria cuando supe muy posteriormente de otros casos de jóvenes a los que también se les había pedido que se desnudaran en recintos cerrados.

Desde diciembre de 1981 hasta julio de 1993 viví en comunidades sodálites, aspirando a seguir el estilo de vida de un laico consagrado. Durante ese tiempo sufrí diversos abusos psicológicos y físicos que todavía presentan secuelas en la actualidad.

Una vez el fundador, Luis Fernando Figari, me pidió en una reunión de grupo que me levantara la camiseta, dejando la espalda desnuda, y me pusiera a cuatro patas. Luego hizo que otro muchacho —que abandonó al poco tiempo la comunidad— me diera dos correazos en la espalda, con lo cual Figari quería demostrar que las mortificaciones físicas lo único que producen es soberbia en el sujeto que las sufre.

La falta de un adecuado discernimiento vocacional —siendo así que sólo se me permitió estudiar teología—, la suspensión obligada del pensamiento crítico, el control estricto sobre lecturas y películas a las cuales se permitía acceder, el continuo maltrato de palabra sin ningún respeto a la identidad personal, la manipulación sistemática de los propios sentimientos, el fomento constante de una culpabilidad inducida, la falta de sueño y la ausencia de tiempo para el recreo personal (de hecho, nunca tuve vacaciones) así como para dedicarlo a intereses personales, la anulación de toda privacidad, la violencia psicológica ejercida para forzar a la revelación de todas las intimidades, la separación mental del mundo de las comunidades como bueno contra un mundo malo y pervertido en su totalidad, entre otras cosas, me llevaron a una grave crisis personal que hicieron que pasara en proceso de discernimiento mis últimos siete meses en comunidades en las casas de formación de San Bartolo, un balneario situado a unos 50 kilómetros al sur de Lima. Dado que se me había inculcado que abandonar el Sodalicio, una vez que se había iniciado un camino vocacional en él, constituía una traición a Dios, teniendo como consecuencia la posibilidad de condenarse en el infierno y no poder ser nunca feliz en esta vida, me aterraba tener que tomar una decisión. Fue tal la angustia durante esos siete meses, que no hubo día en que no tuviera pensamientos suicidas, deseando que me sobreviniera la muerte y pidiéndole a Dios que me la enviara a través de un accidente fortuito.

Cuando al fin salí de comunidad, con el deseo de seguir en el Sodalicio dentro de la vocación matrimonial, no obstante todos mis esfuerzos para seguir colaborando con su misión evangelizadora, se me fueron cerrando varias puertas y se echaron a correr rumores con informaciones negativas sobre mí —que yo estaba loco, que era raro, que no se podía confiar en mí, etc.—, a la vez que se me fue marginando de responsabilidades y actividades.

Mi pertenencia al Sodalicio se prolongaría hasta el año 2008, cuando decidí cortar por lo sano, pues en el último trimestre de 2007 me llegaron noticias de que se había expulsado al Superior Regional de Lima —una persona a la que yo admiraba— por motivos que desconozco y, además, la policía había capturado a un sodálite consagrado en el centro de Lima en el momento en que estaría abusando sexualmente de un niño de la calle.

Las lecturas sobre agrupaciones sectarias a las cuales había tenido acceso en Alemania y la distancia no sólo física sino también psicológica hacia el Sodalicio contribuyeron a un doloroso proceso en el año 2008, que me permitieron finalmente desprogramarme del formateo mental a que había sido sometido durante décadas. En este proceso no perdí la fe, como les ha ocurrido a otros cuando finalmente comprendieron lo que es les habían hecho.

Tras varias conversaciones con otras personas personas que habían pasado por una experiencia similar a la mía y con un sacerdote del movimiento Schönstatt, decidí a partir del año 2012 ir publicando en un blog mi testimonio junto con varias reflexiones sobre el sistema institucional del Sodalicio, su disciplina y su ideología fundamentalista. Durante todos estos años he sido objeto de difamación y calumnias, incluso hasta el extremo de llegarse a decir que yo me había vuelto en contra de la Iglesia católica. Lo más doloroso es que mi hermano Erwin, que aún sigue siendo miembro del Sodalicio, intentó callarme insinuándole a mi mujer que yo padecía del síndrome de Asperger, una especie de disfuncionalidad psicológica que produce falta de empatía con los seres humanos.

A fines del 2015 el Sodalicio convocó a cinco profesionales católicos (un jurista, una abogada, una psicóloga, un obispo y un periodista) para conformar una Comisión de Ética para la Justicia y la Reconciliación, a la cual le envié mi testimonio y que me reconoció como víctima de abusos psicológicos y físicos. Las recomendaciones de mi informe personal —entre las cuales estaban el reconocimiento de mi condición de víctima, una petición formal de disculpas y una adecuada reparación— fueron ignoradas por el Sodalicio. Más aún, la segunda comisión de tres expertos internacionales pagados por el Sodalicio desestimó la veracidad de mi testimonio y nunca me reconoció como víctima.

Lo que han hecho las autoridades del Sodalicio desde que estalló el escándalo de los abusos sexuales con la publicación del libro Mitad monjes, mitad soldados de Pedro Salinas a fines del año 2015 es practicar una estrategia de control de daños, sin atención a la justicia que se le debe a las víctimas, con una falta de transparencia que sigue hasta el día de hoy, incluso recurriendo a la mentira cuando se consideraba que era conveniente para sus intereses. El espíritu del fundador Figari sigue presente en la institución tanto en su doctrina como en sus métodos, y aun suponiendo que ya no haya abusos sexuales, los abusos espirituales y psicológicos parecen seguir estando a la orden del día. Hasta ahora ningún miembro de la institución señalado como perpetrador de abusos ha sido sancionado, salvo el fundador Luis Fernando Figari, cuyo castigo parece un premio en comparación con las magras reparaciones que se le han concedido a algunas víctimas además del trato vejatorio que se les ha dispensado.

Mi testimonio personal ha sido enviado tanto a la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica como a la Congregación para la Doctrina de la Fe, sin que hasta ahora haya recibido ninguna respuesta de los responsables de ambos dicasterios. Según parece, este testimonio tampoco ha sido tenido en cuenta para evaluar la situación del Sodalicio.

Considerando que el Sodalicio tiene cuantiosamente muchos más exmiembros que integrantes actuales, que los abusos han formado parte de su historia desde los inicios, que el proceso de reparación de las víctimas manejado por la institución ha sido llevado sin transparencia y ha estado plagado de arbitrariedades —salvo lo hecho por la Comisión de Ética para la Justicia y la Reconciliación, cuyo informe final fue desestimado por el Sodalicio—, le pido, Santo Padre, que piense en la posibilidad de conformar un equipo especial que investigue independientemente lo que ha sucedido en el Sodalicio y no se deje engañar por los montajes y escenificaciones que realiza la institución, aparentando una bondad y santidad propias más bien de un espíritu farisaico. Se lo pido por el bien del Pueblo de Dios, al cual aún pertenezco, por más que mi confianza en las instancias jerárquicas de la Iglesia se haya visto mellada debido a la manera en que se ha manejado el asunto del Sodalicio hasta ahora.

A la gran mayoría de los miembros actuales hay que darles la oportunidad de un seguimiento sincero de Cristo, lo cual no es posible en una entidad que protege su sistema institucional por encima de todo, que no reconoce todo el alcance de los abusos espirituales, psicológicos y físicos perpetrados por sus miembros —y que son el caldo de cultivo de abusos sexuales— y que protege irrestrictamente a los culpables de esos abusos. Se requiere disolver el Sodalicio y ofrecerles a sus miembros de buena voluntad una alternativa de vida que sea conforme con el espíritu de los Evangelios.

Le pido que no nos abandone a todos los que seguimos luchando para que la Iglesia refleje la imagen de Jesús, de aquel que conocimos a través de relatos de prístina sencillez y en quien todavía seguimos creyendo con una confianza preñada de esperanza.

Un afectuoso saludo,

Martin

IZQUIERDAS Y DERECHAS

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Durante mis primeros años en el Sodalicio, a fines de los 70, Germán Doig me recomendó leer un pequeño libro que también le gustaba mucho a Luis Fernando Figari: Izquierdas y derechas: Su sentido y misterio (1974), de Jorge Martínez Albaizeta. Publicado en España por la ultramontana Fundación Speiro —a cuya revista mensual “Verbo” estaba suscrito Figari—, este librillo de 124 páginas pretende analizar los términos de “derecha” e “izquierda” no sólo desde la política, sino también desde la teología y la metafísica, considerando ambos términos como categorías del ser y del lenguaje, afincadas en el subconsciente colectivo de la humanidad. De este modo, la derecha estaría asociada al dogma (entendido como verdad sólida e incontestable), la jerarquía y el orden, mientras que la izquierda implicaría el escepticismo, el igualitarismo y el desorden. La derecha se caracterizaría por “pensar bien” (objetivismo ante la realidad) mientras que en la izquierda primaría el “pensar mal” (subjetivismo). La derecha se asociaría con lo correcto y la dicha, mientras que la izquierda estaría asociada a lo incorrecto y la desdicha. En resumen, la derecha sería el Bien y la izquierda, el Mal. Así, con mayúsculas.

Ni qué decir, el autor, un estudiante argentino de 21 años cuando escribió este panfleto, es también un católico ultraconservador que cree a pie juntillas en la doctrina medieval que postula que Dios ha creado el mundo con un orden y jerarquías (metafísicas y sociales), por lo cual no extraña que considere que en el siglo XIII —época de su admirado Santo Tomás de Aquino— se dio la sociedad perfecta (teocrática, ciertamente) y que los siglos posteriores verían un proceso de decadencia debido a la progresiva “izquierdización” de Occidente.

Lo cierto es que la división del espectro político en derecha e izquierda tiene su origen en una votación del 28 de agosto de 1789 en la Asamblea Nacional Constituyente surgida de la Revolución Francesa. Los diputados que estaban a favor del mantener el poder absoluto del Rey se situaron a la derecha del presidente de la Asamblea, mientras que aquellos que estaban en contra y propugnaban la soberanía nacional y la voluntad general por encima de la autoridad del monarca, se situaron a la izquierda. Entre éstos se hallaban los jacobinos, que sostenían que la soberanía reside en el pueblo y defendían una democracia con sufragio universal, la obediencia a la Constitución y a las leyes, el libre comercio —lo que ahora llamamos economía libre de mercado—, el Estado como garante del bien común, las libertades civiles, la libertad de prensa, la libertad de conciencia, la igualdad de los ciudadanos ante la ley, la abolición de la esclavitud y la educación gratuita obligatoria —por lo menos a nivel de enseñanza primaria—. Es decir, el liberalismo —basado en la doctrina de Jean-Jacques Rousseau— comenzó prácticamente su carrera política como ideología de izquierda.

A lo largo de la historia posterior se ha ido aplicando las categorías de “derecha” e “izquierda” a las más variadas ideologías, siendo la única constante que en la derecha se situaban los que defendían el status quo imperante, mientras que en la izquierda estaban todas aquellas posiciones que implicaban un cambio sustancial —y hasta revolucionario— del orden vigente.

Tratar de definir lo que es derecha o izquierda según otros criterios resulta complicado. Pues posiciones democráticas tanto como dictaduras las hay y las ha habido a ambos lados del espectro. El intervencionismo del Estado se da tanto en lo que se llama posiciones de extrema derecha cercanas al fascismo como en los regímenes socialistas. Y cuando uno habla de países europeos con sistemas socialdemócratas (como Alemania, Dinamarca y los países nórdicos), se considerarán como de derecha o de izquierda según el cristal con se que los mire. De hecho, no encajan dentro de las definiciones rígidas y prefabricadas de ambos conceptos, dándose en ellos una mezcla de intervencionismo estatal con economía de mercado sujeta a restricciones en aras de un sistema social que beneficie a todos sin excepción.

A fin de cuentas, los términos de “derecha” e “izquierda” han terminado convirtiéndose en la práctica en etiquetas vacías que expresan un juicio de valor. O un prejuicio. Pues cada uno de ellos suele despertar sentimientos encontrados y obnubilar la razón cuando se trata de analizar propuestas concretas.

Lo mejor que podemos hacer ante estas elecciones presidenciales y congresales, si queremos emitir un voto razonado, es aparcar en el desván del entendimiento ambas categorías y, prescindiendo de ellas, revisar las intenciones y los planes de gobierno de cada candidato. Y las capacidades y competencias personales que han mostrado en campaña.

Ni la izquierda ni la derecha son buenas ni malas, al contrario de lo que planteaba el libro que se me recomendó en el Sodalicio, o como pretenden hacernos creer ciertos discursos que alimentan el odio y el miedo en estas épocas aciagas. Lo único que debería hacernos temer son aquellas candidaturas que buscan defender privilegios injustificados, obviar los derechos humanos, imponer gobiernos dictatoriales de “mano dura” y posponer las reformas necesarias en educación, salud, política y economía.

(Columna publicada en Sudaca el 10 de abril de 2021)