SODALICIO Y SEXO

einsamkeit

«El hombre no es ni ángel ni bestia. Y la mala suerte dispone que quien quiere hacer el ángel hace la bestia.»
PASCAL

La detención policial de Daniel Murguía, laico consagrado del Sodalicio de Vida Cristiana, en octubre de 2007 en un hostal del centro de Lima, mientras fotografiaba a un niño de la calle desnudo, causó en mí una profunda impresión, sobre todo porque se trataba de una persona a quien yo conocí de cerca. Y porque era una de la últimas personas en las que hubiera pensado si me hubieran dicho que había en el Sodalicio alguien capaz de cometer tales acciones. ¿Qué había sucedido para que una persona de un carácter tan dulce, afable, tranquilo y espiritual como Daniel terminara cometiendo algo tan reprobable? ¿Cómo podía haber mantenido ese vicio oculto en una comunidad que siempre ha proclamado que busca la santidad de sus miembros y se enorgullece de mantener estándares altos de exigencia cristiana entre sus filas? ¿Había alguna relación entre el estilo y la disciplina que se vive en las comunidades sodálites y el hecho de que uno de sus miembros buscara darle rienda libre a su sexualidad de esa manera?

Todo esto gatilló en mi una serie de reflexiones, que me llevaron a hacer una revisión de mi historia personal y analizar lo que yo mismo había vivido en comunidades sodálites entre diciembre de 1981 y julio de 1993 —donde alcancé el rango de profeso temporal—, lo cual me llevó finalmente a la decisión de desvincularme definitivamente de la institución. Habiendo consultado a un sacerdote alemán del Movimiento Schönstatt sobre qué debía hacer con esas reflexiones escritas —pues no tenía en ese momento la decisión de hacerlas públicas—, me sugirió que se las comunicara a alguien que tuviera un puesto de responsabilidad en el Sodalicio, a fin de que en la institución tuvieran conocimiento de ello y eventualmente se tomaran las medidas correctivas del caso. Esto es efectivamente lo que hice en la primera oportunidad que tuve de viajar a Lima. Hablé con una persona de confianza del Sodalicio, a quien sigo apreciando y de cuya integridad moral no tengo dudas, manifestándole mis preocupaciones, pues aunque yo ya no compartía la manera de interpretar y vivir el mensaje cristiano que tiene el Sodalicio, aún seguía y sigo identificándome como cristiano católico en el Pueblo de Dios que es la Iglesia, y, por lo tanto, me sentía responsable, en base a lo que sabía, de lo que pudiera suceder con la personas que de buena voluntad y con las mejores intenciones siguen perteneciendo al Sodalicio, el cual sin duda también forma parte del Pueblo de Dios. Lo cierto es que la conversación en un café de Miraflores (Lima) no pudo ser más decepcionante. Según el esquema aprendido en la institución, el sodálite interpretó mis reflexiones como críticas o ataques producto de problemas psicológicos míos y trató de llevar el diálogo hacia el campo de lo personal, escollo que esquivé de inmediato replicando que yo no había venido a hablar para ser sometido a psicoanálisis. En lo demás, tuve la impresión de estar ante una pared que no quería escuchar, dialogar ni saber nada sobre lo que yo de buena fe le estaba comunicando. Parecía como que él y el Sodalicio formaran una sola cosa —a semejanza de lo que ocurre con el colectivo de los borgs en una de las películas de la serie Star Trek—. El Sodalicio se había convertido en una entidad que debía quedar indemne a toda costa, y las personas concretas pasaban a ocupar un segundo lugar.

Aunque yo nunca llegué a enterarme de casos de abusos sexuales cuando todavía era miembro del Sodalicio, sin embargo, el análisis de lo que yo mismo había vivido, sumado a información adicional que llegó posteriormente a mi conocimiento, hicieron que no me resultara tan sorpresivo el que se haya destapado un asunto de tal calibre como el del caso Murguía. Esperaba que algo así volvería a ocurrir en un futuro cercano. Cuando se supo que Germán Doig, Vicario General del Sodalicio —es decir, el segundo en la cadena de mando—, fallecido el 13 de febrero de 2001, había abusado sexualmente de por lo menos tres jóvenes menores de edad, lo que me causó sorpresa no fue tanto el hecho mismo, sino quién era el perpetrador, pues conocí personalmente a Germán y siempre me pareció una persona intachable, generosa y entregada, de gran calidad humana. ¿Cómo era posible que un hombre así —querido, admirado y considerado un ejemplo de vida— hubiera llegado a cometer tales acciones? ¿Qué es lo que había sucedido en su vida para que de candidato a santo —a quien se la había considerado durante diez años como tal, con estampitas incluidas para rezar por su futura beatificación— pasara a ser recordado como un abusador sexual de jóvenes?

Esto me lleva a exponer mis reflexiones sobre cómo se ha manejado el tema de la sexualidad al interior de las comunidades sodálites, y en el Sodalicio en general. Quiero recalcar que estas consideraciones no son definitivas, y sólo pretenden poner sobre la mesa un tema que debe ser sometido a debate.

He de decir que la mejor información sobre sexualidad dentro del ámbito sodálite, hecha con mucha reverencia y delicadeza, se la escuché a José Ambrozic durante mi primer retiro en el año 1978, cuando yo acababa de cumplir 15 años de edad. Todas las informaciones posteriores que escuché en retiros, charlas y conferencias se incluían bajo el tema de la castidad y el celibato. No hubo jamás una profundización en el sentido de la sexualidad humana, ni desarrollo sobre sus diversos aspectos en la vida concreta de las personas. En el Sodalicio tampoco se ha publicado ningún libro sobre el tema. Y cuando se habla sobre sexo en otras publicaciones, se enfoca el tema casi exclusivamente desde la moral.

Eso no implica que el tema estuviera ausente en las comunidades. Un libro de lectura recurrente era Voluntad y sexualidad del neurofisiólogo católico Paul Chauchard, uno de los fundadores de la Facultad de Ciencias de la Sexualidad de la Universidad Católica de Lovaina (Belgica). El tema también estaba presente en algunas obras de Ignace Lepp, sacerdote y psicólogo francés que había militado en el comunismo marxista, las cuales se leían en las comunidades sodálites, como Psicología de la amistad e Higiene del alma. Y también se tocaba en el libro Control cerebral y emocional del jesuita Narciso Irala, manual voluntarista de autoayuda personal, con una visión demasiado simplista de la sexualidad humana. Pero todo iba dirigido a un control de las manifestaciones sexuales, en vistas a la práctica de la continencia.

Todo ello no resultaría problemático, si no es porque no estaba complementado por una comprensión amplia de la sexualidad. Si bien en el Sodalicio se asumía conceptualmente que la sexualidad era positiva, creada por Dios para el bien del ser humano —como se expresa en las enseñanzas de la Iglesia—, esto se decía a personas que en los sótanos de su inconsciente percibían el sexo como un peligro, como una fiera dispuesta a morder al primer descuido y arrebatar a su víctima hacia las cloacas de la perdición. La sensación que yo siempre tuve en las comunidades —y que creo que compartían muchos— era que un pecado de tipo sexual era un tragedia, que producía una herida difícil de curar. La pureza era un tesoro que había que preservar a toda costa, garantía de una entrega total a Dios, sello de libertad en vistas a una disponibilidad plena para las obras espirituales y apostólicas. Esta doble percepción de la sexualidad —teóricamente como buena, existencialmente como un peligro— llevaba a una especie de esquizofrenia personal y colectiva en las comunidades. Y a la falta de una actitud natural hacia todo lo relacionado con el sexo.

Tengo fundados motivos para sospechar que esta situación tenía sus orígenes en el mismo Luis Fernando Figari, Superior General del Sodalicio hasta diciembre de 2010. Hay frases suyas que reflejan esta visión negativa de la sexualidad, como, por ejemplo, cuando le escuché decir que muchas parejas sólo veían el matrimonio como una licencia para fornicar aceptada socialmente. Este enunciado —lo he sabido mucho tiempo después— no se ajusta a la realidad, pues la gran mayoría de las personas que se casan lo hacen por amor —aun cuando todavía tengan que madurar en este amor—, del cual es parte la intimidad sexual. Las personas que sólo buscan sexo lo encuentran fuera del matrimonio y a escondidas —lo cual también se acepta socialmente, siempre y cuando esas relaciones permanezcan secretas—. También le oí una vez decir a Luis Fernando: fulano de tal —refiriéndose al primer sodálite casado—, «que se cacha todos los días a su mujer, no puede tener la misma entrega y disponibilidad que un sodálite que vive en celibato». Este enunciado refleja no solamente una visión despectiva del acto sexual, sino también una ignorancia de la frecuencia con que los esposos suelen buscar momentos íntimos.

El lenguaje sexualizado era muy frecuente en el ambiente sodálite, integrado por varones exclusivamente, donde la falta sexual grave más común —si es que se daba— era la masturbación. Y a eso hacían alusión ciertas expresiones utilizadas frecuentemente. Cuando alguien andaba dándole vueltas a pensamientos inútiles, se decía que «se pajeaba mentalmente» o que era un «pajero mental». Había otro tipo de alusiones sexuales. Cuando alguien había sido engañado o engatusado, se decía que «le metieron la rata». «Esto me pone arrecho» indicaba entusiasmo o emoción ante algo. Los órganos genitales eran mencionados con términos vulgares como «pinga», «pichula», «verga», «chucha» o «papa», casi nunca según los términos correctos y neutros: «pene» o «vagina», o simplemente «genitales». Era, en fin, un lenguaje de hombres solos, en parte debido a que ese lenguaje se emplea frecuentemente en los ambientes masculinos limeños. Utilizado en el seno de comunidades de personas llamadas a la vida consagrada —y, por lo tanto, al celibato— adquiría una connotación curiosa, sobre todo porque no se limitaba solamente a las palabras, sino que también abarcaba contenidos. Pues también se contaban a veces chistes subidos de tono y anécdotas picantes en la familiaridad de los coloquios cotidianos. No obstante que no todos caían en este juego —hubo personas que siempre mantuvieron un lenguaje correcto—, la comunicación con expresiones vulgares era algo permitido. Mas aun cuando afloraba con frecuencia en el lenguaje que utilizaba el mismo Figari en conversaciones comunitarias y privadas. Recuerdo que una vez le dijo a un sodálite que finalizaba su mes de prueba en una comunidad, para saber si se había decidido por la vida consagrada: «¿Todavía quieres meter el Volkswagen en el garaje?» El sodálite no entendió a que se refería y se le tuvo que explicar que Luis Fernando se estaba refiriendo al acto sexual. Con risas de por medio, por supuesto.

Todo esto podría parecer humano, muy humano, a no ser porque parecía esconder un magma latente de turbiedad, que corría subterráneo sin ser percibido y que podía subir a la superficie en el momento menos pensado, como ocurrió en los casos de Daniel Murguía y Germán Doig. No sé si ese lenguaje procaz era una manera de exorcizar simbólicamente lo que se veía como un peligro latente, quitándole peso y gravedad al fantasma del sexo, o un intento de integrar de alguna manera el instinto sexual en la vida de personas que debían abstenerse de una vida sexual activa. De hecho, el impulso sexual no era reconocido como instinto. Pues en enunciados teóricos se postulaba que lo que el común de la gente denomina «instinto sexual» debe ser designado como «tendencia sexual», dado que los instintos son propios de los animales y tienen un carácter irresistible, pero una tendencia puede ser domada y controlada por el espíritu humano. Sin embargo, esta teoría era contradicha por la práctica, puesto que se tenía como norma que la estrategia frente a toda tentación sexual debía ser la huida. El diálogo con una tentación sexual conducía inevitablemente a la caída. Por lo tanto, era imprescindible huir. ¿En qué quedamos? ¿No se trata solamente de una tendencia, que puede ser manejada? ¿Cuál es el poder de esta tendencia que, cuando se le hace frente, actúa como un instinto que arrastra irracionalmente al ser humano, sin que éste pueda resistirse? Estudios recientes de tomografías en parejas copulando han demostrado que el cerebro desconecta el área del entendimiento durante el acto sexual. ¿Qué es, entonces, instinto o tendencia? Creo que el tema amerita una profundización, considerando que la definición comúnmente aceptada de instinto —«pauta heredada de comportamiento, no aprendida, orientada a la conservación de la vida del individuo y de la especie»— no es contraria a la dignidad del ser humano, aunque reviste características cualitativamente distintas a la de los animales debido a la naturaleza a la vez espiritual y carnal del hombre. Y que comprender esto y asumirlo es condición necesaria para tener una afectividad sana, que permita vivir el amor sexual en el matrimonio o el celibato en el caso de las personas de vida consagrada.

Muchas de las ideas sobre sexualidad que aparecen en el pensamiento elaborado por Luis Fernando Figari —y que se asumen tal cual en la espiritualidad sodálite— son puro producto de la especulación racional, en base a lo que él ha leído. Caracterizar a la sexualidad como tendencia encaja perfectamente en su concepción del hombre. El problema está en si eso corresponde a la realidad, tal como se da en la vida cotidiana de los seres humanos. Si hay muchas divergencias, ahí está el concepto de pecado para explicarlas. A fin de cuentas, es la teoría la que debe quedar indemne, la que debe permanecer, independientemente de lo que suceda en la carne viva de la realidad.

Había mucha ignorancia respecto a la naturaleza femenina entre los sodálites consagrados, tanto en sus manifestaciones psíquicas como físicas. Muy poco se sabe de la psicología femenina real en las comunidades, pues se absolutiza la idea de que lo femenino por excelencia está representado por la Virgen María. Los textos de Luis Fernando abundan en este paradigma. El problema radica en que muchas de las especulaciones que se hacen se basan en una idealización de lo femenino, que no entronca verdaderamente con las situaciones de la vida real. Recuerdo cómo se criticaba una de las últimas escenas de Jesús de Nazaret (Franco Zeffirelli, 1977) en que aparece María gritando de dolor ante Jesús muerto, su hijo entrañable, levantando el cuerpo y dejándolo caer, como si quisiera volverlo a la vida. Se decía que María era la Mujer Fuerte, y que no podía haber llorado de esa manera, con un llanto que parecía acercarla a la desesperación. Y, sin embargo, eso es profundamente humano y no tiene nada de pecaminoso. Situaciones más cotidianas —y que no afectan en nada la virginidad de María— hubieran sido impensables: José besando a María, José atendiendo a María cuanto tenía su período, José admirando su belleza física y su gracia espiritual con mirada respetuosa, María acariciando a su esposo cuándo éste se sentía agobiado, María y José discutiendo debido a los malentendidos propios y naturales de la comunicación entre un hombre y una mujer, buscando llegar a una comprensión mutua —¿era, en fin, un verdadero matrimonio o una farsa?—. En fin, se me ocurren tantas situaciones que no podrían pasar por la cabeza de Luis Fernando, pues la falta la experiencia.

Me parece que, en general, se veía a la sexualidad real como una amenaza que acechaba en la sombra. Por ejemplo, existía la norma de que los miembros de comunidad durmieran por lo menos de a tres en los dormitorios, pues de a dos se corría el peligro de que ocurriera algún hecho impropio. Desconozco qué es lo que motivó a Luis Fernando a dar una norma así, si alguna experiencia de la cual hubiera tenido conocimiento, algo que hubiera ocurrido en alguna de las comunidades o simplemente el sentido común.

Si a esto le sumamos una cierta misoginia, muy común entre sodálites consagrados, se forma un escenario propicio a las tragedias. Hay quienes decían, medio en broma, medio en serio: «Mujer buena, sólo la propia madre y la Virgen María». Subyacía la percepción de que lo femenino es por naturaleza retorcido y seductor. Se creía que una amistad entre un consagrado y una fémina era muy peligrosa, pues podía culminar en una atracción fatal —¿otra vez la tendencia con características de instinto?—. Por eso mismo, se cuidaba mucho de que ningún sodálite de comunidad, especialmente los más jóvenes, tuvieran algún contacto o comunicación con mujeres, salvo las empleadas de servicio y las señoras casadas y/o de cierta edad. La frase coloquial que mejor expresa esta misoginia era una que escuché de algunos superiores y que atribuían a Luis Fernando: «¡A la mujer, con la punta del zapato!» En las mismas comunidades sodálites se designaba a algunas de las integrantes de la Asociación de María Inmaculada y de la Fraternidad Mariana de la Reconciliación, asociaciones femeninas fundada por Figari en los años 1974 y 1991 respectivamente, con apodos burlones como «Benito», «Cucho» —en alusión a personajes de la serie animada Don Gato y su pandilla—, «Gato Gordo», «Pichón de Gorila», «Sargento» y «Carapulcra» —haciendo referencia a un plato típico de la cocina peruana que se hace con «papa seca», expresión que en doble sentido y referida a una mujer adquiere una connotación vulgar y obscena—. Creo que esta costumbre de hacer mofa de algunas mujeres era una manera simbólica de conjurar el peligro que se percibía en lo femenino en estado de juventud. Y un caldo de cultivo para que germinaran en los subterráneos del alma las pulsiones más oscuras.

Esa percepción de lo femenino como fuente de tentaciones se evidencia en el siguiente hecho: para darle clases de formación al primer grupo de mujeres que formarían la Fraternidad Mariana de la Reconciliación, Luis Fernando eligió a un sodálite —ahora exsodálite— de quien él sabía que era homosexual y que no iba a experimentar ninguna atracción por personas del sexo femenino. De esta manera evitaba poner en peligro a otro sodálite de orientación heterosexual.

Recuerdo que a inicios de los 90, cuando todavía no había estallado la crisis personal que ocasionaría mi salida de comunidad a mediados del año 1993, conversaba mucho con una amiga después de la misa en la parroquia alemana San José en Miraflores, pues su conversación siempre me había parecido interesante y estimulante. Ella, de profesión comunicadora, había trabajado un tiempo en ACI Prensa y había dejado luego ese puesto por discrepancias con su director, Alejandro Bermúdez, y la política informativa de la agencia. Llegamos a tener una amistad muy cercana, que seguiríamos cultivando luego de haber regresado yo a los lares mundanos y que se mantiene hasta ahora, sin que nunca hubiera de por medio una atracción sexual en vistas a un compromiso. Ella había percibido que detrás mío siempre había un sodálite, siempre el mismo, vigilándome e inmiscuyéndose, como queriendo alejarme de un peligro latente. Cuando ella quería conversar con él, se mostraba retraído y parecía querer acabar a toda costa la conversación. Una vez ella le dijo en su cara: «¿Por qué me rehuyes? ¿Es que tienes miedo de mí, o miedo de ti mismo?» Por supuesto que no hubo respuesta, sólo evasivas. Mi amistad sincera con ella contradice la idea difundida entre los sodálites de que una amistad profunda entre un hombre y una mujer no es posible, sin que devenga en una relación íntima.

Todo este desconocimiento de lo femenino lleva también a una distorsión de la idea de lo masculino, que se presenta en el Sodalicio con un tinte marcadamente machista. Luis Fernando hablaba del «estilo viril que nos caracteriza». Los sodálites son concebidos como soldados que están dispuestos a los mayores sacrificios y privaciones, sin quejarse ni protestar. Quien protesta o discute es considerado susceptible y subjetivo y se comporta como «una hembrita, con tetas y todo». En este marco, una observación constructiva crítica de las condiciones de vida a las que éramos sometidos resultaba imposible. Y se daban las condiciones para un maltrato sistemático de las personas.

Se vivía también una especie de paranoia, buscando controlar lo que pasaba delante de la mirada de los sodálites. Todas las semanas se compraba la revista Caretas, que el superior leía en primer lugar, la cual era luego puesta a disposición de los demás miembros de la comunidad, con la última página arrancada, aquella donde aparecía una chica desnuda. Cuando veíamos juntos una película en VHS, generalmente el fin de semana tarde en la noche, apenas aparecía una escena amorosa o de sexo, el superior apretaba el botón fast forward del control remoto hasta que hubiera pasado la escena. Lo curioso es que demasiadas de las películas que veíamos contenían alguna de estas escenas. Veíamos muchas películas de acción hollywoodenses o del cine de serie B, que exaltaban la fuerza masculina y que incluían generalmente, por razones puramente comerciales, alguna que otra escena erótica gratuita. El buen cine también tenía su lugar en las comunidades, pero eran más la veces en que se recurría al visionado de bodrios entretenidos. El cine de calidad artística no era el indicado para esas noches sabatinas, cuando los ánimos estaban cansados. Películas antiguas o de directores con perspectiva artística eran sistemáticamente dejadas de lado. El mismo Luis Fernando recomendaba películas de acción con actores como Sylvester Stallone, Arnold Schwarzenegger o Jean-Claude van Damme, películas de artes marciales, comedias de humor grueso o dramas religiosos con nada sutiles mensajes piadosos y personajes estereotipados. Germán Doig se resistía a ver una película si sabía que era en blanco y negro o muy antigua (con la sola excepción de Los diez mandamientos y Ben-Hur). Los dramas en general eran poco o nada valorados.

Las técnicas para vivir el celibato tenían cierta efectividad. El secreto consistía en tenernos continuamente ocupados, con muy pocos momentos libres, y hacernos terminar el día cansados. Esto se complementaba con ejercicios físicos y duchas de agua fría. Había que controlar los pensamientos y guardar los sentidos —sobre todo la vista—, a fin de orientar todo lo que pasaba por nuestro entendimiento, todos nuestros sentimientos, todo lo que hacíamos, hacia el cumplimiento de los fines del Sodalicio: la transformación del mundo a través de la propia transformación interior y el apostolado. Medios para lograr estos fines eran la oración (meditación u oración mental, lectura bíblica, lectura espiritual, rosario, examen de conciencia, laudes matinales y completas nocturnas, todos los días salvo los sábados, los cuales se dedicaban a la limpieza y el apostolado, y los domingos, dedicados al descanso), el estudio de la doctrina y espiritualidad cristianas (en consonancia con la ideología sodálite) y el trabajo apostólico (reuniones, docencia en colegios e institutos, conversaciones personales, actividades recreativas con posibles candidatos). Toda esta disciplina, con el tiempo, llegaba a influir en el inconsciente, hasta el punto de que muchos dejaban incluso de tener sueños húmedos, cosa que, según algunos informes, también se ha verificado en seguidores de sectas que practican el control mental. Durante mi primer año en una comunidad sodálite —donde pasé los tres primeros meses en aislamiento total sin tener permitido leer periódicos ni revistas, escuchar radio, ver televisión ni salir a la calle salvo en contadas ocasiones—, llegué a experimentar tras algunos meses este estado. Sin embargo, se trataba de una situación muy frágil, teniendo en cuenta el principio de que aquello que se niega termina por tomar revancha y ocasionar tempestades. La inocencia se me fue cuando ingresó a la comunidad un sodálite, futuro sacerdote, que tenía un lenguaje bastante vulgar y sexualizado. De escucharlo a diario, los sueños húmedos regresaron y nunca más volví a experimentar lo que en ese momento identifiqué como una especie de estado físico de gracia.

Con el tiempo, cuando comencé a sentir el agotamiento ante una disciplina que se mostraba férrea e inflexible, me despeñé por un abismo de angustia hacia sótanos de amargura, producto de esta visión irreal de la sexualidad unida a un sentimiento sobredimensionado de culpabilidad. Me vi azotado por obsesiones que aparecían ocasionalmente entre lapsos de serenidad que podían prolongarse durante semanas, hasta que otra vez se desataba la tempestad. Sólo he encontrado cierta tranquilidad cuando salí de comunidad, cultivé amistades con miembros del género femenino y fui conociendo los secretos de la sexualidad humana tal como la experimenta el común de los mortales.

Lo que yo viví tal vez sea sólo una experiencia más entre otras. Pues así como yo lo mantuve en secreto —y aparentemente nunca nadie se dio cuenta de lo que me estaba sucediendo—, así podría haber otros que hayan vivido algo semejante. Nadie sabe hasta ahora con certeza qué se alberga debajo de la superficie de la vida sodálite, y los casos de Murguía y Doig podría bien ser solamente la punta de un iceberg, desconocido incluso para la gran mayoría de los miembros del Sodalicio, pues los vicios privados nunca salen a la luz, a no ser que sean descubiertos in fraganti.

Todo comenzó cuando, en medio de sueños llenos de imágenes eróticas, me despertaba en la noche y vivía la angustia de experimentar las reacciones corporales correspondientes, sin poder acallarlas y regresar a un estado de indiferente serenidad. Había entonces una especie de sentimiento atenazante de culpabilidad, de estar socavando lo que supuestamente era uno de los pilares del estado de vida al que estaba llamado, junto con una inmensa vergüenza que me llevaba a callar y no pedir ayuda. Pues el elevado concepto de espiritualidad que continuamente se nos machacaba, resaltando que el camino hacia la santidad era el horizonte absoluto de nuestras vidas, no era compatible con las bajezas de la debilidad humana. Hacer conocidas esas bajezas en medio de una comunidad de personas llamadas al celibato asemejaba una tragedia, y quizás admitir dolorosamente que se era incapaz de seguir el ideal de la vida consagrada sodálite. Sobre todo cuando Luis Fernando resaltaba que de las por él llamadas «inconsistencias», las que se referían a la obediencia y la sexualidad, si eran profundas, incapacitaban a la persona para seguir viviendo en una comunidad sodálite.

Mi problema aparecía esporádicamente, luego de días y semanas llenas de una apacible serenidad interior. Y así fueron pasando meses hasta que fui a parar a la desaparecida comunidad San Aelred en la Av. Brasil, en uno de esos traslados de rutina que se efectuaban al final de cada año. Tras una de esas noches de angustia, en que los límites entre la resistencia y el consentimiento se difuminaban en una nube de incertidumbre, recurrí a Germán Doig, superior de la comunidad, para pedirle consejo y ayuda. Su reacción inmediata fue de asombro y estupefacción, soltando una breve exclamación, y ahí quedó todo el asunto. No hubo una conversación sobre el tema ni volvió a abordarme al respecto en los días venideros. Me quedó claro que estaba sólo en mi lucha y que los únicos consejos que iba a recibir eran los de los sacerdotes con quienes me confesaba, los cuales, en su mayoría, no pertenecían al Sodalicio.

Siempre tuve la esperanza de que estos incidentes fueran sólo pasajeros y que al final mi sincera opción por la santidad y por el tipo de vida que había elegido terminarían por eliminar toda tentación y llevarme otra vez al estado de gracia física que había ya alguna vez experimentado en mi vida. Lo que entonces no sospechaba era que el estilo de vida que se tenía en la comunidad podía haber sido el caldo de cultivo del problema que estaba viviendo. Y lo que hubiera podido ser meramente un tropiezo de juventud, que la mayoría de las personas dejan atrás a medida que maduran, creció subjetivamente a dimensiones de tragedia.

A veces era tan violentos los impulsos, que en ocasiones recurrí a las tabletas de alcanfor para calmarme. Era el mismo Luis Fernando quien había hablado de las propiedades inhibitorias del alcanfor. ¿Por qué lo había mencionado en una reunión comunitaria? ¿Tenía conocimiento de los peligros a que nosotros, varones consagrados, estábamos sometidos en la comunidad? ¿O estaba hablando de su propia experiencia? Son preguntas que quedarán sin respuesta. Lo cierto es que bastaba oler una de esas tabletas cuadradas blancas para sentir cierta calma. Pero la raíz del problema todavía estaba viva. Y llegaba el momento en que hasta el alcanfor no servía. En un par de ocasiones terminé tragándome la tableta, sin saber que no son aptas para el consumo humano. Experimenté cierta tranquilidad, pero a la vez una alteración de la percepción sensorial que se traducía en mareos y una sensación de estar como volando. Tenía que echarme a descansar, aduciendo dolores de cabeza, y esperar a que los efectos se diluyeran.

¿Qué era aquello que atenazaba mi voluntad y convertía un impulso en casi irresistible? No lo sé, más aun cuando después de salir de comunidad ese mismo impulso perdería fuerza y se iría haciendo más manejable, no teniendo la urgente violencia de ese entonces, a la vez que yo adquiría una mayor naturalidad para abordar temas referentes a la sexualidad, sin perder el respeto debido ni banalizar esa dimensión tan importante del ser humano. Fue recién cuando pude aprender a admirar la belleza de un desnudo humano sin temor a las obsesiones malsanas. Pues «del corazón proceden los malos pensamientos» (Evangelio de Mateo 15, 19) y no de aquello que Dios ha creado y ha llamado bueno.

De alguna manera, en esa época fui dejando en mis canciones huellas de lo que estaba viviendo. Como, por ejemplo, en una canción dedicada a la Virgen, «Madre María», que comienza así:

A la espesura de mal trayectoria
llegaba mi historia oscura,
porque nací en la orfandad,
sin la inocencia que da la cordura.
Flora de cosas más puras
maduran las horas hasta la juntura
de mi cintura lustral
con el oro espiritual
que encontré, vagabundo,
entre insectos inmundos
que pueblan mi ser,
escarbando las joyas
que me hacen creer
que será mi victoria
de una mujer.

En mi última época en San Bartolo, balneario al sur de Lima donde el Sodalicio mantiene casas de formación, compuse una canción que intitulé «Sueño de amor en mi soledad desnuda», que comienza así:

En mi soledad desnuda
el gusano de la nada
perforaba a bocanadas
un infierno sin salida
por la angustia acumulada
en el fondo de la herida
y la costra envejecida
de mi carne avergonzada
por la llaga tan temida
de la esperanza podrida
en mi espalda lacerada
por la mano abandonada
de vestigios de la vida
y la piel ennegrecida
y mortal…

¿Cómo explicar esta situación de intensa angustia que viví ocasionalmente durante años, y de la cual aparentemente nadie se dio cuenta? Creo que tratar de comprender esto nos permitiría entender cómo pudo haber un pedófilo en el seno de una comunidad sodálite y que pasara desapercibido. Y nos abre a la posibilidad, que considero muy probable, de que haya otros «topos», sodálites consagrados que tienen una doble vida. Pues las condiciones están dadas: ignorancia respecto a muchos aspectos de la sexualidad humana (masculina, pero sobre todo femenina), concepto de la mujer cargado a la vez de misoginia y de una idealización irreal en base al modelo de la Virgen María, desconocimiento de aspectos esenciales de la sexualidad de pareja y la vida conyugal (que no tienen que ser necesariamente aprendidos por experiencia directa), temor a los impulsos sexuales, falta de confianza para hablar abierta y seriamente sobre estos temas (y no en tono de broma y con lenguaje vulgar, como una especie de intento de exorcizar sombras que acechan en la trastienda), abordaje de estos temas casi exclusivamente desde el aspecto moral y de manera muy general (con una mentalidad rígida y muy poca capacidad para adaptarse a situaciones concretas), sobredimensionamiento de la gravedad de los pecados contra el sexto mandamiento.

Tengo algunas hipótesis que podrían explicar por qué nadie se dio cuenta de los casos de Murguía y Doig.

Los sodálites de comunidad —y en particular los superiores— tienen una agenda diaria tan apretada, llena de actividades espirituales personales que cumplir, además de sus obligaciones fuera de la comunidad, de modo que les queda poco tiempo para preocuparse de los problemas personales de las personas con la que conviven. Para eso hay momentos comunitarios. De hecho, yo pocas veces sentí en una comunidad que alguien estuviera continuamente pendiente de mí y se preocupara por mí de una manera particular. El agobio ante tantas cosas que cumplir es frecuente, pero son raros los momentos en que se pueda descansar, pues, como decía Luis Fernando, «el demonio no toma nunca vacaciones», por lo cual el sodálite, que está en continua lucha contra el espíritu del mal, tampoco puede permitírselas. Esto se manifiesta en los apretados horarios que hay que cumplir. Como ejemplo ilustrativo, se puede mencionar la hojita de control de actividades espirituales, donde uno tenía que marcar a diario si había efectuado las siguientes actividades: oración mental o meditación, lectura bíblica, lectura espiritual, lectura sodálite, rosario, visita al Santísimo, laudes, completas y eventualmente misa. Si por algún motivo no se había podido cumplir con alguna obligación, esta debía realizarse antes de irse a dormir, pero no antes de que terminara el momento comunitario que solía prolongarse hasta casi la medianoche. Pero tampoco había mecanismos efectivos para controlar si se había cumplido con todas las obligaciones. Nunca se podía saber con certeza qué había estado haciendo un sodálite en el tiempo señalado por él en la hojita, aunque me consta que la mayoría, en lo posible, cumplíamos religiosamente con todo lo indicado allí. Aun así reconozco que a veces me tomé una que otra libertad, marcando lo que no había cumplido, a fin de evitar el malestar de tener que hacer una actividad espiritual forzado a altas horas de la noche cuando uno necesitaba verdaderamente descansar. Lo cierto es que, cuando se es superior de una comunidad, la ausencia de control es absoluta, pues nadie en la comunidad está autorizado a pedirle cuentas a un superior de lo que hace con su tiempo.

Se da por supuesta la confianza entre los miembros de la comunidad, lo cual no constituiría ningún problema si no es porque esta confianza se basa más que nada sobre un enunciado tipo decreto («un sodálite sólo puede confiar en otro sodálite») y no en un conocimiento personal de cada miembro, con una aproximación de respeto hacia las diferencias personales y la vida privada de cada uno. En la vida real, la confianza es algo que se va ganando, en la medida en que uno va cultivando una amistad. En las comunidades esta confianza se da por supuesta, dado que se define a priori al Sodalicio como «una comunidad de amigos en el Señor». Es por ese motivo que cuando sale a la luz que un miembro de comunidad ha incurrido en algún tipo de engaño o mentira hacia otro miembro o la comunidad toda, se reacciona con sorpresa y se percibe ese acto como una traición, como un delito grave. Pocas veces se busca averiguar qué circunstancias concretas habían llevado a ese miembro al engaño. Y frecuentemente son las mismas condiciones agobiantes de la vida en comunidad las que favorecen ese tipo de hechos. Por otra parte, se vive una doble moral, pues esa transparencia que se exige al interior de la comunidad no se exige hacia fuera de la comunidad, donde se admite el encubrimiento de hechos, la manipulación de datos o incluso la mentira —lo cual es evidente en algunas de las declaraciones oficiales o semioficiales que se han dado sobre hechos ocurridos en el Sodalicio—.

Hay muchos miembros de comunidad que viven absorbidos por el ideal que postula la ideología religiosa sodálite, totalmente centrando su universo personal en ella, de tal modo que les resulta difícil ver más allá de estos postulados. Siendo el Sodalicio por definición una comunidad de llamados a una vocación concreta, de elegidos, se les hace difícil poder vislumbrar un lado oscuro entre tantos amigos llamados a la santidad, que comparten una misma cosmovisión, un mismo lenguaje, unas mismas costumbres. Viven en una especie de estado de gracia, con la ilusión de estar avanzando en el camino de la santidad —digo ilusión, pues, como enseña la Iglesia, nadie puede saber con certeza si está en estado de gracia o no—, en una especie de esfera de cristal, donde las inquietudes comunes del común de los mortales les son ajenas. Poco saben de angustias económicas, de preocupaciones por los miembros de la familia —donde resulta impensable expulsar a un miembro del hogar—, de momentos de diversión cuyo sentido mismo es perder el tiempo sólo para compartir momentos juntos, de altibajos sentimentales, de discusiones y desencuentros con personas con las que uno tiene que convivir por un tiempo indeterminado —el esposo y la esposa— o durante muchos años —como son los hijos—, sin que eso signifique dejar de acoger y querer con cariño y ternura. Personas con desconocimiento de los entresijos comunes y corrientes de la vida familiar difícilmente pueden percibir el drama de los que viven con un pie en el lado oscuro de la vida. Aunque se ha querido comparar a las comunidades con familias, hay muchas diferencias, entre las cuales señalo algunas fundamentales. A un hijo caído nunca se le expulsa de la familia, sino que se le recibe siempre con cariño y preocupación, sin condiciones, con los brazos abiertos, como el padre misericordioso con el hijo pródigo. Los padres también tienen que disculparse ante los hijos, cosa que nunca he visto que haya hecho un superior ante ninguno de sus subordinados.

Nadie sabe cuántos sodálites cuentan con una doble vida. También los que ocultan sus vicios privados suelen ser ciegos a los vicios privados de otros. Están tan agobiados por su drama personal, que les es difícil ver que haya otros como ellos en la misma situación. Más aun cuando la angustia se hace opresiva, pues se tiene el miedo de estar cometiendo un acto de alta traición, o de estar al borde de un abismo frente al cual, en caso de caer, no hay salvación posible. De allí el deseo de perseverar de estas personas, sin atisbar la posibilidad de plantearse una salida honrosa de la comunidad y buscar una solución a su problema mediante una integración a las condiciones normales de vida en el mundo. Le he oído muchas veces repetir a Luis Fernando: «El que está llamado a una vocación particular y se aparta de ella, pone en peligro su propia salvación. Le será difícil, si no imposible, llegar a ser feliz, pues ha abandonado el único camino por el que podía alcanzar la felicidad». Ni qué decir que una visión tan simplista de un tema tan complejo no la compartiría ni la misma Virgen María, a quién Dios llamó al matrimonio para hacerle andar por el camino del celibato consagrado. ¿Qué impide, pues, que Dios llame a alguien a la vida consagrada temporalmente, para luego guiarlo hacia la vida matrimonial? ¿O que el llamado de Dios tenga varias etapas, una de las cuales sea pasar por una institución perteneciente a la Iglesia, institución que no es absoluta ni infalible ni perdurable como la Iglesia misma, para luego continuar por un camino que forma parte de la historia personal y que es coherente con la propia conciencia, en fidelidad a Dios y a la Iglesia? Como la Madre Teresa de Calcuta, que abandonó una institución de vida religiosa para seguir un camino propio, sin saber adónde le llevaría, para terminar siendo ella misma fundadora de una congregación religiosa, donde —hasta donde yo sé— se respeta la libertad de sus miembros de seguir en ella o apartarse de ella.

Por otra parte, la continua vigilancia de los otros, que se expresa en el lema «yo sí soy el guardián de mi hermano» y se plasma de preferencia en la corrección fraterna, genera un clima de suave pero permanente tensión. No creo que haya nada más insano que preocuparse por que otros sean santos y aplicar una serie de normas tendientes a lograr este fin. Me hace recordar a los fariseos del Evangelio, que ponían cargas sobre los demás pero por dentro estaban llenos de soberbia y crueldad. Quedan de esta manera justificadas las normas más duras y severas, sin consideración a la conciencia de las personas. Si no entiendo mal, el llamado de Dios a la santidad es algo personal, pero no se plantea nunca como el trabajo de unos por que otros sean santos. Preocuparnos podemos, apoyar y acompañar también, dar testimonio de nuestras propias vidas, pero de ninguna manera invadir el espacio sagrado de la conciencia y tratar de forzar a alguien para que sea santo mediante normas coactivas, cuyo incumplimiento se sanciona con castigos.

Esa continua sensación de no tener la propia vida en las manos, de no poder tomar decisiones por uno mismo, contribuye a crear las condiciones para que las personas se busquen espacios donde puedan vivir aunque sea la ilusión de un destino propio, que sólo ellas conocen y donde lo que sucede depende sólo de sí mismas. Y a los sótanos de la existencia no llega la influencia de los superiores y sus normas. Arriba puede continuar el teatro de este mundo, mientras abajo se desarrolla algo turbio pero que se parece más a la vida.

Creo que la eliminación de la vida privada en las comunidades genera en muchos la búsqueda de escapes hacia espacios donde poder cultivar intereses propios. En comunidad se puede practicar un muy limitado número deportes los sábados o domingos, se puede escuchar música religiosa —y al grupo Takillakkta hasta el hartazgo—, pero no se puede ser fan de los Beatles, coleccionar estampillas, ver habitualmente películas de arte o ser aficionado a los automóviles. Pues se parte del supuesto de que tenemos muy poco tiempo en este mundo, y ese tiempo hay que aprovecharlo en alcanzar la propia santidad o en procurar que los demás la alcancen. Constituye una infidelidad emplear el tiempo en actividades que no estén orientadas de alguna manera al combate espiritual o al apostolado. De este modo, las actividades que conocemos como hobbies son reducidas a su mínima expresión. Al no poder tener hobbies de manera abierta, surge en algunos la necesidad de tenerlos por lo bajo, y cuando se tienen que hacer cosas en las sombras, crece la posibilidad de dedicarse a algo turbio.

Todas estas obsesiones nocturnas que he descrito pueden convivir en una persona junto con un deseo auténtico de santidad. Aspira sinceramente a lo mejor y a lo más noble, y se siente a la vez víctima de unas pulsiones que le resulta difícil controlar. En este sentido, resulta incorrecto definir a Murguía y a Doig por los vicios en que cayeron y juzgarlos sólo desde esta perspectiva, pues el lado luminoso de sus vidas es tan real como el lado oscuro. Y sobre todo en el caso de Germán Doig, se debería conservar todo lo bueno y valioso que aportó al Sodalicio y al Movimiento de Vida Cristiana, pues el desarrollo de la institución no se explica sin él. Querer borrar su memoria constituiría un acto de suicidio histórico e institucional.

La convivencia de un lado luminoso y otro oscuro suele expresarse en ese continuo sentimiento de ser un miserable pecador, que está presente en muchos sodálites de comunidad y que es fomentado de manera marcada por la ideología sodálite, pudiendo ser un indicio de esa disociación esquizofrénica que ocasionaría la disciplina sodálite. En el peor de los casos, puede incluso dar lugar a casos de doble vida. Lo de ser un miserable pecador se lo he escuchado hasta al mismo Luis Fernando, pero sin conocer detalles de esas miserias que tiene que cargar. Y si bien es cierto que una mirada atenta descubre defectos morales en Luis Fernando —como también es natural que los tenga todo ser humano—, era mal visto formularlos verbalmente, comentarlos con alguien, e impensable decírselos al mismo Luis Fernando en su cara. El superior es pecador porque por definición todo hombre lo es, pero de sus pecados en concreto ni se habla, ni se piensa, ni se mencionan, pues ello se interpreta automáticamente como crítica malsana, rebelión, infidelidad. La corrección fraterna parece ser sólo para los subordinados.

Yo mismo no he estado directamente en contacto con casos de otros sodálites con una doble vida. Pero sé que se han dado estos casos desde que existen las comunidades sodálites, muchas de la cuales se crearon en los años 80. Sé de sodálites que estuvieron implicados en affaires amorosos mientras vivían en comunidad. A su vez, vivieron sus propios dramas, siendo tratados casi como convictos de delitos graves. Uno de ellos vivió sus últimos meses en comunidad con normas estrictas y libertad limitada. Otro fue enviado a San Bartolo, donde cada vez que quería dar un paseo alguien debía acompañarlo y vigilarlo. Durante más de un mes estuvo prohibido hablar con él. Otro más gritaba en las noches acosado por pesadillas de Dios sabe qué horrores, mientras se le trataba como alguien destinado a la celda de los condenados a muerte. Pues salir de una comunidad, luego de haber sido «llamado por el Señor», era equivalente a la infelicidad en este mundo y la condenación eterna en el otro.

Todavía se puede reflexionar mucho sobre este tema. Quiero interrumpir por ahora el hilo de mi pensamiento, pues temo revivir antiguas heridas. Lo que más duele es presentir el derrumbe de algo en que se cifraron muchas esperanzas. Afortunadamente, he puesto mi fidelidad desde hace mucho tiempo en Cristo y en la Iglesia. Fui llamado a un compromiso con la Iglesia, el Cuerpo vivo de Cristo, a través del Sodalicio. He buscado ir más allá, pues el Sodalicio se ha quedado estancado en el pasado, en una ideología fija, en su propio pequeño universo, y ha dejado librados a su suerte a quienes le dedicaron con generosidad y sinceridad años de su vida. Tengo la certeza de que la fidelidad a la Iglesia está por encima de todo, y dejar atrás un compromiso con una institución que no está ya a la altura de las circunstancias y que prefiere mirarse el ombligo antes que respetar la pluralidad de opciones dentro de la Iglesia, manteniendo la práctica de subordinar las tareas evangelizadoras a sus propios intereses, es también un signo de coherencia y una respuesta madura al llamado de Dios.

OBEDIENCIA Y REBELDÍA

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Una de las cosas que siempre me ha ocasionado rechazo en muchos hombres de Iglesia ha sido su pretensión de tratar a los fieles católicos como un rebaño, como un conjunto de ovejas cuyo principal deber es obedecer, como seres humanos que padecen un determinado grado de ignorancia respecto a los asuntos más importantes de la vida y que sólo vencen esta ignorancia en la medida en que son instruidos por ellos mismos y siguen a pie juntillas lo que ellos enseñan, no obstante que la impresión que ellos mismos dan —salvo contadas excepciones— es de una mediocridad insondable. No sé si tengo esta predisposición por natural propio, o tal vez heredada de mi madre, la cual si bien nunca dudó de su condición de católica, comenzó a preocuparse por mi futuro cuando me vio involucrado con el Sodalitium Christianae Vitae (SCV), temiendo que tanto interés por la religión católica me llevara a terminar de cura, lo cual significaba para ella una vida marcada por la mediocridad. Lo de mi madre no era una conclusión meditada, sino una espontánea reacción ante lo que naturalmente irradiaban tantos pastores de la Iglesia.

Curiosamente, yo mismo siempre he compartido esta reacción. Será tal vez éste uno de los motivos por los que nunca me sentí atraído por la carrera sacerdotal, no obstante reconocer actualmente que se trata de una opción de vida a través de la cual un hombre puede realizarse plenamente, siguiendo el ejemplo del Buen Pastor que es Jesús, que da su vida por sus ovejas, las trata con amor, respeta su libertad y su dignidad, e incluso aprende con humildad de ellas. Sin embargo, cuando tomé contacto con el Sodalitium me encontraba en una encrucijada de mi vida, en la cual se me abría, como una de tantas posibilidades, la de alejarme de la Iglesia, porque se me presentaba sin sustancia, algo así como un club familiar para personas sin aspiraciones y satisfechas con su propia mediocridad de humanos decentes, borregos que pacen en el redil de una moral burguesa, sin riesgos, sin compromisos, sin aventura, sin nada que los lleve más allá, por caminos incógnitos, en busca del secreto íntimo de la existencia y del sentido de la vida misma.

El Sodalitium me ofreció un espacio de rebeldía, que creaba posibilidades de comprometerse con Cristo y con la Iglesia, pero a la vez no siendo parte de la masa inerte que no ve más allá de sus propias narices. No había eclesiásticos entre nosotros, no le debíamos obediencia a ninguno, y desde esa posición teníamos la libertad y el desparpajo de criticar a los miembros del clero —entre nosotros por supuesto—, juzgando quién se comportaba de acuerdo a su dignidad sacerdotal y quién no. En cierto sentido, considerando que me sentí atraído por la figura de Jesús y por el misterio de la Iglesia sobre la base de un discurso que criticaba al clero, terminé sintiéndome como un anticlerical al servicio de la Iglesia.

Esta distinción entre Iglesia y hombres de Iglesia asumida casi inconscientemente desde un principio me ha acompañado toda mi vida desde entonces y ha sido para mi garantía de libertad, así como también ancla que ha mantenido firme mi fe a lo largo de los embates de mi existencia. «Los hombres de Iglesia no son la Iglesia», le decía Juana de Arco a los jueces eclesiásticos que le decían: «La Iglesia te condena». Esta distinción es esencial para no caer en un clericalismo que sólo tiende a confundir las cosas, y que lleva a una especie de fanatismo en el cual se asume que defender a la Iglesia consiste en defender a las autoridades eclesiales —llámense obispos y sacerdotes— a toda costa y hacerlas inmunes a toda crítica, a no ser que caigan en faltas graves públicas —las ocultas no cuentan—, en cuyo caso se les abandona a su suerte. Pueden ser incluidos entre las autoridades los fundadores y superiores de comunidades religiosas o de vida consagrada. Los laicos comunes y corrientes no entran dentro de la categoría de personas a las que se debe defender, y aun siendo miembros vivos de la Iglesia, no se les toma en cuenta cuando se habla de la Iglesia en el lenguaje coloquial.

Nuestra fidelidad como cristianos tiene como referencia a la Iglesia, un misterio en que se manifiesta la presencia invisible pero real de Dios, y no se fundamenta sobre los hombres concretos que forman parte de ese Pueblo de Dios. La Iglesia es ese misterio de Amor que se expresa en la comunidad viviente de los creyentes, del cual las autoridades son una parte, que deben estar siempre al servicio de los fieles y del bien común. Se puede ciertamente guardar fidelidad a los hombres —como la fidelidad que tiene un amigo con otro amigo, que nunca lo abandona—, pero no a costa de la verdad y la justicia. En ese sentido, he buscado no traicionar nunca la confianza de aquellos con quienes me he comprometido personalmente, independientemente de cuáles sean sus historias personales y sus opciones morales.

Presentándose el Sodalitium Christianae Vitae como una comunidad de amigos al servicio de la Iglesia, me quedó claro en ese entonces con quiénes me debía comprometer. Y también contra quiénes me debía rebelar. Al respecto se puede detallar una larga lista: mi madre, mis compañeros de colegio —a no ser que pudiera convertirlos —, mis amigos mundanos, los adultos de mi entorno cercano, mis profesores de colegio, los católicos mediocres, los marxistas, los partidarios del capitalismo liberal, los partidarios de la teología de la liberación, los curas críticos del Papa, los curas integristas, los curas que celebran mal la liturgia de la Iglesia, los curas que no usan vestimenta clerical, los curas reducidos al estado laical, los curas etcétera etcétera etcétera, los grupos juveniles parroquiales, los carismáticos —que eran incluso objeto de burla—, y más adelante mis profesores de teología que tuvieran ideas liberales o progresistas. Ni siquiera el Opus Dei quedaba libre de sospecha, al cual se le criticaba su resistencia parcial ante las reformas habidas después del Concilio Vaticano II y su falta de transparencia en sus actividades proselitistas, así como su marcado clericalismo… ¡cómo no!

Paradójicamente, como contrapartida a esta rebeldía se exigía en el Sodalitium una obediencia absoluta a sus autoridades. Al principio esta obediencia era entusiasta y de buena voluntad de nuestra parte, pues nos sentíamos deslumbrados por ciertas personalidades, que parecían encarnar un sano espíritu de rebeldía y oposición al mundo que rechazábamos. Sobre todo porque decían y hacían cosas fuera de lo común y parecían penetrarnos con su mirada y llegar a conocer hasta los más íntimos recovecos de nuestro ser. No sé si esto último fuera cierto, pero por lo menos nos lo parecía. De esta manera se cerraba el círculo. Y digo literalmente que se cerraba, porque todo el género humano quedaba separado a partir de entonces en dos ámbitos: los pocos que estábamos dentro del círculo y el resto.

La obediencia sodálite pretendía abarcar todos los aspectos de la persona. No sólo debíamos hacer lo que se nos ordenaba, sino también pensar y querer lo que se nos decía que debíamos pensar y querer. Si queríamos efectivamente cambiar el mundo —«de salvaje en humano, de humano en divino», según frase del Papa Pío XII (Exhortación a los fieles de Roma, 10 de febrero de 1952)—, entonces debíamos actuar como una máquina de combate, donde todos los miembros colaboran en vistas a un único fin y donde la menor disidencia es fatal. «El espíritu de independencia es la muerte de comunidad», se decía en un reglamento que Luis Fernando Figari, Superior General del Sodalitium hasta el año 2010, elaboró para las comunidades sodálites. Por “espíritu de independencia” se entendía algo más que un mero individualismo; se refería a toda iniciativa, todo pensamiento, toda acción que tuviera lugar sin considerar los fines del Sodalitium y sin tener en cuenta lo que el superior dispusiera. Por ejemplo, no había libertad para leer un libro sin que el superior de turno lo autorizara —aunque a veces se aplicaba esto de manera un poco más suelta, especialmente con aquellos que tenían más tiempo en la institución—. No estaba permitido pensar nada que no fuera compatible con el pensamiento único que imperaba en el Sodalitium y que tenía su fuente principal en Luis Fernando Figari. No había lugar para las propias aspiraciones personales. El propio futuro profesional debía ponerse al servicio de los fines del Sodalitium, pues nuestra felicidad se identificaba con ser buenos sodálites, ser santos, y ser sodálite primaba sobre cualquier otra cosa que fuéramos, cualquier cosa que decidiéramos estudiar o aprender, cualquier título académico que obtuviéramos. Y todo ello requería de la aprobación de los superiores y, en última instancia, de Luis Fernando mismo.

El control llegaba hasta el lenguaje —pues es sabido que quien controla el lenguaje, controla el pensamiento—. En el Sodalitium se fue creando un léxico propio, que debía ser vehículo de expresión de la espiritualidad sodálite y al cuál debían ceñirse todos los sodálites. A la vez, había términos que quedaban excluidos o eran reemplazados por otros.

Por ejemplo:

  • “Reconciliación” sustituye a “salvación” o “redención”.
  • “Alma” es excluido del lenguaje, “espíritu” está permitido.
  • “Plan de Dios” se permite, sustituyendo a “voluntad de Dios”, que no se permite.
  • “Dinamismo”, “ámbito” y “concreto” son palabras frecuentes, sin un significado claramente definido y determinado.
  • “Dios Amor” y “el Señor Jesús” son permitidos y muy frecuentes, tendiéndose a evitar expresiones más afectivas y naturales como “mi Dios”, “nuestro Dios”, “nuestro Señor Jesucristo” o “Jesucristo” simplemente.
  • “Ofensa” no era permitido para referirse al pecado (pues a Dios no se le puede ofender).

El resultado era curioso y a veces desconcertante. Para mucha gente la manera de hablar de los miembros del Sodalitium Christianae Vitae y de la Familia Sodálite parecía poco natural y postiza. Se originaba una especie de comunicación verbal ajena al común de los mortales, que requería a veces de traducción. Lo insólito de todo esto es que si aplicáramos a rajatabla estas reglas, habría que corregir incluso partes de la versión actual del Padrenuestro aprobada oficialmente por la Iglesia, a saber:

  • «Padre nuestro»
  • «hágase tu voluntad»
  • «perdona nuestras ofensas»

La obediencia se orientaba a lograr una unidad en varios aspectos, que originalmente se expresó como unidad de pensamiento, unidad de corazón, unidad de acción, unidad de oración, unidad de apostolado1. La “unidad de pensamiento” se reformuló posteriormente como “unidad de ideales”, lo cual, sin embargo, no significó en la práctica una modificación de la disciplina dirigida a lograr que todos los sodálites pensaran de la misma manera, que, en el fondo, no era otra cosa que la manera de pensar de Luis Fernando mismo. No es otro el motivo por el cual los libros publicados por miembros del Sodalitium y organizaciones afines se parecen tanto en los contenidos como en la manera de expresarse, teniendo en cuenta que eran revisados y corregidos por el mismo Luis Fernando antes de su publicación. La creatividad y el desarrollo de ideas propias no halla lugar dentro de estas coordenadas. Esto explica en parte la mediocridad, estrechez de miras y carencia de interés que reflejan las últimas publicaciones sodálites. Y la falta de un continuo desarrollo del pensamiento base, consecuencia ineludible del sofocamiento sistemático del interés intelectual y su reducción a los límites ideológicos preestablecidos.

Para lograr una obediencia férrea de todos sus miembros, los superiores del Sodalitium han aplicado técnicas de control mental, tendientes a socavar la autoestima y eliminar toda voluntad propia. Una de esas técnicas era la obediencia exigida a órdenes absurdas, es decir, órdenes que en sí mismas no tenían un fin en sí mismas, pero que debían ser obedecidas a toda costa, lo cual requería por parte del que obedecía una suspensión del entendimiento y un cumplimiento efectivo de lo ordenado, sin mediar objeciones. Incluso respecto a órdenes que tenían un fin determinado, pero que no era comprendido por el ejecutor de la orden, se exigía un cumplimiento inmediato, sin que se explicaran los motivos y, peor aún, sin que quedara abierta la posibilidad de preguntar por esos motivos. Las faltas contra la obediencia eran consideradas las más graves y eran castigadas en consecuencia. Según el mismo Luis Fernando, debíamos ser como un ejército donde todos cumplieran su función y eso no era posible sin la obediencia incondicional de todos.

De ahí que la obediencia fuera designada en el Sodalitium como la virtud por excelencia, como lo expresa el mismo Figari en su Memoria 1985, que lleva como título Por los caminos de Dios:

«Si bien ningún cristiano puede prescindir de la obediencia, independientemente de su estado, para el sodálite es como una columna vertebral. La obediencia tiene una dimensión interior que debe acompañarnos en todo momento. La actitud de apertura y acogida que ella supone deben ser motivo de cultivo asiduo. Virtud por excelencia de Cristo y Santa María, tiene un dinamismo ejemplar de configuración. El sentido ascético de la obediencia debe ayudarnos a estar plenamente disponibles para el cumplimiento del Plan de Dios, y ciertamente a la propia disciplina espiritual» (Memoria 1985).

No niego que la obediencia a la Palabra de Dios y a las instancias humanas en que ella se manifiesta sean algo fundamental en la vida del cristiano creyente. Pero por encima de la obediencia se sitúan siempre la fe y el amor, fuente de la libertad de los hijos de Dios, la cual permite una participación comprometida en el Pueblo de Dios que es la Iglesia, participación que se sitúa por encima de toda mediación institucional. Claramente se dice en el ritual de renovación de promesas bautismales:

«…recuerda que el día de tu Bautismo renunciaste a las seducciones del Maligno, como son: creerte el mejor; hacerte superior; estar muy seguro de ti mismo; creer que ya estás convertido del todo; quedarte en las cosas, medios, instituciones, métodos, reglamentos y no ir a Dios».

A los sodálites se les exige un acto de fe adicional: creer que la voz de Dios se manifiesta a través del Sodalitium y en particular a través de la voz del superior, sobre todo la de Luis Fernando Figari. Más aún, consideran que la aprobación pontificia que han recibido en 1997 es una confirmación irrefutable de esa creencia, sin tener en cuenta que existen varios casos de instituciones aprobadas por la Santa Sede en las cuales han ocurrido incidentes escandalosos y tienen incluso aspectos ideológicos y disciplinares cuestionables, como, por ejemplo, los Legionarios de Cristo. Personalmente, los sodálites por lo general no conciben su pertenencia a la Iglesia si no es a través de la mediación del Sodalitium. Esta creencia los lleva no sólo a la convicción errónea de que un cuestionamiento del Sodalitium es un cuestionamiento de la Iglesia, sino también a mantener una obediencia casi ciega a sus superiores, y a sacrificar su razón y su libertad en aras de ello.

La práctica de la obediencia era apuntalada en el Sodalitium por máximas que se repetían continuamente:

  • La obediencia es la columna vertebral del sodálite.
  • El pecado original fue principalmente un pecado desobediencia.
  • Se debe obedecer al superior en todo, menos en lo que sea pecado.
  • Quien sabe obedecer, sabrá después mandar.
  • El que obedece no se equivoca.

Esta última máxima se complementaba con la explicación de que, si bien el subordinado podía no conocer el sentido de la orden, el superior sí sabía por qué se daba la orden, por lo cual el que obedecía tenía que confiar en que eso era lo mejor y confiar ciegamente en el que daba la orden. Si lo ordenado era errado, la responsabilidad recaía en el superior y no en el que obedecía. Aun cuando el que obedecía pensaba que lo mandado constituía un error, debía obedecer. Una obediencia así planteada terminaba por enajenar la propia responsabilidad, pues ésta se transfería a otro —el superior— y a la larga terminaba produciendo personalidades alienadas que no sabían por qué actuaban y que sólo debían estar convencidas de que lo que hacían era lo mejor. Su única responsabilidad era buscar los medios para poder cumplir más eficazmente la orden, no tratar de entender el porqué de ella.

Esto sólo era posible sobre la base de una estructuración jerárquica y marcadamente vertical de las comunidades, estableciéndose una división entre los que saben y tienen cargos superiores, y los que no saben y están más abajo en la escala de rangos. Y los que saben no siempre estaban dispuestos a compartir la información que tenían, pues cierto grado de secreto garantizaba el dominio sobre los que no saben. Como es bien sabido, la ignorancia es semillero de sumisión. En este esquema, la ascensión en la escala de jerarquías garantizaba el acceso a mayor información.

Asimismo, la doctrina bíblica de que todo ser humano tiene un “hombre viejo” u “hombre de pecado” que se rebela contra el Plan de Dios y debe ser sustituido por el “Hombre Nuevo” que es Jesús, Dios hecho hombre, era instrumentalizada —no sé si a sabiendas o no— a fin de lograr una obediencia incondicional, minando a la vez la autoestima. Cualquier crítica, pregunta incómoda, objeción, por más válidas que fueran, eran acalladas mediante el argumento de que tenían su origen en el “hombre viejo”. Insistir era inútil, pues implicaba el riesgo de ser sometido a un castigo o medida disciplinaria. Sea como sea, las preguntas quedaban sin respuesta.

Este sistema, aplicado sin salvaguardias, termina hiriendo profundamente la psique humana y creando personas dependientes, incapaces de asumir responsabilidades por sí mismas en muchos asuntos. Además relega a un segundo plano lo que debe constituir la piedra angular del actuar responsable: la obediencia a la propia conciencia. ¡Cuántas barbaridades llegamos a cometer sólo porque no consultamos nuestra conciencia y asumimos que lo que hacíamos estaba bien, oleado y sacramentado, sólo porque actuábamos por obediencia! Yo mismo le oí decir a Luis Fernando en San Bartolo, un balneario al sur de Lima donde el Sodalitium mantiene casas de formación para sus miembros, que si él nos ordenaba que estrelláramos nuestras cabezas contra un muro de piedras, sólo éramos buenos sodálites si obedecíamos.

Por obediencia escribí el borrador de una tesis sobre la reconciliación en la teología para que otro sodálite de menor capacidad intelectual pudiera obtener el grado académico de licenciado en teología. Por obediencia yo y otro sodálite le dimos forma a una caótica tesis de tema jurídico-eclesiático que había elaborado un tercer sodálite y que también le serviría para obtener su licenciatura en teología. Por obediencia firmé un documento por el cual cedía a perpetuidad los derechos de algunas canciones compuestas por mí e interpretadas por Takillakkta, el grupo de música vernácula del Sodalitium, al Instituto Cultural Teatral y Social (ICTYS), una asociación de fachada del Sodalitium, sin que tuviera ninguna otra opción y sin ser informado de las consecuencias a futuro. Por obediencia firmé actas de reuniones del directorio de la asociación Vida y Espiritualidad —de la cual yo figuraba como miembro—, actas que eran obligatorias por ley, sin que las reuniones a que se referían se hubieran llevado jamás a cabo y sin que yo tuviera ninguna injerencia en la gestión de la asociación, que era en realidad gestionada por una sola persona, a saber, Germán Doig.

Por obediencia hice sentadillas con un saco de cemento de más de 40 kilos sobre la espalda, lo cual me dejó una semana sin poder inclinarme, obligándome a usar una faja hasta que los músculos dorsales hubieran sanado. Por obediencia he tenido que pasar noches en vela, aun cuando estuviera cansado, sin saber el motivo. Por obediencia he tenido que meterme al mar a las cuatro de la madrugada todos los días durante siete meses.

Por obediencia dejé que me dieran dos correazos sobre la espalda desnuda, estando a cuatro patas como un perro. Fue en 1983 durante una reunión con Luis Fernando en la desaparecida comunidad San Aelred, ubicada entonces en la Av. Brasil 3029 (Magdalena del Mar, Lima), estando presentes el superior Germán Doig y los demás miembros de la comunidad. La orden fue dada directamente por Luis Fernando y ejecutada por otro sodálite, a quien le vi titubear antes de propinar el primer correazo, por lo cual la orden le tuvo que ser repetida. Por lo menos hubo una señal de que la conciencia no había sido anestesiada en él. Poco tiempo después abandonaría el Sodalitium. El primer correazo, además de dejarme una marca, me hizo temblar de pies a cabeza. A continuación, Figari insistió en que se me diera un segundo correazo. El sódalite obedeció esta vez sin protestar. Cuando pensé que iba a venir el tercer correazo, la sola idea me produjo espasmos como si ya lo hubiera recibido. Figari detuvo entonces la prueba. Me preguntó cómo me sentía. Yo entonces dije que bien, pues me sentía orgulloso de haber soportado esa prueba sin ningún gemido. Luis Fernando concluyó entonces que ese tipo de ascesis fomentaba la soberbia y, por lo tanto, la espiritualidad sodálite le daba prioridad a las mortificaciones espirituales, que implicaban asumir con alegría los sufrimientos que de por sí trae la vida. Con esto quería demostrar que las mortificaciones corporales no tenían mucho sentido. Por cierto, esa reflexión no hizo que me desaparecieran de inmediato las marcas y el dolor que me habían dejado los correazos.

Pero no todo se daba sin fricciones, pues yo siempre he sido rebelde por naturaleza, y mi fidelidad a la Iglesia católica se la debo en parte al hecho de que el mundo actual es en gran parte contrario o indiferente a los principios de la fe cristiana y nunca he sentido la tentación de acomodarme a lo establecido. Lo cual no quita que me sienta insurgir el hígado, el páncreas y la vesícula contra la mediocridad y necedad enquistadas en varias áreas del catolicismo actual.

Es así que cuando Germán Doig me ordenó velar toda la noche en la capilla de la comunidad Nuestra Señora del Pilar (Barranco, Lima) en adoración al Santísimo, sólo por haber cabeceado durante la misa dominical en la iglesia de San José (Miraflores, Lima), cumplí a medias. Efectivamente, pasé la noche en la capilla, pero dormido en el suelo, arropado en una frazada que tomé a hurtadillas cuando todos se hubieron dormido y que devolví a su sitio antes de que todos se despertaran. He de admitir que me sentí humanamente frágil ante Jesús Sacramentado, pero protegido por su cálida misericordia durante el sueño. Pues Él no sólo cabeceó, sino que se quedó dormido en la barca cuando los Apóstoles necesitaban de Él en medio de la tormenta.

Tampoco pude someterme a la prohibición de escuchar todo tipo de música que no sea religiosa en las casas sodálites. Para mí renunciar a la música era como cortarme las venas, mutilarme espiritualmente. Y me resultaba absurdo el argumento aducido por Luis Fernando para prohibir incluso la música clásica profana —como las sinfonías de Beethoven, por ejemplo—: porque supuestamente despertaba sentimientos y pasiones, y los sodálites debían guiarse primordialmente por el entendimiento, sin caer en sentimentalismos de ninguna clase. Es así que apliqué algunas estrategias para evadir la orden. Además de canto gregoriano y piezas barrocas de tema religioso, ponía cantatas profanas y piezas de ópera, que hacía pasar por religiosas, gracias a la ignorancia musical e idiomática de mis congéneres sodálites. También me compré en secreto un walkman, en el cual podía escuchar la música que me viniera en gana durante las noches y cuando salía a la calle, sin que nadie se diera cuenta. En ocasiones, cuando me quedaba solo en una casa sodálite disponía de momentos para escuchar música, siempre atento al sonido de una puerta que se abriera, a fin de cambiar la música que estaba escuchando por la música religiosa permitida. De diciembre de 1992 a julio de 1993, durante mis últimos meses en la comunidad Inmaculada del Rosario en San Bartolo, el superior —a quien sigo admirando por su gran comprensión y sentido de humanidad— me permitió escuchar jazz y cualquier tipo de música clásica sin restricciones, previendo tal vez que yo estaba ya de salida.

Igualmente, cuando se me prohibió leer durante un tiempo cualquier libro que no fuera la Biblia, encontré la oportunidad para leer unos libros de bolsillo en papel biblia de la Editorial Aguilar, que cabían literalmente en la palma de la mano. Pude leer durante mis idas a comprar pan y en los momentos en que me hallaba solo La Ilíada y La Odisea, dos libros verdaderamente fascinantes de la literatura antigua. Lo paradójico es que haya leído estas obras a escondidas, como libros prohibidos, cual si hubiera estado viviendo en una edad oscura de la historia.

Y cuando no tenía esta restricción, tampoco se me pudo controlar lo que leía, pues yo no pedía permiso para leer un libro determinado. Ya era muy tarde. Había comenzado a pensar por cuenta propia y a seguir los dictados de mi propia conciencia.

El Señor de los Anillos de Tolkien fue otra obra que pude leer gracias a una estratagema. Me sentí desde un principio fascinado por la belleza y la profundidad de esta obra maestra. Lamentablemente, entre los sodálites de comunidades campeaba cierta ignorancia respecto a los alcances de la literatura, y dividían los textos entre ensayo (lectura seria) y novelas (lectura de entretenimiento). Según esta división simplista, no era posible encontrar algo intelectualmente sólido y útil para el estudio en la narrativa, mientras que los libros con análisis sistemático de contenidos intelectuales, las colecciones de artículos o las exposiciones de temas objetivos eran categorizados como material de estudio, al cual había que dedicarle mucho más tiempo. Las lecturas “recreativas”, si bien ocupaban un espacio, no merecían tanta atención. Aun teniendo la Biblia como el libro por excelencia —un libro donde la narrativa ocupa la mayor parte—, se mantenía esta concepción distorsionada.

Cuando comencé a leer la obra de Tolkien, mi superior de turno consideró que le estaba dedicando demasiado tiempo y me requisó el libro en cuestión, que no era más que el primer volumen de la obra completa. Cada uno de los tres volúmenes venía con una sobrecubierta propia. La manera que encontré para terminar de leer la obra fue tomar el segundo volumen, quitarle la sobrecubierta y un día en la mañana, cuando todos habían salido, introducirme en la habitación del superior y reemplazar el volumen primero por el segundo, dejando por supuesto la sobrecubierta del volumen primero puesta. Una vez que hube terminado de leer el primer volumen, bastó con devolverlo a la habitación del superior y dejarlo tal como lo había encontrado la primera vez.

Hubo otros casos en que mis actos de desobediencia eran motivados por la obediencia a una instancia superior, expresada en las leyes de la Iglesia. Cuando Luis Fernando dispuso que ningún sodálite de comunidad debía confesarse con un sacerdote que no fuera sodálite, desobedecí en conciencia y con conocimiento de causa. Pues el Código de Derecho Canónico prohíbe expresamente, en la sección correspondiente a institutos de vida consagrada y asociaciones de vida apostólica, que el superior de una casa de formación o comunidad laical determine con quién se deben confesar los miembros que allí viven: «Los Superiores reconozcan a los miembros la debida libertad por lo que se refiere al sacramento de la penitencia y a la dirección espiritual, sin perjuicio de la disciplina del instituto. […] En los monasterios de monjas, casas de formación y comunidades laicales más numerosas, ha de haber confesores ordinarios aprobados por el Ordinario del lugar, después de un intercambio de pareceres con la comunidad, pero sin imponer la obligación de acudir a ellos» (CIC, 630, §1, §3). Estas normas particulares se derivan de la norma general que establece que «todo fiel tiene derecho a confesarse con el confesor legítimamente aprobado que prefiera, aunque sea de otro rito» (CIC, 991). Yo actué con libertad, confesándome con el sacerdote que yo quisiera, pero guardaba silencio por temor a las represalias, pues yo mismo fui testigo de cómo un hermano de comunidad fue amonestado severamente y castigado en consecuencia sólo por haberse confesado con un jesuita y no con un sacerdote sodálite.

Asimismo, cuando en la Liturgia de las Horas se modificaban algunas expresiones o se agregaban palabras o frases a las oraciones oficiales, todo con el fin de que el texto expresara mejor la espiritualidad sodálite, yo tenía mis reparos, y cuando por algún motivo tenía que recitar solo las oraciones de la Liturgia de las Horas, lo hacía sin introducir los cambios mandados por Luis Fernando. Pues «la Liturgia de las Horas, como las demás acciones litúrgicas, no es una acción privada, sino que pertenece a todo el cuerpo de la Iglesia, lo manifiesta e influye en él» (Ordenación General de la Liturgia de las Horas, 20, 2 de febrero de 1971) Y como dice la Constitución Sacrosanctum Concilium sobre Sagrada Liturgia del Concilio Vaticano II, «nadie, aunque sea sacerdote, añada, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia en la Liturgia» (SC, 22 §3), pues «la reglamentación de la sagrada Liturgia es de competencia exclusiva de la autoridad eclesiástica; ésta reside en la Sede Apostólica y, en la medida que determine la ley, en el Obispo» (SC, 22 §1).

Uno de los más graves problemas que se presenta respecto a la obediencia es el relacionado con los Estatutos del Sodalitium. Se supone que todo sodálite se compromete a regirse por esos Estatutos, desde que hace su promesa de aspirante, la primera en la escala de rangos, a la cual le siguen las promesas de probando, formando en cuatro etapas, consagrado temporal, consagrado perpetuo, profeso temporal y profeso perpetuo. Sin embargo, el contenido de los mismos en su totalidad sólo es conocido por quienes han emitido por lo menos una promesa de profeso temporal. Antes de ese momento, sólo se tiene acceso a la parte introductoria —los quince primeros artículos— y sólo a partir de la promesa de probando. Esta parte introductoria sólo contiene definiciones y generalidades sobre el Sodalitium Christianae Vitae y su misión, sin enunciar ninguna norma. Las normas y procedimientos contenidas más adelante sólo son conocidas directamente por quienes están en los niveles superiores. Se origina así una situación absurda y surrealista, que es propicia a que se cometan abusos. Los sodálites en los niveles inferiores están sometidos a unas normas que deben obedecer, pero a cuyos contenidos no tienen acceso directo —y cuya formulación escrita desconocen—. Indirectamente pueden conocer algunas de estas normas, en la medida en que se las comuniquen los superiores y en base a la confianza de que lo que escuchan corresponde exactamente a lo que está escrito y no es una mera interpretación. Esta medida impide que los subordinados sepan si el comportamiento de sus superiores se ajusta o no a las normas, pero permite que los superiores puedan controlar de mejor manera a sus subordinados.

La estructura vertical del Sodalitium hace sumamente difícil, si no imposible, la autocrítica por parte de sus miembros, especialmente si no forman parte de lo que podríamos denominar la “cúpula”. Los que son de la cúpula también salen perjudicados, pues no tienen un feedback acertado de lo que está pasando en la institución. En estas circunstancias, el que quiera emitir una crítica constructiva sólo puede cosechar problemas. Pues la institución tiende a considerar las críticas provenientes de adentro como actos de rebeldía, y las que vienen de afuera como ataques.

La obediencia es presentada en la ideología sodálite como un camino de libertad, en la medida en que libera de todas las ataduras y hace a la persona disponible para el cumplimiento del Plan de Dios. ¿Pero qué Plan de Dios? Aquel que se expresa en el pensamiento de una sola persona, Luis Fernando Figari. ¿Y que ataduras? Todas aquellas que nos vinculan a la normalidad en este mundo, incluidas las de la responsabilidad y la propia conciencia. ¡Y hay que ver los malabares dialécticos que se hacen para justificar este concepto de libertad como renuncia a decidir por sí mismo!

Con el paso del tiempo el Sodalitium Christianae Vitae ha ido perdiendo su impulso inicial y ha ido evolucionando cada vez más hacia un conformismo eclesial y una uniformidad grisácea, perdiendo la fresca rebeldía que tanto me atrajo en sus inicios. Tiene más ex-miembros que miembros —lo cual es uno de los signos de su fracaso— y adolece de mediocridad intelectual y carencia de perspectivas. Su estructura verticalista y autoritaria, sus actitudes y métodos semejantes a los empleados por algunas sectas, su falta de sintonía con la gente normal son quizás algunos de los motivos por los que ha sufrido una considerable “sangría” de miembros. Y, lamentablemente, los intentos de cambio han sido muy tímidos, si no inexistentes. Ciertamente, todavía no es tarde como para darle un giro al timón y enrumbar en la dirección correcta. Eso deseo y espero de todo corazón. Por el bien de los sodálites y de la Iglesia.

NOTAS

1 La unidad sodálite, que yo aprendí originalmente como «unidad de pensamiento, unidad de corazón, unidad de acción, unidad de oración, unidad de apostolado» ha sido objeto de varias formulaciones en los documentos internos del Sodalitium. En la Memoria 1977 de Luis Fernando Figari se formula como «unión de vida, de pensamientos, de solicitud, de sentimientos, de acción» y en las Constituciones del SCV como «unidad de ideales, de vida, de oración, de corazón y de servicio» (Vocación y Espíritu, 6).

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A través de los enlaces correspondientes se puede acceder a los siguientes materiales de referencia:

Por los caminos de Dios (Luis Fernando Figari, 1985)
https://es.scribd.com/document/385846183/Por-Los-Caminos-de-Dios-Luis-Fernando-Figari-1985

Vocación y Espíritu (1989). Contiene los artículos 1 a 15 de los Estatutos del Sodalitium Christianae Vitae.
https://es.scribd.com/document/385846282/Vocacion-y-Espiritu-1989

SODALITIUM 78: PRIMERA ESTACIÓN

El siguiente es un texto autobiográfico, donde plasmo recuerdos que han quedado grabados vivamente en mi memoria. He omitido los apellidos de los protagonistas y varios nombres han sido cambiados.

Playa Naplo

Playa Naplo

El día en que tuve mi primer encuentro con el Sodalitium Christianae Vitae fue también el día en que hojeé por primera vez en mi vida un ejemplar completo de la revista Penthouse. Curiosamente, entre este hecho y mi primer encuentro con un sodálite mediaron sólo unos cuantos minutos. Y tengo que confesar que ambas experiencias me produjeron satisfacción —aunque de distinto signo— en ese momento concreto del año 1978, cuando estaba cerca de cumplir 15 años de edad y tenía ese interés en el sexo propio de la adolescencia, a la vez que buscaba un derrotero para encauzar mis inquietudes y mis interrogantes sobre el sentido de la existencia.

Fue también el día en que asistí por primera vez a un concierto en vivo de rock progresivo, ejecutado por un grupo local de cuyo nombre no me acuerdo. Aunque sí recuerdo que quien tocaba la flauta traversa era Atanasio, un anárquico y atípico sodálite, fan de Jethro Tull, de presencia semejante a la de un hippie y cuyas bodas serían celebradas a lo grande unos cuantos años más tarde como las primeras de un sodálite llamado a la vocación matrimonial. Por razones que ignoro, Atanasio se mudó a los Estados Unidos y abandonó posteriormente el Sodalitium, sin que nunca haya sabido nada más de él. Al igual que muchas otras vidas, cuyos caminos se cruzaron de imprevisto con el del Sodalitium, corrieron un momento —tal vez años— paralelas a su historia y luego se separaron para evaporarse en la niebla de lo incógnito. Lo cierto es que el Sodalitium no guarda registro de los nombres —por lo menos, de manera pública— de aquellos que apartaron sus huellas de su sendero y, más aún, intenta borrar su recuerdo de su memoria colectiva. Como si nunca hubieran existido. Sus nombres dejan de mencionarse, o se transmiten entre susurros en conversaciones sin testigos, como si se tratara de ahogados que se han hundido en un mar de perdición y cuyas sombras se ven a lo lejos como señales fantasmales de un destino maldito que hay que evitar a toda costa.

Pero en este momento me hallaba yo recién ante el inicio de una aventura que se extendería a lo largo de tres décadas. Y que marcaría mi vida a fuego y hierro. Sin que yo pudiera adivinarlo en ese momento, carente de toda solemnidad, tan pedestre y cotidiano como la reunión eventual de un grupo de jóvenes amigos, la mayoría de ellos estudiantes del Colegio Santa María (Monterrico, Lima), conocido en ese entonces por albergar a los hijos varones de familias de clase media y alta de la sociedad limeña. Había también uno que otro estudiante del Colegio Markham y estábamos también Gabriel y yo, de centros educativos de tradición alemana. En realidad nos había invitado a la reunión Felipe, con quien compartíamos una especial afición por el rock progresivo y en cuya casa podíamos escuchar discos de Yes y Rick Wakeman, traídos de Estados Unidos, pues en esa época de gobierno militar la importación de esos productos estaba prohibida y, no obstante que las disqueras nacionales obtenían licencias para fabricar localmente vinilos de esos músicos, no sacaban al mercado todo lo que hasta el momento ellos habían sacado a luz. El gancho había sido precisamente el concierto de rock progresivo, previo al cual íbamos a tener una reunión en casa de Felipe. Yo no sospechaba que se trataba de una reunión de cariz religioso.

Poco antes de que llegara el sodálite encargado al amplio dormitorio de Felipe, situado en la planta alta de una mansión miraflorina, donde iba a efectuarse la reunión, la Penthouse desapareció prestamente en uno de los cajones de la mesa de noche. Aparentemente este tipo de publicaciones no era compatible con la presencia del hombre alto, corpulento y de mirada penetrante, de algo más de veinte años, que dijo llamarse Pepe. Lo acompañaba Martino, también barbado pero de físico más bien delgado y flexible, amplia frente y ojos luminosos. La pertenencia de Martino al Sodalitium no pasaría de ese año. Martino decidió ingresar a la casa de formación de los Carmelitas, pues —según él— esta orden religiosa tenía tras de sí siglos de tradición, mientras que el Sodalitium contaba entonces sólo con siete años de existencia y no podía ofrecerle lo necesario para una formación sólida que le permitiera acceder a la carrera sacerdotal. Martino terminó también abandonando a los Carmelitas, hizo estudios en la Universidad de Lima, donde una vez prestó su colaboración al Concurso Miss Primavero, y finalmente —según me contaron, aunque no lo puedo confirmar— trabajó para una compañía de aviación como auxiliar de vuelo. Aún así, si me lo volviera a encontrar, le agradecería por las palabras que en su momento nos brindó a mí y a Gabriel y que, de alguna manera, sirvieron para desbrozar el camino que conduce de manera misteriosa hacia ese Dios que espera y al cual no podemos definir ni imaginar ni comprender, sólo desear desde lo más íntimo de nuestras recónditas esperanzas. Como he escuchado repetir muchas veces en el Sodalitium: «Dios escribe derecho con líneas torcidas». Y si esto es verdad, debemos desconfiar entonces de las líneas rectas, pues lo que está escrito con ellas será frecuentemente una mera imitación de lo eterno, un espejismo engañoso, mas nunca carne de realidad, barro palpable, escritura de Dios, esa ambigüedad fecunda que rodea nuestras existencias y en las cuales se manifiesta de manera inesperada lo que buscamos y que no podemos expresar con nuestro limitado lenguaje. Y ni siquiera concebir con nuestros pensamientos humanos, tan humanos, tan miserablemente humanos, tan torcidos como esas líneas a través de las cuales se manifiesta lo auténtico.

Pongamos de nuevo pies en tierra y volvamos a retomar el hilo de los acontecimientos. Pues bien, nos habían invitado a una reunión de una Agrupación Mariana, donde se iban a tocar temas relacionados con la religión. Aunque la forma en que se planteó el tema principal no tuvo nada que ver con el discurso edulcorado de curita de parroquia o monja celestial con el cual asociábamos por entonces lo religioso. Toda la discusión giró en torno a una sola pregunta: ¿qué razones teníamos para no suicidarnos? La labor de Pepe era sabotear todas las respuestas que le dábamos, desmantelándolas hasta quedar en escombros. Ninguno de los motivos que teníamos era suficiente como para seguir en vida. Cada vez sentíamos más cerca la nube negra del sinsentido, y se despertaba en nosotros el deseo intenso de encontrar una razón poderosa que le diera un norte a nuestras mediocres existencias.

Curiosamente, no era la primera vez que pasaba por semejante experiencia. La misma pregunta ya me había sido formulada el año anterior por Machuca, un extraño sujeto de costumbres bohemias —tal vez otra línea torcida más—, que fuera mi profesor de religión en el Colegio Humboldt. Ese año llegó, como ave de paso, para hincar sus cuestionamientos hondo en mi carne, tratar de levantar nuestras miradas por encima de la mediocridad que la gente suele llamar normalidad, y abandonarnos a fin de año por motivos de fuerza mayor —llámese director de colegio indignado por contenidos impropios y subversivos vertidos durante las clases de religión—. Pues Machuca tenía la libertad de hablar con nosotros de todo aquello que pudiera interesarnos —drogas, sexo, rock, política, psicología, etc., etc.— y acogía las críticas que nosotros teníamos frente a ese mundo en que estábamos viviendo la transición de la infancia hacia la mayoría de edad, pero a la vez iba más más allá, haciéndonos quedar como rebeldes a medio camino, revolucionarios de medio pelo, candidatos a ser absorbidos por esa sociedad que criticábamos y que terminaría disolviendo nuestras esperanzas, relegándolas a la condición de meros síntomas hormonales de la adolescencia febril. Como decía cínicamente alguien de mi entorno cercano perteneciente al mundo adulto: todos hemos querido alguna vez cambiar el mundo, pero al final maduramos y nos adaptamos a él. Y uno, después de madurar de esa forma, se termina pudriendo, añadiría yo. Para no dejar en el mundo más que una mancha húmeda y maloliente en la tierra que le sirva de última morada. Y eso fue todo.

Pero para mí era recién el comienzo. La conversación que mantuvimos con Pepe, en un lenguaje salpicado de palabras malolientes propias de la juventud limeña —lenguaje que yo recién estaba aprendiendo y al cual nunca llegué a acostumbrarme— resucitó en mí recuerdos de los cuestionamientos suscitados por Machuca, dándome el presentimiento de que se abría un nuevo camino en el cual podría por lo menos buscar respuestas a mis inquietudes y saber por qué valía la pena vivir, aunque en ese entonces aún no veía las dimensiones que llegaría a tomar ese camino.

Era entonces marzo de 1978. Un mes después Gabriel y yo, luego de un campamento de Semana Santa en Playa Gallardo, donde tuvimos nuestros primeros escarceos con el alcohol, aunque sin caer en los excesos de una borrachera, fuimos invitados a un retiro, que sellaría el cambio que se estaba operando en nosotros. Frisábamos los 15 años de edad y vivíamos esa etapa de incertidumbres que muchos llaman adolescencia, dando los primeros pasos dentro del descubrimiento de la propia identidad, buscando experiencias en las que se mezclaban lo más sublime con lo más sórdido, aunque, quién sabe por qué designios divinos, no llegamos nunca a caer en ninguno de esos abismos que destruyen existencias humanas y que acechan a sus víctimas en edad tan temprana. Nos gustaba el rock progresivo (Pink Floyd, Yes, Rick Wakeman, Emerson Lake & Palmer, Queen) y pesado (Led Zeppelin y Deep Purple), así como la música clásica y folklórica (fue Gabriel quien me inició en la escucha de Chabuca Granda y del argentino Jorge Cafrune). Gustábamos de introducirnos en el mar, particularmente cuando las olas eran más peligrosas, y disfrutábamos de los veranos en las playas calurosas de Lima, todavía sin haber conocido nuestro primer amor. Este conocimiento se vería postergado en el caso de Gabriel de manera perdurable, pues llegó a consagrar su vida entera al Sodalitium, y en mi caso por más de una década, cuando volví a andar por senderos de barro tras años de vivir en un mundo aparte que se regía por leyes distintas a las del común de los mortales. Y ese primer amor fallido desató un torbellino de emociones encontradas, como si hubiera retomado mi adolescencia interrumpida y la estuviera terminando concentrada en un tiempo recuperado que yo sabía breve. Esa fue la primera vez en que me sentí teniendo varias edades a la vez. Y hasta ahora me siento tan viejo como aparento y tan niño y tan joven a la vez, hasta el punto de que ya nadie logra adivinar con exactitud mi edad, pues las señales corporales del tiempo transcurrido revelan algo distinto que la mirada o la sonrisa jovial, a veces irónica.

El primer retiro al que fuimos invitados tuvo lugar un fin de semana de abril de 1978. Martino participó como miembro del equipo organizador junto a Germán, el Gordo Valdez y Alejandro. No me acuerdo de los nombres de todos los demás participantes. Sólo sé que además de nosotros dos estaban Freddy, Galletón, Tato, mi primo Miguelito y otros rostros que se han borrado de la memoria. Formábamos un grupo de unos ocho jóvenes. Tuvimos una primera conversación el día viernes en la noche, luego de haber dejado nuestras pertenencias en el vestíbulo de la casa de playa en Naplo —un balneario al sur de Lima—. He de suponer que nuestros maletines fueron revisados sin que nosotros tuviéramos conocimiento de ello, a fin de requisar todo lo que pudiera caer bajo la categoría de bebida alcohólica, tabaco o droga —marihuana, por ejemplo—. Digo que he de suponer, pues esta práctica se aplicaba por norma a todo retiro, como después pude comprobar yo mismo con mis propios ojos en otras ocasiones. Del mismo Germán se contaba que, antes de haberse convertido a la fe, fumaba marihuana y que en el primer retiro al que fue como joven participante convenció al Gordo Joaquín, miembro del equipo organizador, de fumarse un troncho de marihuana junto con él. De la verosimilitud de esta anécdota da testimonio la Biblia Nácar-Colunga que Germán tenía en su propia habitación en su casa —y que yo tuve la oportunidad de ver y tener en mis manos—, a la cual le faltaban las introducciones y los índices, pues Germán había utilizado las hojas para liarse algunos tronchos de marihuana.

El retiro comenzó con una charla de introducción, en que se nos invitaba a cuestionar nuestras vidas, de cara a un compromiso cristiano y un descubrimiento de la persona de Jesús. ¿Para qué estábamos ahí? Para descubrir quiénes éramos personalmente y encontrarle un sentido válido a nuestras jóvenes existencias. Ni qué decir que esa manera de hablar sobre el cristianismo proveniente de personas jóvenes, con un lenguaje procaz y atrevido semejante al de jóvenes como nosotros, con inquietudes semejantes a las nuestras y tan llenas de convicción, resultaba sumamente atrayente. Era una forma de hablar muy distinta a la que asociábamos con los curas de parroquia y los educadores religiosos, tan aburridos, tan sosos, tan irrelevantes para nuestras ansias de aventura y de nuevas experiencias.

De los miembros del equipo, la persona que más recuerdo es a Germán, quien frisaba por entonces los veintiún años y lucía ya su barba característica, siempre con su mirada jovial y fresca. A pesar de su corta edad, mostraba señales de madurez muy por encima de otros jóvenes de su edad y tenía esa calidez acogedora y humana que mencionan los que lo han conocido. Ya en ese entonces mostraba esa energía concentrada que lo llevaba a entregarse generosamente a las tareas que surgían de su compromiso cristiano, energía que era de temer cuando por algún motivo se indignaba y daba rienda suelta a una ira controlada, nunca explosiva. Si bien he de admitir que esos ocasionales arranques de indignación se hicieron menos frecuentes con el pasar de los años.

Germán jugó un papel muy importante en la «introspección» a la que fuimos sometidos esa noche, y que marcaría un punto de quiebre en mi vida. ¿A qué me refiero cuando hablo de «introspección»? Se trata de una práctica que se empleaba en los retiros en la primera época del Sodalitium, pero que luego fue abandonada, debido a que se prestaba a abusos. La «introspección» era un método para sacar a la luz lo más íntimo de la persona, lo que se creía protegido de toda mirada extraña, incluso aquello que la persona no sabe que esconde en su interior, pero que reconoce como verdadero cuando se le muestra en toda su crudeza. Era considerado un proceso doloroso, pero necesario para confrontarse con la verdad sobre uno mismo. Y era a la vez un despojamiento, que llevaba a una desnudez interior forzada, a una vulnerabilidad emocional que abría la puerta a una conversión inicial, producida por la necesidad de encontrar un punto de sustento frente al horror de una sobredosis de verdad revelada sobre uno mismo.

¿Cómo se hacía esto en la práctica? Cada uno de los participantes del retiro tenía que comenzar hablando sobre sí mismo, sobre quién era —evidenciando cuánta capacidad de análisis propio tenía—, sobre las cualidades y defectos propios, sobre sus relaciones de amistad con los otros participantes —en el caso de que las hubiera—, sobre lo que él creía que los demás pensaban de él. A continuación los demás, por turno, decían lo que pensaban de él. Había aquí una primera discrepancia, pues la imagen propia solía diferir de la imagen que tenían los demás sobre uno. Todo esto podía durar una hora, pues los miembros del equipo del retiro animaban a los participantes a hablar, hacían presión, sugerían nuevos puntos. Poco a poco ese conflicto entre la propia imagen y la ajena iba erosionando los muros del yo, generando angustia, dolor, frustración y, al final, lágrimas liberadoras. Si llegado un determinado momento nada había ocurrido, Germán, con intuición penetrante como un cuchillo, resumía lo que había observado y daba la estocada final, o en caso de que las lágrimas ya hubieran sido vertidas, aportaba la palabra consoladora y hacía propuestas de lo que uno debía hacer para cambiar y convertirse en una persona mejor. Escapar era imposible, en la sala de una casa de playa alejada unos 70 kilómetros por carretera de Lima, rodeada por la oscuridad de la madrugada marítima. Pues parte de la efectividad de las «introspecciones» residía en que comenzaban bien avanzada la noche y continuaban hasta horas de la madrugada, cuando las defensas personales están bajas y cuando una huida se percibe como imposible, pues no hay lugar donde refugiarse.

Cuando me llegó el turno, y tras casi una hora de asedio, Germán me habló y, como si su lengua fuera una espada afilada, fue cortando y separando lo verdadero de lo falso en todo lo que yo había dicho. Terminé sientiéndome como un pulpo al que lo hubieran volteado desde adentro hacia afuera. Ya no quedaba nada de la imagen de mí mismo como una persona tranquila, de pocas emociones, con amigos verdaderos. Salió a la luz mi complejo de inferioridad —que curiosamente casi todos los participantes teníamos—, mi carácter reprimido, mis frustraciones sentimentales, en fin, todo lo que yo hubiera querido retener en el núcleo de mi intimidad. Y, curiosamente, este acto de violación psicológica —donde mi libre asentimiento quedaba fuera de juego y donde la única resistencia posible hubiera sido un acto de violencia— iba acompañado de un sentimiento de liberación, pues Germán cuidaba de ajustar las tuercas donde fuera estrictamente necesario y buscaba abrirme el camino hacia una realidad superior.

Pero no todos eran como Germán, y ocurrió a veces que esta práctica fue aplicada con efectos nefastos, sobre todo cuando se quería a toda costa llevar a la persona a romper en lágrimas, única señal reconocible de que se había «quebrado». Hubo quienes se regocijaban en el poder que este procedimiento les confería, hubo algunas de las víctimas que adquirieron problemas adicionales a las que ya tenían. Pero imperó la sensatez, y se decidió en los 80 abolir esta práctica.

Sin embargo, permanecieron sus secuelas —o alguna maneras similares de aplicarla con menor crudeza—, pues en el Sodalitium se mantuvo siempre el principio tácito de que todo tipo de vida privada es un peligro para la vida comunitaria y, por lo tanto, todo lo íntimo que la persona guarda en su interior debe ser sacado a la luz. La decisión de no hacerlo se consideraba un acto de rebeldía. Serían incontables las veces que durante mi vida como sodálite se me presionaría para que revelara lo que yo hubiera preferido guardar en mi interior, y no se cejaría hasta haber logrado el objetivo. Incluso aquello de lo cual me avergonzaba profundamente llegaría a conocimiento de otros. Si se quería permanecer como miembro de la comunidad sodálite, se tenía que aceptar que los secretos personales fueran arrancados de su nido y puestos bajo la mirada de otros.

Los fines de la «introspección» —aunque no la manera específica en que se practicaba— han estado siempre presentes en la aproximación del Sodalitium a las personas concretas, especialmente aquellas a las que se buscaba incorporar a las propias filas: introducirse en el interior de las personas de manera violenta y manipuladora, exponerlas ante la mirada ajena y luego proponer un compromiso con la fe cristiana, que pudiera llenar el vacío producido. No se puede negar que esta línea torcida conducía verdaderamente a muchos a la fe y, con el tiempo, se iba madurando en un compromiso libre y consciente, asumiendo la fe de manera responsable. Pero también es cierto que esto se hubiera podido lograr también con métodos más respetuosos de la dignidad humana.

A la búsqueda activa de prosélitos se le llamaba «hacer apostolado». El objetivo era lograr el compromiso cristiano de la persona, no sin antes haber derribado sus defensas personales y haber sacado sus intimidades a la luz. Era necesario confrontar a la persona consigo misma y hacerle descubrir su «vacío existencial», que se expresaba en una «nostalgia de Dios». Para llegar a este punto no se retrocedía ante actos de manipulación psicológica, aunque sin llegar a la crudeza de una «introspección». Toda resistencia era catalogada de maligna: era parte del «hombre viejo» de pecado que se resistía a morir. Había algo de violento en esta aproximación, lo cual se reflejaba en el lenguaje coloquial de los sodálites cuando relataban en encuentros y reuniones informales cómo se había logrado que la persona se «quebrara», en frases cargadas de agresión como «le saqué la mierda» o «le di con palo», o utilizando un simbolismo sexual alusivo a la violación: «le bajé los pantalones» o «le entré con todo», ya que se pudo lograr al fin que el sujeto «se abriera de piernas». Si bien este lenguaje no era fomentado de manera explícita, tampoco era censurado de ninguna manera. Pues nuestro compromiso tenía un «estilo viril», ya que éramos jóvenes a los cuales «ya les apestaban las bolas» y debíamos comportarnos y luchar como hombres, no como «hembritas», que lloran y se quejan por cualquier minucia. Teníamos que estar dispuestos a todo, a «sacarnos la mierda», pues «lo único que no puede hacer un sodálite es parir». Pues la meta a alcanzar era la santidad, ¡qué carajo! ¡Y había que conquistarla como hombres a través de la lucha contra uno mismo! Había que estar «arrechos por Cristo», según palabras oídas de boca del mismo Luis Fernando Figari.

¿Cómo armonizar este lenguaje tan procaz y sexualizado con la moral cristiana en lo que al campo de la sexualidad se refiere? Pues no parecía haber ningún problema. Todavía recuerdo que el sábado Pepe nos dio una charla sobre sexualidad, en la cual explicó este asunto dentro del marco de la visión católica-cristiana, con profundo respeto y delicadeza hacia quienes le oíamos. ¿Tendría esta aproximación personal suya algo que ver con el hecho de que tanto a él como a Germán nunca les escuché ninguna frase de contenidos sexualizados y vulgares para referirse a realidades elevadas? Muy probablemente. Pepe siempre me inspiró un profundo respeto, en especial por sus constantes esfuerzos de vivir siempre la reverencia, sus silencios que evidenciaban o bien su incertidumbre ante los misterios de la fascinante y ambigua realidad que nos acompaña en cuanto humanos, o bien su sufrimiento ante lo que intuía en el corazón de las personas a las que llegaba a conocer, su elevación de miras a la vez que una mirada compasiva ante la debilidad humana. Rara vez lo vi enojarse.

El tema de la sexualidad humana, explicado en un lenguaje apropiado para jóvenes adolescentes, aparecía iluminado y adquiría sentido en el amor. Y se manifestaba como lo más natural del mundo prescindir de su ejercicio en aras de un amor más grande, sobrenatural, omnipresente. Las relaciones prematrimoniales y la masturbación, dos de las prácticas más comunes entre jóvenes varones en los cuales se había iniciado el despertar sexual, se revelaban como actos de egoísmo, que marchitaban el amor de manera temprana. La honesta finura de Pepe era todo lo opuesto a lo que nos había espetado teatralmente el Gordo Valdez a todos en la «introspección» de la noche anterior: «¡Mírate las manos! ¡Con las mismas manos con las que acaricias a tu madre, con esas mismas manos te pajeas!» «¡Nooooo!», gritó uno de nosotros, llevándose las manos a la cara. Igual efecto buscaban lograr frases sensacionalistas en las que se mencionaba lo más rastrero junto a lo más sublime: «¡Cada vez que te masturbas, estás crucificando de nuevo a Cristo!» Ni qué decir, en ese entonces creíamos intensamente en el poder sacrílego de un acto de debilidad tan bajo. Como si el poder de destruir lo más excelso del mundo estuviera en nuestras manos.

Durante ese retiro también se aplicaron otras tácticas de manipulación psicológica, como la de hacerle gritar a uno de los participantes «¡Soy un hombre!» repetidas veces, señalándole cada vez que no había gritado lo suficientemente fuerte e instándole a hacerlo de manera más estentórea cada vez. Gritó y gritó hasta que no pudo más, y rompió en lágrimas con el ego quebrado. Probablemente nadie haya escuchado sus gritos, pues era otoño y las playas del balneario de Naplo lucían una oscura soledad esa noche, tan oscura como los terrenos del alma en los que nos estábamos adentrando.

Asimismo, nuestra joven sensibilidad quedaba impresionada cuando veíamos llorar a nuestros coetáneos, una vez que sus dramas personales eran sacados a la luz. Todavía en la adolescencia, no habíamos aprendido a comunicarnos a ese nivel y vivíamos la liviandad y ligereza de las cosas. De pronto nos veíamos arrojados a pozos profundos y la única mano salvadora nos venía de gente joven, aunque algo mayor que nosotros, que quería conducirnos a la presencia de un Cristo tan novedoso a nuestros ojos, nunca visto en los mediocres ambientes parroquiales que eran para nosotros la imagen medio muerta de una Iglesia aburrida por naturaleza.

Por lo demás, hubo las charlas propias de un retiro, en que se tocaron temas como los males que aquejaban al mundo, la necesidad del conocimiento personal, una aproximación muy humana a la persona de Jesús, la importancia de la Iglesia y el compromiso cristiano, todo ello en medio de bromas y comentarios picantes. Y en los intermedios realizábamos dinámicas de grupo que reforzaban lo que estábamos aprendiendo. Una de estas dinámicas y a la vez ceremonia ritual era la “quema de pecados”. Cada uno escribía en un papelito sus pecados más graves. Los papeles eran luego quemados todos juntos en una fogata, simbolizando la ruptura con nuestra vida anterior y el inicio de una nueva etapa. Por supuesto, también venía un sacerdote para confesarnos a todos e impartirnos la absolución sacramental. Había quienes no se habían confesado en años, pero que ahora lo hacían con buena disposición.

En el retiro había también momentos de esparcimiento, que eran aprovechados para juegos rudos y bromas varoniles, en espíritu de camaradería. El domingo en la mañana jugamos un partido de fulbito en la playa, donde Germán mostró el dominio de la pelota que siempre lo caracterizó.

Cuando regresamos a Lima, todos estábamos convencidos de que se había operado un cambio sustancial en nuestras vidas y que desde ahora seguiríamos para siempre la senda señalada por el Señor Jesús. Con el paso del tiempo, muy pocos permaneceríamos en ese camino, más que nada por convicción propia y habiendo superado lo que vivimos ese fin de semana de abril de 1978.

Ése fue para mí un año lleno de experiencias. Me enamoraría de una chica de mi edad sin ser correspondido. Comencé a independizarme psicológicamente de mis padres —¡cuánto les debe haber hecho sufrir esto!—. Comencé a hacer cuentas conmigo mismo y a conocerme más a mí mismo. Sobre todo comencé a romper las corazas de timidez que me aprisionaban, pues en esa época era un chico tranquilo, muy encerrado en mí mismo, no por decisión propia, sino por incapacidad de exteriorizarme adecuadamente. La posibilidad de dar una caricia, de usar el lenguaje corporal para tocar físicamente a alguien, de gozar con soltura de una cierta alegría vital eran ajenas a ese muchacho adolescente, dominado por una cierta tristeza y atraído por el aspecto desolador de la existencia, donde creía encontrar una veta de profundidad que era ajena a los triviales gozos que adornan las vidas del común de los mortales. Eso explica por qué El lobo estepario de Hermann Hesse fue uno de los libros cuya lectura devoré con urgente ahínco en esos días.

Lo que por entonces me ofrecía el Sodalitium parecía compaginarse perfectamente con esa búsqueda de algo más profundo en la vida, considerando que ahí se leía sobre temas referentes al sentido de la existencia, se conversaba sobre ellos, se sacaban a la luz los problemas personales de cada uno y se prestaba una ayuda para poder manejarlos. Previo compromiso con la comunidad, por supuesto. Lo cierto es que a partir de ese mes de abril de 1978 toda mi vida comenzó a girar en torno al Sodalitium: mis deseos y aspiraciones, mis amigos, mis estudios, mi futura carrera profesional, mi vida afectiva, absolutamente todo.

Pasarían décadas antes de que volviera a sentir el sabor de una libertad verdadera ganada a pulso y descubriera lo vastos y misteriosos que son los caminos que va abriendo Dios al ritmo de las pisadas humanas en nuestro mundo.

ELOGIO DEL SODALICIO

espada_flamigeraEl Sodalicio de Vida Cristiana ciertamente jugó un papel importante en la conformación de mi identidad personal. Yo no sería quien soy si no es porque en un momento de mi vida esta línea torcida de Dios me salió al encuentro y se convirtió en un camino para descubrir realidades que en ese momento no percibía, cuando era solamente un joven desorientado, insatisfecho, buscándole sentido a un mundo que parecía no tenerlo. El Sodalicio me permitió adentrarme en ese libro misterioso que escribe Dios de manera invisible, ese laberinto de páginas incomprensibles, rompecabezas incompletos y renglones entrecruzados que llamamos vida y que sólo cobra sentido desde la perspectiva de la eternidad insondable. Gracias al Sodalicio descubrí la fe cristiana de una manera intensa y vibrante en un momento en que podría haberla perdido, y se despertaron en mí las inquietudes intelectuales que me han acompañado a lo largo de mi vida. Aunque he de confesar que este redescubrimiento de la fe ya se había iniciado un año antes, cuando yo tenía 14 años de edad, gracias a un atípico profesor de religión, de talante bohemio, que tuve en el Colegio Alexander von Humboldt, quien tuvo la valentía, con un estilo desenfadado, de cuestionar mis seguridades de adolescente omnisciente, hacer que tomara conciencia de lo burgueses y conformistas que eran mis actitudes rebeldes y abrirme las puertas a una búsqueda que tocaría puerto un año después.

En el Sodalicio aprendí a nutrirme de esa visión de eternidad que otorga la fe, a mirar a Jesús de manera novedosa y vital, a abandonarme en las manos maternales de Santa María Virgen, a preferir los bienes que se pueden atesorar en el corazón a los bienes materiales que uno atesora en la tierra, a hablar con sinceridad y a huir de todo tipo de hipocresía y doblez del alma, a tomar conciencia de los talentos que Dios me ha concedido para compartirlos con mis semejantes, a entender la vida como un acto de amor y servicio que se ofrece gratuitamente y que lleva al sacrificio de las propias comodidades y seguridades, a vivir la dinámica de lo provisional sin hacerme muchas preocupaciones por el futuro y alegrándome por los dones que ofrece el presente, a no rendirme nunca ante las adversidades, a querer amar hasta el extremo, a alegrarme con las cosas sencillas, a ver el dolor como parte del recorrido que uno tiene que hacer en esta tierra de sombras, a sentirme siempre en la presencia de Dios, cuya luz se vislumbra en todo lo que ocurre y no permite nunca que perdamos la esperanza.

En el Sodalicio conocí a muchas personas de gran calidad humana, buena voluntad, conciencia recta e integridad moral, y también hice muchos amigos, a los que sigo mirando con aprecio y respeto y hacia los cuales siempre tendré el corazón abierto, cual habitación pequeña pero abrigada, donde puedan entrar y calentarse al fuego, mientras toman el vino que les ofrezco y se olvidan por un momento de las inclemencias que trae la vida. Pues la lealtad franca y abierta hacia las personas que confían en uno y que no ocultan trastiendas en sus almas es algo que también aprendí en el Sodalicio.

El Sodalicio que yo conocí en los 70 estaba muy lejos de esa imagen de personas tiesas, formales, de trato cortés pero distante, adscritas a un idealismo religioso que los aleja del común de los mortales. Es cierto que la manera de participar en las celebraciones litúrgicas comenzaba a alimentar esa imagen. Ya desde entonces se tenía la costumbre de usar traje azul en las festividades solemnes, cantar con voz fuerte y estilo marcial, cuidar los detalles en la presencia física —pulcritud, sobriedad de gestos, contención— y actuar todos de manera similar. Pero en ese entonces este tipo de solemnidades eran relativamente escasas, y lo que reinaba era un espíritu de informalidad y camaradería ajeno a las formalidades asociadas a lo religioso. El lenguaje que se utilizaba no retrocedía ante las expresiones más crudas y obscenas. Yo nunca estuve acostumbrado a ese lenguaje, cosa rara entre los jóvenes de mi medio social, y tuve que aprenderlo para comunicarme con mis compañeros de camino en el Sodalicio. Fue así que el inicio de mi compromiso cristiano coincidió con mi iniciación en el lenguaje vulgar y malsonante, que por lo general había estado ausente de mi vida, por educación y por decisión propia.

Conformado en ese entonces por jóvenes que estaban a lo más en la mitad de sus años veinte ‒quien más edad tenía era Luis Fernando Figari, que superaba la treintena‒ no faltaban las locuras juveniles propias de esa edad. Había, por ejemplo, quien conducía su coche por las calles de Lima a velocidades que llegaban a los 80 kilómetros por hora. Teníamos a veces conversaciones nocturnas en las que hablábamos sobre libros y películas críticas de la sociedad, muchas veces en cafés pintorescos de la noche limeña, algunos de los cuales ya no existen. Hermann Hesse era uno de los autores más comentados, cuyos libros Demian y Siddharta eran de lectura casi obligada para quienes nos adentrábamos en la dimensión profunda de la existencia. Mi afición por el buen cine también se afianzó en aquella época, cuando las inquietudes despertadas me hicieron acudir a a las salas de cine y cine clubes en busca de algo más que entretenimiento. Recuerdo que vi en ese entonces obras memorables del Séptimo Arte como El extranjero (Lo straniero, Luchino Visconti, 1967), La naranja mecánica (A Clockwork Orange, Stanley Kubrick, 1971), Un hombre de suerte (O Lucky Man!, Lindsay Anderson, 1973), Alguien voló sobre el nido del cuco (One Flew Over the Cuckoo’s Nest, Milos Forman, 1975), El show debe seguir (All That Jazz, Bob Fosse, 1979) y Estados alterados (Altered States, Ken Russell, 1980), que luego fueron objeto de largas disquisiciones para atrapar los significados que se me escapaban e iluminarlos desde la perspectiva cristiana rebelde que asumíamos.

El Sodalicio era un espacio de aventura que canalizaba nuestras ansias rebeldes y nos permitía ver la realidad desde una perspectiva distinta, a la vez que se erigía como proyecto para transformar el mundo y reconducirlo hacia su centro, convirtiéndolo de salvaje en humano, y de humano en divino, partiendo de la transformación de las personas a través de su conversión a la fe cristiana. He de admitir que en el Sodalicio se iniciaron recorridos personales maravillosos, trayectorias que enrumbaron a muchos jóvenes inquietos, voluntariosos y llenos de buenas intenciones por caminos que de otra manera hubieran terminado en la mediocridad de existencias pequeño burguesas y rutinarias, sin mayores alicientes.

¿Cuándo comenzó a irse a pique este sueño? ¿En qué momento aparecieron las primeras señales de decadencia? ¿O acaso no estuvieron presentes desde un inicio? ¿Como cuando se sometía a las personas a rondas de preguntas en grupo, forzándolas a ventilar ante otros problemas privados y personales? ¿O cuando, a fin de lograr los objetivos propuestos en el apostolado proselitista, en algunos casos se les hizo beber licor a algunos jóvenes hasta emborracharlos, a fin de de que bajaran sus defensas psíquicas y estuvieran mejor dispuestos a que se abordara sus secretos personales sin restricciones? ¿O cuando en algunos retiros se aplicaba una dinámica de grupo, en que todos los participantes se echaban sobre el piso con los ojos cerrados, y uno de los miembros del equipo se hacía pasar por un enfermo terminal de cáncer y contaba una historia desgarradora, a fin de generar miedo y angustia ante la muerte en los jóvenes menores de edad que escuchaban y, de esta manera, inducirlos a aceptar el mensaje de salvación que ofrecía el Sodalicio? ¿O cuando se nos pedía que no contáramos a nuestros padres las cosas que hacíamos, veíamos y escuchábamos en las reuniones sodálites, fomentando incluso la desobediencia hacia ellos mediante el argumento de que ellos no sabían lo que era bueno para nosotros puesto que no tenían un compromiso cristiano de veras sino mediocre y, como pertenecían al mundo, no iban a entender de qué iba lo nuestro? ¿O cuando eran aplicados tests psicológicos a jóvenes menores de edad, sin conocimiento ni consentimiento de sus padres, por parte de sodálites sin formación profesional ad hoc, a fin de lograr la adhesión de los jóvenes al grupo, además de otras dinámicas orientadas a controlar la psique de las personas y hacerlas dependientes de los sodálites mayores? ¿O cuando a un joven menor de edad su consejero espiritual ‒que no era Germán Doig sino otro sodálite de la primera generación‒ le pidió que se desnudara por completo e hiciera como que fornicaba una silla, para ver si así lograba romper sus barreras psicológicas? ¿O cuando ya en esa época se presentaba a Luis Fernando Figari como una especie de iluminado y se consideraba cualquier conversación con él como una experiencia que necesariamente iba a contribuir a la propia transformación dentro del camino hacia la santidad deseada? ¿O cuando en los dos primeros Convivios, congresos de estudiantes católicos organizados por el Sodalicio para jóvenes de 16 y 17 años en edad escolar, realizados en 1977 y 1978 respectivamente, se iniciaron las sesiones del primer día, viernes en la noche, con la exhibición de películas clasificadas para mayores de 18 años por su alto contenido de violencia, a saber, Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976) —clásico moderno que, sin embargo, no deja de ofrecer una visión deprimente de un entorno social determinado y termina en un baño de sangre de violencia inusual para la época— y Centinela de los malditos (The Sentinel, Michael Winner, 1977) —película de terror que presenta escenas de gran impacto, sórdidas y repugnantes, con personajes salidos del infierno—? ¿Y que la exhibición de estas películas en ambos Convivios tenía la intención de generar en los jóvenes participantes una especie de ablandamiento psicológico mediante una especie de terapia de shock, a fin de hacerlos tomar conciencia de los «males del mundo» y hacerlos más receptivos al mensaje que se les quería transmitir? ¿No se parece todo lo descrito anteriormente a las técnicas de control mental y manipulación de conciencias que han practicado varias sectas?

¿Eran estas señales de decadencia o solamente errores juveniles producto de la falta de experiencia? ¿Y lo que vino después en los 80? ¿Cuántos saben que el primer sodálite de vocación matrimonial que se casó tuvo una misa de bodas que fue celebrada con gran solemnidad, a lo grande, y que al final terminó migrando con su esposa a los Estados Unidos y se desvinculó completamente del Sodalicio? ¿Cuántos saben que el único sacerdote sodálite ordenado por el Papa Juan Pablo II en 1985 terminó colgando los hábitos y separándose de la institución, y que el número de la revista Alborada donde aparecía su foto junto con el Papa fue requisado y sacado de circulación, a fin de que nadie se acordara nunca más de él? ¿Quién recuerda a aquel miembro de la cúpula sodálite ‒actualmente exsodálite‒ que fue confinado por un tiempo en una de la comunidades por haber cometido una falta grave que nunca se nos quiso revelar, y que se nos dijo que era referente a la obediencia, aunque las circunstancias adjuntas hacen sospechar más bien de una falta como aquellas que muchos jerarcas de la Iglesia han solido ocultar, dizque a fin de evitar escándalos? ¿No fue una señal más el hecho de que los padres de familia de un joven sodálite secuestraran a su propio hijo con ayuda de policías corruptos, lo tuvieran confinado y bajo vigilancia en una localidad de las afueras de Lima y luego lo enviaran a Estados Unidos, país desde el cual el joven logró burlar la vigilancia y regresar a Lima vía Canadá gracias a la ayuda de un miembro de la cúpula sodálite, para luego vivir con nombre falso durante meses en una comunidad sodálite y finalmente, con el paso del tiempo, desvincularse totalmente de la institución? Secuestro de su propio hijo, ¿no se parece esto a algo que sólo recuerdo haber visto en películas que tratan sobre sectas? ¿Y qué pasó con aquel joven que vivía en una de las comunidades de formación de San Bartolo y al que un día le dijeron que no era apto para la vida en comunidad y que no creían que tuviera vocación, y por lo tanto debía regresar a vivir a casa de su padres, de cuya azotea se habría lanzado al vacío meses después para encontrar una muerte temprana por propia mano? ¿Y las huidas entre gallos y medianoche de quienes ya no querían vivir en comunidad, y que preferían aprovechar las horas nocturnas para retornar a una vida normal, antes que manifestar su deseo de forma abierta a los superiores, pues ello implicaba pasar meses de meses en estado de discernimiento obligatorio, sometidos a observación y a una dura disciplina, antes de que por fin se les permitiera salir al mundo, y siempre con el estigma de haber fracasado, que no es mucho peor que el estigma de “traidores” que se les colgaba en secreto a quienes se largaban “por la puerta trasera”?

El Sodalicio tenía potencial para ser grande y su misión prometía tener alcance universal. La energía y el ímpetu de jóvenes dispuestos a los más grandes sacrificios por seguir a Jesús el Señor, a comprometerse con la Iglesia y a actuar como levadura cristiana de buena calidad en la sociedad estaba presente. Y sinceramente, agradezco por lo que significó esa etapa de mi vida en todo aquello bueno que contribuyó a mi desarrollo personal y por haber significado para mi el inicio del seguimiento de Jesús en el Pueblo de Dios que es la Iglesia. Agradezco por todas las personas buenas que conocí y por las amistades que todavía mantengo. Agradezco por haber despertado en mí inquietudes intelectuales y haberme impulsado a hacer de mi vida una continua búsqueda preñada de una nostalgia entrañable de eternidad. Agradezco por mi mujer y por la consagración que hicimos a la Virgen María como matrimonio —que lo que se le entrega a Santa María, en buenas manos está, y lo consagrado, consagrado queda—. Agradezco por todos los momentos de alegría, de tristeza, de incertidumbre y esperanza compartidos con tantos compañeros en la brega, estén o no estén actualmente en el Sodalicio. No obstante todas estas cosas buenas y positivas, lamentablemente los gérmenes de decadencia también estaban presentes e hicieron su labor. Esperamos que la nueva generación que ha asumido los puestos directivos en la institución sepa reaccionar adecuadamente y devolverle la salud a un cuerpo enfermo aquejado de autoritarismo, verticalismo, anquilosamiento intelectual y espiritual, ceguera histórica, espíritu sectario, aburguesamiento institucional y falta de tolerancia y de libertad. Es lo que deseo de todo corazón. Por el bien de la Iglesia y de los sodálites.