LA MEMORIA RECOBRADA DE UN ABUSO SEXUAL EN LA INFANCIA

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Si hay hechos reales que se parecen a este relato de ficción, eso es inevitable. Como diría el aviso previo de una película que nos cuenta una sucesión de acontecimientos que nos resultan conocidos, la siguiente narración está basada en hechos reales ocurridos en los 70. Tan reales como que fue el mismo Eleodoro quien desgranó ante mí su historia entre susurros, con lágrimas que me horadaron el alma.

A Eleodoro siempre le había fascinado la casa de su abuela en Lima. Construida por encargo de su abuelo —a quien nunca conoció— en los años 20 del siglo pasado, se erigía en medio de un parque de olivos como una mansión sacada de un cuento de Edgar Allan Poe. Era un lugar misterioso, prometedor de aventuras y secretos para los nietos que la visitaban. Las numerosas habitaciones de techos altos y olor a rancio hablaban de gloriosas épocas pasadas, cuando su abuela se había convertido en la joven esposa de un ilustre ciudadano extranjero que ya estaba frisando la edad madura. Seis retoños habían crecido entre esas paredes cargadas de recuerdos, y seis hijos había tenido que criar sola la abuela posteriormente cuando el abuelo falleció a inicios de los años 30.

Cuando Eleodoro ingresó a esa casa por primera vez, todo aquello ya era historia pasada contada de generación a generación, pero otros seis infantes habían venido a ocupar el lugar de los anteriores, hijos de una tía querida que había enviudado y del yerno viudo de mi abuela que había estado casado con una tía de Eleodoro fallecida poco tiempo antes de su nacimiento.

Esos seis primos de ambos sexos eran mayores que Eleodoro y para esta historia no es relevante saber ni sus nombres ni sus edades. Salvo el de uno, que juega un rol importante en los acontecimientos que ahora me atrevo a narrar. Se trata del primo Venancio, unos cuatro años mayor que Eleodoro. Cuando éste tenía 12 ó 13 años de edad —ni él mismo lo recuerda con exactitud—, Venancio se rompió la pierna, al punto de que tenía que guardar cama. A fin de evitar que tuviera que subir las enormes escaleras de mármol de la que alguna vez fue una fastuosa casona —lo cual resultaba imposible con toda la pierna enyesada—, o para facilitar que fuera trasladado de ser necesario, se le acondicionó un dormitorio en la planta baja, aprovechando para estos fines el comedor de diario. La casa contaba con otro comedor que se solía utilizar en ocasiones especiales, y la cocina estaba formada por dos habitaciones contiguas, en una de las cuales era costumbre tomar el desayuno. Prescindir temporalmente de un comedor no iba a significar un gran sacrificio para los demás habitantes de la casa.

En ese comedor, al cuál se accedía por una puerta alta pero estrecha desde un pasillo al cual comunicaban la cocina y un cuarto de baño de exageradas proporciones, se colocó la cama de Venancio, quien iba a requerir de varias semanas de convalecencia y recuperación. Su tía más querida y madre del primo le pidió a Eleodoro que visitara a Venancio, que iba a pasar solo la mayor parte del tiempo en ese dormitorio improvisado. Podría jugar juegos de mesa y de naipes con él. Lo que no sospechaba la tía es que Venancio, no obstante su momentánea invalidez, terminaría practicando otros juegos no tan inocentes con Eleodoro.

A éste nunca le había caído particularmente bien el primo Venancio. No sentía mucho entusiasmo de acompañarlo en su convalecencia, pero más pudo el cariño que le tenía a su tía. Por ella estaba dispuesto a soportar el desagradable olor a sudor que tenía la cama del primo en esos días de verano. Por ella jugaría juegos de mesa —ajedrez, damas, molino, ludo— y a las cartas con su desgarbado primo, que generalmente le despertaba antipatía. Y que a veces soltaba anécdotas demasiado subidas de tono para los oídos novatos de Eleodoro.

En algunas de las ocasiones en que lo visitaba, el primo Venancio lo jalaba a Eleodoro de los brazos, consiguiendo que éste pasara de la silla donde estaba sentado a su cama. Los abrazos del primo Venancio le incomodaban sobremanera, pero más le incomodaba esa dureza entre las piernas del primo que sentía furtivamente a través de las sábanas de su lecho. Un día Venancio levantó su sábana para mostrarle que tenía el pene erecto. Agarrándole la mano, jaló a Eledoro hasta que éste sintió bajo su mano la consistencia viscosa de la hinchada protuberancia sexual de su primo. Se resistió y retiró la mano violentamente mientras Venancio reía. Por suerte, éste no podía levantarse de la cama debido a su lesión. Eleodoro no imagina qué podría haber pasado, pues su primo era más fuerte que él. Tampoco se fue de la habitación, pues en la cabeza de ese niño que estaba entrando en la adolescencia no había modo de calificar humana y moralmente lo que había sucedido. Sólo tenía un sentimiento, y éste le decía que no le había gustado para nada lo ocurrido, que no quería seguir visitando al primo Venancio, pero a la vez sentía que no podía frustrar los buenos deseos de su tía querida. Hacerlo significaba contar lo sucedido, y en ese entonces el niño estaba convencido de que ese tipo de cosas no se hablan con los adultos. Ellos evitaban esos temas cuando había menores en su cercanía, y los niños tampoco revelaban a los adultos las historias coloradas —cargadas de cierta ingenuidad— que circulaban de oídas entre ellos. De modo que el incidente con el primo Venancio quedó resguardado en ese círculo secreto que mantienen los chiquillos fuera de la mirada y los oídos de los mayores.

El primo Venancio se recuperó. Eleodoro lo siguió viendo en las pobladas reuniones familiares que se realizaban en casa de la abuela y en ocasiones en que visitaba a su tía, cuando ésta pudo finalmente mudarse a una casa propia. Y Venancio —a quien nunca se le conoció ninguna enamorada— seguía siendo algo extravagante y cultivaba algunas costumbres raras, como juntar en una bolsa de plástico todos los pelos que le cortaban después de una sesión de peluquería, pues tenía miedo de quedarse calvo. Nunca mencionó el incidente con Eleodoro, que quedó sepultado en las brumas del pasado.

En la década de los 80 Eleodoro se lo volvió a encontrar en el Aeropuerto Jorge Chávez, cuando estaba esperando para abordar un vuelo que lo llevaría a Roma con escala en Toronto. Eleodoro era el guitarrista de un grupo de música de inspiración folclórica que iba a tocar canciones religiosas delante del Papa Juan Pablo II en el marco del Jubileo de los Jóvenes. Venancio, por encargo de un medio periodístico, estaba intentando entrevistar a integrantes del equipo femenino de voleibol que viajaban a Canadá para participar en un evento internacional. Cuando lo vio, se acercó a Eleodoro y le preguntó con sorna:
– Primo, ¿qué haces aquí? ¿A dónde viajas?
– A Roma. Voy a ver al Papa.
– Pues mándale este saludo al Papa —le dijo mientras se agarraba el miembro masculino por encima de los pantalones, acompañando el obsceno gesto de una sonrisa sarcástica.

Eleodoro no le dio mayor importancia al incidente, pues ya sabía cómo era el primo Venancio. Y siguió con su vida, sin que ninguna brizna de recuerdo turbara el desarrollo de su existencia. Pero ahora, cuando ya está frisando los 60 años de edad y, como muchos, está dejando de vivir para sus sueños y comenzando a vivir de sus recuerdos, todo lo pasado le ha venido de golpe a la memoria, matizado con pinceladas de ambigüedad e imprecisión, pero con la contundencia de un golpe de martillo. Una gran tristeza lo ha embargado por el niño que alguna vez fue. Y me ha contado su historia para que yo la ponga por escrito y muchos comprendan por qué hay tantos menores de edad que sufren abusos similares —o incluso peores— y no acuden donde nadie a contarle lo sucedido y a pedir ayuda, sino que prefieren guardar silencio toda su vida, muchas veces llevándose ese secreto inenarrable a la tumba.

SODALICIO: EL AMOR EN LOS TIEMPOS DE LA ANGUSTIA

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El mar visto desde la Ribera Sur de San Bartolo, con el peñón conocido como “la isla” por los sodálites

Haber estado en el Sodalicio ha sido para muchos una experiencia traumática. Y quizás uno de los momentos más traumáticos es la salida de la institución. Como dice el informe preliminar (julio de 2019) de la Comisión Investigadora de Abusos Sexuales contra Menores de Edad en Organizaciones, del Congreso de la República del Perú, presidida por el congresista Alberto de Belaúnde: «Los procesos de salida fueron difíciles, puesto que existía el mensaje de que se trataría de una traición, por ello la culpa asociada a esta decisión era vivida con mucha carga emocional». Esto dicho de una manera muy general. Para quien lo ha vivido, se trataba de una situación donde uno se sentía al final del camino, ante un abismo que se abría ante los pies, sin saber si uno iba a salir indemne de la caída. Aun cuando se tiene la convicción de que uno tiene que irse, esta certeza va acompañada de un sentimiento de culpa y de una tremenda angustia ante un futuro que se presenta incierto y casi sin perspectivas. Es como un naufragio que arroja al navegante a un pedazo de tierra firme donde aún no ha aprendido a sobrevivir.

Porque cuando se está en el Sodalicio, toda la vida personal gira en torno a la institución y a la red de relaciones personales que se ha tejido dentro de ella. Se han roto todos los lazos familiares y amicales que lo vinculaban a uno al mundo de los comunes mortales. Para el afectado no ha habido otra identidad que la sodálite, ni otro universo de ideas y actitudes que las que prescribe la ideología sodálite, actualmente anónima, pero que en realidad sigue siendo la misma que fue parida y preconizada por Luis Fernando Figari, y desarrollada y afinada por Germán Doig. Y que dictaminaba que los que abandonaban la barca eran traidores destinados a la infelicidad en este mundo y a la condenación eterna en el otro.

Yo pasé dos veces por sendas crisis de salida. La primera, cuando permanecí entre diciembre de 1992 y julio de 1993 en una comunidad de San Bartolo, barruntando la decisión de irme pero con un terror inenarrable a hacerla efectiva, hasta el punto de tener pensamientos suicidas pasivos cada día, desde que me levantaba hasta que me acostaba.

Salir de comunidad no significó desvincularme del Sodacio, y eso de alguna manera mitigó los efectos del trauma sufrido. Mi segunda salida —que fue la definitiva— se dio en el año 2008, cuando el rompecabezas de mi vida había saltado en pedazos por el aire y tuve que rearmarlo completamente, guiado por los retazos de verdad que había avizorado. También fue un proceso lleno de angustia, pero estando ya en Alemania y fuera de la órbita del Sodalicio, resultó menos traumático que el primero.

Y debo confesar que ambos procesos los viví en absoluta soledad interior, pues nadie de mi entorno —ni los sodálites con los cuales tenía amistad, ni mi entorno familiar cercano, ni mi círculo de antiguos amigos— comprendió realmente lo que me estaba pasando y nadie me acompañó ni me apoyó en esos momentos dramáticos de mi vida.

A decir verdad, sí hubo una persona que me acompañó en mis recuerdos durante los siete meses de angustia que pasé en San Bartolo, aunque ella no lo supiera. Porque las dos cosas que me ayudaron a soportar ese tiempo de tormento psicológico fueron mi fe cristiana —que ya había aprendido a separar de los desvaríos que me había tocado vivir en el Sodalicio— y el amor hacia una mujer, puramente platónico, idealizado, sin que cristalizara nunca en una relación cercana y real. Era solamente un deseo, tal vez cándido e ingenuo, pero que me insufló un hálito de esperanza para poder sobrevivir al derrumbe de todas mis ilusiones.

Yo había conocido a su hermano en los años 80 y, como sodálite cortado con la misma tijera que los demás miembros del enjambre, había iniciado conversaciones con él a fin de hacerle apostolado —lo que con propiedad se llama proselitismo—, algo en lo que nunca fui muy ducho, pues no recuerdo a nadie que se haya unido al Sodalicio por obra y gracia de mi proceder apostólico. Así fue como conocí a su hermana, con la cual también inicié conversaciones. Aunque no recuerdo cuál fue el contenido de esas pláticas, sí recuerdo que se tocaban temas personales y problemas existenciales relativamente íntimos. Pues se ha tener en cuenta que yo, al igual que otros sodálites, no nos contentábamos con poner pie en la superficie, sino que teníamos que “entrarle” a las personas y meternos en el recinto de sus almas, sea como sea, supuestamente para acercarlas a Cristo. Aunque las conversaciones con ella siempre fueron en locales públicos del Sodalicio, en salitas acondicionadas para estos fines, sin darme cuenta —o sin querer darme cuenta— me fui enamorando de ella. Como buen sodálite, no me dejé llevar por mis sentimientos y ese amor incipiente quedó sepultado en el fondo de mi perfil de consagrado que aspiraba a vivir el celibato. Hasta que vino la crisis que me llevó a la convicción de que ya no podía vivir en comunidades sodálites, pues de pronto se habían convertido para mí en terreno hostil donde me resultaba imposible desarrollar mis talentos en libertad. Y lo que había quedado enterrado reapareció como un horizonte de esperanza, como un isla de fantasía donde podía salvarme del naufragio que amenazaba hundirme en el océano tormentoso de la incertidumbre y del sinsentido.

Como ya he señalado, ella no sabía nada. En esos azarosos momentos ya se había ido a vivir a Alemania, la tierra originaria de su padre, y una comunicación directa con ella era imposible. No recuerdo ya cómo conseguí su dirección, pero lo cierto es que le escribí cartas de amor —en una época donde Internet era incipiente y todavía no se había popularizado el uso del correo electrónico—, cartas que sacaba de contrabando de San Bartolo cada vez que hacía una visita a casa de mis padres. Y si bien nunca recibieron respuesta, me consta que ella las leyó por lo que voy a contar más adelante.

Incluso me inspiró una canción, en la cual se mezclaba la angustia que estaba viviendo junto con imaginería religioso de la fe cristiana que me sostenía en pie en esos momentos donde me sentía al filo de la vida y la muerte. El título que le he puesto posteriormente a esa canción inédita mía es el de “Sueño de amor en mi soledad desnuda”. Las palabras “mi fiel amor” reemplazaron las líneas donde aparecía su nombre. Y es mejor que así sea, pues lo que se describe no es un amor real, sino un amor soñado que nunca llego a concretarse. A continuación, la letra de la canción:

en mi soledad desnuda
el gusano de la nada
perforaba a bocanadas
un infierno sin salida
por la angustia acumulada
en el fondo de la herida
y la costra envejecida
de mi carne avergonzada
por la llaga tan temida
de la esperanza podrida
en mi espalda lacerada
por la mano abandonada
de vestigios de la vida
y la piel ennegrecida
y mortal

aún confiando en mi resurrección
puse en espera mi muerte anunciada
en alas de una luciérnaga viajera
crucé las sombras de un territorio en guerra
y tembloroso como el ave toqué a tu balcón
mi fiel amor

fue como un sueño de dulce ensoñación
como el encanto de un cuento de hadas
tu voz volando como una mariposa
sobre el dragón en mi oscuridad frondosa
lloviendo flores y los duendes cantándole al sol
mi fiel amor

con tu sonrisa amada
y tu suave mirada
tu ternura encendida
en mi memoria urgida
del sol sin demora
un rayo en la aurora
que calme la ira
de la marejada
en mi sangre caída
por gracia vertida
en tu copa de orquídea
y fue como el amanecer
que ahuyenta los cuervos de mi tarde
fue como volver a ser
un niño en brazos de su madre
mi fiel amor
mi fiel amor

ya se muere la homicida
mala víbora engendrada
en la entraña avinagrada
por la fiera malparida
que agoniza malherida
por el tajo de la espada
del arcángel y su armada
en cruzada contra el mal

la mujer de la alborada
de luz solar vestida
sobre la luna erguida
y de estrellas coronada
besó con su mirada
mi fe robustecida
mi esperanza crecida
y mi amor

enamorado me puse a caminar
entre las ruinas de un largo pasado
te apareciste en mi senda dolorosa
como la brisa en una mañana hermosa
como el lucero de la tarde que refleja el sol
mi fiel amor

acompañado en mi peregrinar
por los fantasmas de lo derrumbado
tu aparición fue como la primavera
y ahora te canto y te llamo compañera
mi compañera de la espera, mi vida, mi amor
mi fiel amor

Abandoné San Bartolo en julio de 1993 con la intención de mantener mi promesa de profeso temporal hasta octubre de ese año, que era cuando caducaba, pero también con el deseo de recorrer nuevos caminos en la vida, aunque siempre vinculado al Sodalicio entre aquellos llamados a la vocación matrimonial.

Mi adolescencia había quedado trunca en la década de los 70, cuando me uní formalmente al Sodalicio a los 15 años de edad, y ahora en los 90 era prácticamente un adolescente de 30 años. Tuve que madurar de golpe a través de un proceso que no estuvo carente de sufrimientos y resbalones sentimentales. Con una antigua y querida amiga tuve conversaciones sobre amor y sexualidad que me hicieron poner los pies en tierra. Viví mi primer romance —que sólo duró un mes— con una chica que vivía al lado de una comunidad sodálite y que había sido el motivo de las noches de insomnio —con pesadillas y gritos incluidos— de un sodálite de esa comunidad, el cual terminó yéndose e iniciando un vínculo amoroso con ella, que tampoco fue duradero, pues ella terminó cayendo en los brazos de otro exsodálite, el que más tiempo había vivido en comunidades sodálites antes de que yo siguiera el mismo camino y le quitara el récord. Yo fui algo así como el tercer tramboyo que quedó enredado en las redes de ella.

Lo cierto es que ese amor fugaz y pasajero me dejó el corazón roto y cantando boleros durante varios meses. E incluso llegué a componer algunos, que permanecen aún inéditos. Después conocería a mi actual mujer, con la que me casaría el 29 de noviembre de 1996 en la iglesia de la Parroquia Nuestra Señora de la Reconciliación (Camacho), siendo el oficiante José Antonio Eguren, en una época en que aún era solamente el párroco.

Cuando mi mujer y yo todavía estábamos de enamorados, supe que ella, la musa que había inspirado mis sueños, había regresado de Alemania. Con conocimiento de mi enamorada y actual mujer, que sabía de mi historia, fui a visitarla a su casa, donde tuvimos una conversación sincera. Téngase en cuenta que yo todavía me sentía afectiva e institucionalmente vinculado al Sodalicio. Al final de nuestra plática me devolvió todas las cartas que yo le había escrito, diciéndome que leerlas le hacía daño. Ésa fue la última vez que la vi. Yo creía estar cerrando una etapa definitiva de mi historia. Sabía en ese momento que algo entre ella y yo jamás habría funcionado.

El 18 octubre de 2015, a través del programa periodístico Cuarto Poder, se hicieron públicos los abusos cometidos por Figari y otros miembros del Sodalicio de Vida Cristiana. Recibí varios e-mails de apoyo por mi contribución al develamiento de los abusos. Entre esos e-mails, casi veinte años después de nuestro último encuentro, estaba uno de ella del 26 de octubre, que generó un breve intercambio. No quisiera revelar muchos detalles de esos mensajes, a fin de salvaguardar su identidad. Allí me decía:

«A mí particularmente [los sodálites] me aterraron luego del tiempo en que nos prepararon para la confirmación, y sin duda, marqué una distancia absolutamente radical con todo, incluyendo seguramente contigo en el tiempo en que decidiste acercarte. Quiero disculparme contigo si fui —inconscientemente y sin querer serlo— no amable contigo en ese momento. Sin duda fue más por el rechazo que sentía a todo el Movimiento [de Vida Cristiana], no fue a nivel personal».

Pero lo que más me conmovió fue este párrafo que incluyó en su segundo mensaje de ese día:

«Sí, sí me di cuenta de que te habías enamorado de mí, lo respeté, lo cuidé y sin duda, traté de ser lo más delicada posible para no herirte pues lamentablemente —y digo lamentablemente pues eres un hombre y siempre fuiste un ser humano extraordinario—, yo no pude corresponderte en el momento que me escribías con tanto corazón desde San Bartolo. Pero si inclusive por esa ilusión que sentiste por mí pude también acompañarte durante ese tiempo e inclusive impulsarte a que tomaras otro vuelo y decidir salir, pues ÉSA fue mi misión contigo. Y si fue así, te juro que me alegro de todo corazón, y te lo digo sinceramente. Pero sabes, te puedo también decir, que escribes lindo. Todo tu corazón estaba puesto en cada línea. Gracias por habérmelas regalado así, con toda tu alma».

Las cartas no las conservo, pues mi mujer me pidió allá en los 90 que las destruyera, cosa que hice por un principio de lealtad y transparencia. Pero lo que ellas significaron para mí —y el rol que la musa que las inspiró jugó en mi vida— ha dejado una huella indeleble en mi corazón, por la cual siempre quedaré eternamente agradecido.

(Columna publicada el 20 de agosto de 2022 en Sudaca)

EL VICARIO GENERAL QUE ABANDONÓ LA IGLESIA CATÓLICA

Andreas Sturm (nacido en 1974) era el vicario general de la diócesis de Espira, a cuya circunscripción pertenezco yo como católico. “Sturm” significa en alemán “tormenta”, y eso fue precisamente lo que se desató cuando el 13 de mayo de este año anunció que renunciaba no sólo a su dignidad eclesiástica sino también a la Iglesia católica y que seguiría ejerciendo su sacerdocio en la Iglesia veterocatólica, creada en 1871 como una comunidad separatista de católicos que rechazaban el dogma de la infalibilidad pontificia proclamado por el autócrata y nefasto Papa Pío IX, aquel pontífice que nos dejó como legado la esencia del actual sistema eclesiástico que hace agua por todas partes.

Detrás de lo que parece una deserción de una alta autoridad eclesiástica no había ningún escándalo, ningún lío de faldas, ninguna sospecha de abusos, sino más bien la falta de confianza de que hubiera verdaderos cambios en la Iglesia católica, y la creencia de que el proceso de reforma eclesiástica iniciado en Alemania en el año 2019 y conocido como Camino Sinodal iba a terminar en nada.

Recientemente Andreas Sturm ha publicado un libro donde no sólo explica ampliamente los motivos que lo llevaron a dar ese paso, sino que también cuenta su recorrido biográfico a través de la Iglesia católica, sazonado con anécdotas cotidianas que evidencian las graves inconsistencias que hay en el sistema eclesiástico vigente. El libro, publicado por la editorial Herder, lleva el título de Yo tengo que salir de esta Iglesia – Porque quiero seguir permaneciendo humano (Ich muss raus aus dieser Kirche – Weil ich Mensch bleiben will) y se ha convertido en un éxito de ventas.

Para entender la gravedad de lo ocurrido con Andreas Sturm, hay que precisar qué posición tenía dentro de la administración eclesiástica de la diócesis de Espira. El vicario general es como el alter ego del obispo, su representante, la cabeza administrativa de la sede episcopal. Dicho de otro modo, sería algo equivalente a un primer ministro del obispo que gobierna. En ese sentido, es el segundo en la cadena de mando dentro de la diócesis. De ahí el peso de la decisión tomada, más aún cuando el mismo Sturm señala que «se va por voluntad propia, no hay escándalos, ninguna crítica a su persona, y ni siquiera “esqueletos en el armario”».

Y aun cuando en sus apuntes biográficos no relata nada gravemente escandaloso, lo que describe como la normalidad de la Iglesia en el contexto alemán —aunque mucho de lo que dice puede extrapolarse a otras latitudes— resulta desolador para quien cree en el valor de la persona, en los derechos humanos y en la dignidad de todo aquel que pertenezca al género humano.

A lo largo de sus reflexiones pasa revista, por ejemplo, al celibato obligatorio, que tanto sufrimiento genera en muchos sacerdotes, no sólo entre aquellos que terminan rompiéndolo —la mayoría de las veces en secreto—, sino también entre aquellos que lo guardan celosamente.

La falta de aceptación de las personas homosexuales, que genera mucho dolor entre aquellos que se sienten identificados con la fe católica pero que no pueden dejar de amar a una persona de su mismo sexo, es otro de los temas que aborda. Es de hacer notar que cuando el 15 de marzo de 2021 la Congregación para la Doctrina de la Fe del Vaticano prohibió dar la bendición a las parejas homosexuales, Andreas Sturm —quien estaba temporalmente a cargo de la diócesis de Espira, pues el obispo Karl-Heinz Wiesemann estaba con descanso médico— decidió ignorar ese mandato y seguir posibilitando la realización de misas de bendición para parejas homosexuales.

También nos describe el miedo que sienten quienes tienen puestos de trabajo en la Iglesia católica cuando su matrimonio fracasa y se divorcian, o cuando viven con su pareja sin estar casados, o cuando mantienen una relación homosexual, miedo de ser despedidos si se llega a conocer su situación. Pues muchas veces la Iglesia pone como condición para trabajar para ella una fidelidad absoluta a sus enseñanzas, lo cual incluye la doctrina moral.

Cae también bajo el escrutinio de Andreas Sturm el poder de la Iglesia, que no admite disensos entre sus filas, y el clericalismo, que excluye a los fieles laicos de la toma de decisiones y de una participación democrática en la configuración de las comunidades locales, otorgándoles poder absoluto de decisión sólo a los obispos y sacerdotes. Y, por supuesto, no se olvida de señalar la marginación de las mujeres de muchos cargos y funciones en la iglesia.

Ciertamente, el escándalo de los abusos sexuales y su encubrimiento forma parte sustancial de sus reflexiones, más aún cuando él ha tenido en ocasiones que hablar como representante de la parte abusadora, no sin que ello haya ido acompañado de conflictos de conciencia por la manera en que la Iglesia ha maltratado a las víctimas.

Así resume Andreas Sturm su decisión al final de su libro:

«Yo siempre quise ser sacerdote. Sacerdote como pastor de almas para los seres humanos. Yo quería hablar de este Jesucristo, que redime mi vida y la enriquece en muchos aspectos. Yo siempre quise bautizar niños y prepararlos para recibir los sacramentos. Yo quería celebrar misa con una comunidad y poner en las manos amorosas de Dios lo que hemos experimentado y vivido, quería celebrar la redención e implorar fuerza y consuelo para la siguiente semana. Yo quería acompañar a las parejas en su amor y al inicio de su camino en común y concederles la bendición de Dios. Yo quería asegurarles, a aquellos que sienten que han cometido errores y han pecado, el perdón amoroso de Dios. Y yo quería acompañar a las personas en su último viaje, consolar a los que están de luto y enterrar a los difuntos. Pero yo no quiero seguir yendo contra mis convicciones, porque yo creo que todo esto también lo puede hacer una mujer como sacerdotisa. Yo no sólo quiero concederle la bendición a parejas heterosexuales, sino también a personas queer en sus relaciones. Yo ya no quiero seguir encontrándome con parejas en iglesias a puertas cerradas, sólo porque eventualmente uno de los dos ya está casado. Yo no quiero seguir poniendo mis fuerzas al servicio de una Iglesia en la cual sus empleados tienen miedo porque van contra un compromiso de fidelidad. Yo no quiero tener miedo de enamorarme y tampoco de vivir ese amor.

Yo tengo que salir de esta Iglesia, en la cual los abusadores pueden cometer sus delitos durante demasiado tiempo y son encubiertos. Me repugna lo que leo en los informes de los afectados. No es su culpa y no es mi culpa, pero es tan lamentable la imagen que como Iglesia en su totalidad proyectamos. Casi nadie saca las consecuencias y renuncia; se atrincheran detrás del Papa. Esto es difícil de soportar y a duras penas de transmitir.

Yo tengo que salir de esta Iglesia, en la cual no se ordena a mujeres, porque simplemente negamos su vocación y rechazamos su ordenación como imposible. En la que las personas queer no son aceptadas verdaderamente y que no permite que su amor del mismo sexo sea. Salir de una Iglesia que más bien se aferra al celibato obligatorio, el cual enferma a muchos sacerdotes y los deja en la soledad o representa una enorme carga emocional para sus compañeras o compañeros de vida».

Se trata a fin de cuentas de una decisión de conciencia de alguien que ha tenido una cuota de poder en la Iglesia católica y que, no obstante, se siente impotente y ha perdido toda esperanza de que haya un cambio verdadero. «Mi corazón esta vacío – como muerto», señala Sturm. Y se va para no perder su fe y protegerse a sí mismo antes de que todo se derrumbe.

Una decisión válida, tan válida como la de la periodista Christiane Florin (nacida en 1968), quien desde una perspectiva feminista también ha manifestado críticas semejantes —e incluso más ácidas— a la institución eclesiástica, pero que ha tomado una decisión muy distinta, como se refleja en el título de su último libro publicado en el año 2020: ¡A pesar de todo! Cómo intento permanecer católica (Trotzdem! Wie ich versuche, katholisch zu bleiben).

(Columna publicada el 6 de agosto de 2022 en Sudaca)