Si hay hechos reales que se parecen a este relato de ficción, eso es inevitable. Como diría el aviso previo de una película que nos cuenta una sucesión de acontecimientos que nos resultan conocidos, la siguiente narración está basada en hechos reales ocurridos en los 70. Tan reales como que fue el mismo Eleodoro quien desgranó ante mí su historia entre susurros, con lágrimas que me horadaron el alma.
A Eleodoro siempre le había fascinado la casa de su abuela en Lima. Construida por encargo de su abuelo —a quien nunca conoció— en los años 20 del siglo pasado, se erigía en medio de un parque de olivos como una mansión sacada de un cuento de Edgar Allan Poe. Era un lugar misterioso, prometedor de aventuras y secretos para los nietos que la visitaban. Las numerosas habitaciones de techos altos y olor a rancio hablaban de gloriosas épocas pasadas, cuando su abuela se había convertido en la joven esposa de un ilustre ciudadano extranjero que ya estaba frisando la edad madura. Seis retoños habían crecido entre esas paredes cargadas de recuerdos, y seis hijos había tenido que criar sola la abuela posteriormente cuando el abuelo falleció a inicios de los años 30.
Cuando Eleodoro ingresó a esa casa por primera vez, todo aquello ya era historia pasada contada de generación a generación, pero otros seis infantes habían venido a ocupar el lugar de los anteriores, hijos de una tía querida que había enviudado y del yerno viudo de mi abuela que había estado casado con una tía de Eleodoro fallecida poco tiempo antes de su nacimiento.
Esos seis primos de ambos sexos eran mayores que Eleodoro y para esta historia no es relevante saber ni sus nombres ni sus edades. Salvo el de uno, que juega un rol importante en los acontecimientos que ahora me atrevo a narrar. Se trata del primo Venancio, unos cuatro años mayor que Eleodoro. Cuando éste tenía 12 ó 13 años de edad —ni él mismo lo recuerda con exactitud—, Venancio se rompió la pierna, al punto de que tenía que guardar cama. A fin de evitar que tuviera que subir las enormes escaleras de mármol de la que alguna vez fue una fastuosa casona —lo cual resultaba imposible con toda la pierna enyesada—, o para facilitar que fuera trasladado de ser necesario, se le acondicionó un dormitorio en la planta baja, aprovechando para estos fines el comedor de diario. La casa contaba con otro comedor que se solía utilizar en ocasiones especiales, y la cocina estaba formada por dos habitaciones contiguas, en una de las cuales era costumbre tomar el desayuno. Prescindir temporalmente de un comedor no iba a significar un gran sacrificio para los demás habitantes de la casa.
En ese comedor, al cuál se accedía por una puerta alta pero estrecha desde un pasillo al cual comunicaban la cocina y un cuarto de baño de exageradas proporciones, se colocó la cama de Venancio, quien iba a requerir de varias semanas de convalecencia y recuperación. Su tía más querida y madre del primo le pidió a Eleodoro que visitara a Venancio, que iba a pasar solo la mayor parte del tiempo en ese dormitorio improvisado. Podría jugar juegos de mesa y de naipes con él. Lo que no sospechaba la tía es que Venancio, no obstante su momentánea invalidez, terminaría practicando otros juegos no tan inocentes con Eleodoro.
A éste nunca le había caído particularmente bien el primo Venancio. No sentía mucho entusiasmo de acompañarlo en su convalecencia, pero más pudo el cariño que le tenía a su tía. Por ella estaba dispuesto a soportar el desagradable olor a sudor que tenía la cama del primo en esos días de verano. Por ella jugaría juegos de mesa —ajedrez, damas, molino, ludo— y a las cartas con su desgarbado primo, que generalmente le despertaba antipatía. Y que a veces soltaba anécdotas demasiado subidas de tono para los oídos novatos de Eleodoro.
En algunas de las ocasiones en que lo visitaba, el primo Venancio lo jalaba a Eleodoro de los brazos, consiguiendo que éste pasara de la silla donde estaba sentado a su cama. Los abrazos del primo Venancio le incomodaban sobremanera, pero más le incomodaba esa dureza entre las piernas del primo que sentía furtivamente a través de las sábanas de su lecho. Un día Venancio levantó su sábana para mostrarle que tenía el pene erecto. Agarrándole la mano, jaló a Eledoro hasta que éste sintió bajo su mano la consistencia viscosa de la hinchada protuberancia sexual de su primo. Se resistió y retiró la mano violentamente mientras Venancio reía. Por suerte, éste no podía levantarse de la cama debido a su lesión. Eleodoro no imagina qué podría haber pasado, pues su primo era más fuerte que él. Tampoco se fue de la habitación, pues en la cabeza de ese niño que estaba entrando en la adolescencia no había modo de calificar humana y moralmente lo que había sucedido. Sólo tenía un sentimiento, y éste le decía que no le había gustado para nada lo ocurrido, que no quería seguir visitando al primo Venancio, pero a la vez sentía que no podía frustrar los buenos deseos de su tía querida. Hacerlo significaba contar lo sucedido, y en ese entonces el niño estaba convencido de que ese tipo de cosas no se hablan con los adultos. Ellos evitaban esos temas cuando había menores en su cercanía, y los niños tampoco revelaban a los adultos las historias coloradas —cargadas de cierta ingenuidad— que circulaban de oídas entre ellos. De modo que el incidente con el primo Venancio quedó resguardado en ese círculo secreto que mantienen los chiquillos fuera de la mirada y los oídos de los mayores.
El primo Venancio se recuperó. Eleodoro lo siguió viendo en las pobladas reuniones familiares que se realizaban en casa de la abuela y en ocasiones en que visitaba a su tía, cuando ésta pudo finalmente mudarse a una casa propia. Y Venancio —a quien nunca se le conoció ninguna enamorada— seguía siendo algo extravagante y cultivaba algunas costumbres raras, como juntar en una bolsa de plástico todos los pelos que le cortaban después de una sesión de peluquería, pues tenía miedo de quedarse calvo. Nunca mencionó el incidente con Eleodoro, que quedó sepultado en las brumas del pasado.
En la década de los 80 Eleodoro se lo volvió a encontrar en el Aeropuerto Jorge Chávez, cuando estaba esperando para abordar un vuelo que lo llevaría a Roma con escala en Toronto. Eleodoro era el guitarrista de un grupo de música de inspiración folclórica que iba a tocar canciones religiosas delante del Papa Juan Pablo II en el marco del Jubileo de los Jóvenes. Venancio, por encargo de un medio periodístico, estaba intentando entrevistar a integrantes del equipo femenino de voleibol que viajaban a Canadá para participar en un evento internacional. Cuando lo vio, se acercó a Eleodoro y le preguntó con sorna:
– Primo, ¿qué haces aquí? ¿A dónde viajas?
– A Roma. Voy a ver al Papa.
– Pues mándale este saludo al Papa —le dijo mientras se agarraba el miembro masculino por encima de los pantalones, acompañando el obsceno gesto de una sonrisa sarcástica.
Eleodoro no le dio mayor importancia al incidente, pues ya sabía cómo era el primo Venancio. Y siguió con su vida, sin que ninguna brizna de recuerdo turbara el desarrollo de su existencia. Pero ahora, cuando ya está frisando los 60 años de edad y, como muchos, está dejando de vivir para sus sueños y comenzando a vivir de sus recuerdos, todo lo pasado le ha venido de golpe a la memoria, matizado con pinceladas de ambigüedad e imprecisión, pero con la contundencia de un golpe de martillo. Una gran tristeza lo ha embargado por el niño que alguna vez fue. Y me ha contado su historia para que yo la ponga por escrito y muchos comprendan por qué hay tantos menores de edad que sufren abusos similares —o incluso peores— y no acuden donde nadie a contarle lo sucedido y a pedir ayuda, sino que prefieren guardar silencio toda su vida, muchas veces llevándose ese secreto inenarrable a la tumba.