LOS SALESIANOS PEDERASTAS

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Colegio Salesiano “Santa Rosa” (Huancayo)

El 2 de junio de 2020 la Policía Nacional del Perú, a través del Área de Investigación de Personas Desaparecidas perteneciente al Departamento de Investigación Criminal del Cusco, emitió una nota de alerta por la presunta desaparición del ciudadano Marco Antonio Monzón Luna, de 70 años de edad, de quien se sabía —según la denuncia presentada— que su último paradero conocido fue el 15 de marzo en su vivienda en la Urbanización Zaguán del Cielo, en la ciudad del Cusco.

Uno más de entre los más de 20,000 casos de personas que desaparecen cada año en el Perú. Sin embargo, se trata de una persona recordada por quienes fueron sus alumnos en el Colegio Salesiano “Santa Rosa”, en la ciudad de Huancayo. Y no son precisamente recuerdos gratos los que deben guardar algunos de los alumnos de quien alguna vez fuera sacerdote católico en la congregación de los salesianos de Don Bosco.

José del Carmen Oregón Tapia, comunicador social cuyo último trabajo conocido es el de comunicador zonal de la Alianza CR3CE para los servicios digitales y financieros (Ucayali), denunció al exsacerdote el 12 de marzo de 2015 en un artículo muy sentido que publicó en un blog. El egresado de la Universidad Nacional del Centro (Huancayo) y de la Universidad Nacional de Ucayali relata allí lo siguiente:

«Fui alumno del Colegio Salesiano de Huancayo, desde que era un niño de 6 años, en el año 1987; alumno del padre Marco Antonio Monzón Luna, pero quizá más que alumno suyo fui su discípulo y él mi maestro, mi mentor, mi pastor; pero un preceptor, un profesor, no necesariamente es un amigo, un padre, un buen sacerdote o un santo. En aquel tiempo el era director del plantel; lo que recuerdo de aquellos años iniciados para mí, como historia personal en 1992, como testimonio mío, en que yo era aún un niño de 10 u 11 años, era a una persona con presencia y autoridad, preocupado por las actividades del Centro Educativo, entre las que estaban ver por los alumnos como yo…»

«Marco Monzón Luna, capellán y director del centro educativo católico de los salesianos de Huancayo, abusaba sexualmente de sus estudiantes, alumnos púberes, mediante tocamientos indebidos de sus partes íntimas, sus órganos genitales; realizaba estos actos delictivos en las diferentes actividades ordinarias y pastorales que dirigía personalmente en la ciudad. Monzón integraba a sus estudiantes víctimas a las actividades de caridad, retiros espirituales y paseos que realizaba en el Valle del Mantaro, donde abusaba de ellos; hacía que sus alumnos le ayuden en su oficina de director para tocarlos, mientras éstos realizaban pequeñas tareas como poner sellos y ordenar papeles de oficina. El sacerdote pederasta se valía de la cercanía y confianza que había cultivado con algunos de sus estudiantes, de la inocencia y de la nobleza de sus víctimas, que terminaron colaborando en sus actividades, acompañándolo de manera cercana en sus diversas labores e interminables jornadas de catequesis y de caridad con niños pobres en la ciudad y en el distrito rural de Hualhuas, en las afueras de Huancayo…»

«La verdad sea dicha, por suerte mi calvario personal culminó en el año 1995, año de suerte para muchos, incluido para el Reverendo Padre Marco Monzón Luna, año en que se informó de su vida y milagros de pederasta y año en que desapareció de Huancayo, encubierto por su congregación que lo removería por un sinnúmero de casas salesianas del Perú y del mundo, tras dejar en estado de trauma a muchos de sus alumnos, entre ellos yo…»

Uno de los lectores del blog, que prefirió guardar el anonimato, confirmó la denuncia hecha por Oregón Tapia a través de un par de comentarios:

«Marco Monzón fue un pederasta. Llamaba por mí y me sacaba de clases. Me masturbaba sentado él en su pupitre. Yo tenía 9 años y estaba en cuarto de primaria y no entendía qué estaba pasando».

«Conocí al padre Marco Monzón Luna cuando estuve en cuatro grado de primaria. Soy uno de los chicos blancos/rubio que refieres. Marco me masturbó algunas veces, interrumpía mis clases y yo subía a su oficina: recuerdo eso.

También recuerdo que una vez subiendo las escaleras habían gotas de sangre que eran de otro chico cuyo apellido protejo».

No se sabe de ninguna denuncia, civil o canónica, que se haya elevado contra el padre Marco Monzón. Pero el suyo no sería el único caso de abusos entre los salesianos en el Perú.

A la Comisión Investigadora de Abusos Sexuales contra Menores de Edad en Organizaciones (2018-2019), del Congreso de la República del Perú, presidida por el entonces congresista Alberto de Belaúnde, el entonces congresista Marco Arana Zegarra le hizo llegar una denuncia elevada por el licenciado en música Américo Legua Díaz, señalando

«los supuestos abusos sexuales que el padre José Antúnez de Mayolo habría cometido en su contra cuando éste tenía entre 9 y 12 años. Durante 1980 y 1983 Américo Legua cumplía las tareas propias de un monaguillo —a pesar de que no ocupaba dicho cargo— en la Parroquia “Sagrado Corazón de Jesús” de los Salesianos, en el distrito de Magdalena.

El delito que denuncia Legua habría sido cometido en el Seminario donde vivía el padre José Antúnez de Mayolo, el cual quedaba frente a la parroquia Sagrado Corazón de Jesús, en el distrito de Magdalena, en Lima. Américo relata que el padre le fue encargando progresivamente tareas propias de los servicios religiosos, como recoger la limosna, y ayudarlo en los diferentes quehaceres de la iglesia, para luego invitarlo a conocer su habitación, en donde contaban las limosnas para luego llevarlas al banco. En uno de esos encuentros, el padre lo envía a bañarse y lo hace desnudar, para luego realizar tocamientos en su cuerpo, hasta llegar a tener relaciones sexuales por vía anal. Al terminar, Américo cuenta que el padre le regalaba las monedas que quedaban de la limosna.

Los episodios de abuso sexual sucedieron también en otros espacios, según el relato de Américo que se presentará más adelante. Uno de ellos ocurrió en la casa de Inspectoría Salesiana – Casa Provincial de los Salesianos del Perú, ubicada en el distrito de Breña, otro en casa de la hermana del padre Antúnez de Mayolo, en Miraflores; y otro en una casa en Magdalena que pertenecía a una señora con la que el padre tenía un alto grado de confianza y que estaba enferma».

En el año 2015 Legua realizó una denuncia ante la propia congregación salesiana del Perú, siendo provincial superior el P. Santo Dal Ben. Al no obtener nunca respuesta del estado en el que se encontraba esta denuncia, decide llevarla a los medios de comunicación. El reportaje sobre su caso se emitiría el 7 de mayo de 2017 en el programa periodístico “Punto Final” de Latina Televisión.

Este hecho daría lugar a la aparición de otra denuncia contra otro sacerdote salesiano, como relata el informe de la Comisión De Belaúnde:

«A partir de este reportaje, se pone en contacto con Américo Legua, Javier Abelardo Pérez Delgado, de 56 años, quien manifestó su intención de dar su testimonio ante esta Comisión sobre los hechos que habrían ocurrido cuando estudiaba en el Colegio Parroquial Salesiano, de Breña, en la década de los 70. Javier Pérez relata que fue abusado sexualmente cuando tenía entre 8 y 12 años, mientras cursaba segundo grado de primaria. De acuerdo a sus declaraciones, el padre Eugenio B. Masías Abadía, quien era director del colegio en esos años, lo llevaba al “cuarto oscuro” del colegio, en el que le repasaba las lecciones para luego castigarlo físicamente y realizar tocamientos con connotación sexual.

Los supuestos abusos empezaron con golpes en las nalgas, desnudamiento forzado, baños y, finalmente, penetración anal. El padre tenía la autorización de la maestra de Javier, así como de su madre, para ayudar en la nivelación académica, por lo que los hechos de violencia que narra se daban en estos espacios sin supervisión. Esta situación se detuvo cuando el profesor Eduardo Chang identificó que Javier salía de las clases de nivelación lloroso y mojado, por lo que confronta al padre amenazando con denunciarlo. Al siguiente año, Javier fue cambiado de colegio».

No nos consta que haya habido en ninguno de los casos denuncia ante la justicia civil, ni de parte de la víctimas ni de quienes supuestamente se enteraron de los abusos. Y si bien en el caso de Américo Legua hubo un proceso canónico, pues su denuncia fue remitida por los salesianos a la Congregación para la Doctrina de la Fe, ésta decidió en el año 2016 archivarla por «carecer de verosimilitud». El caso sería reabierto después de que el músico peruano le escribiera una carta al Papa Francisco, fechada el 4 de abril de 2017. Aun así, en diciembre de 2017 la Congregación para la Doctrina de la Fe decidió archivar de manera definitiva la denuncia contra el padre Antúnez de Mayolo, por «absoluta ausencia de elementos probatorios que sostengan las afirmaciones contenidas en la denuncia». En ningún momento la víctima fue contactada o citada a declarar, ni tampoco fue nunca notificada oficialmente de cómo iba el proceso, a qué termino llegó, ni mucho menos cuáles fueron los argumentos para su archivamiento.

Estos casos serían suficientes como para que se abra una investigación, teniendo en cuenta lo que está sucediendo en España. De los más de 900 casos de abuso sexual eclesiástico recopilados por el diario El País, unos 100 casos están vinculados a la congregación salesiana, siendo la institución religiosa católica que figura con más casos en esa base de datos.

Todo esto sería sólo la punta del iceberg, pues no resulta aventurero suponer que en el Perú no sólo los salesianos y el Sodalicio albergaron o albergan abusadores entre sus filas, sino que la Iglesia católica en el país andino tampoco se libraría de sufrir masivamente el cáncer del abuso sexual eclesiástico que aqueja a la Iglesia dondequiera que tenga presencia. Más aun cuando hay un jerarca de la Iglesia católica en el Perú, con el sobrenombre de cardenal Cienfuegos (según Jaime Bayly) o Mons. Camilo (según Pedro Salinas en su último libro Sin noticias de dios), acusado de abusos sexuales y que no ha sido aún identificado inequívocamente con nombre y apellido.

(Columna publicada el 21 de enero de 2023 en Sudaca)

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FUENTES

José del Carmen Oregón Tapia
El discípulo imperfecto – Testimonio
https://oregontapia.wordpress.com

Policía Nacional del Perú
Nota de alerta por la desaparición de Marco Antonio Monzón Luna

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Américo Legua Díaz
Carta al Papa Francisco (4 de abril de 2017)

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LAS CARTAS DE SUJECIÓN DEL SODALICIO

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El 3 de noviembre de 2012 el sociólogo peruano Eduardo González escribía en La Mula lo siguiente:

«Uno de los artefactos más atroces de la guerra peruana de los 80 y 90 es la “carta de sujeción” que todo militante senderista debía suscribir, como parte de su inducción a alguna estructura. En estos documentos, el individuo renunciaba por completo a su identidad, a sus intereses, a sus derechos y afirmaba ante Sendero una serie de dogmas y compromisos.

Las cartas estaban todas cortadas con el mismo molde. No había —no podía haber— espacio para la innovación o para el estilo personal. Toda muestra de individualidad y originalidad era peligrosa, reveladora de tendencias erróneas, una invitación a la crítica fratricida y a la liquidación política».

Si cambiamos “militante senderista” por “sodálite” y “Sendero” por “Sodalicio”, encontramos una descripción exacta de lo que también ocurría en la cuestionada asociación católica. Pues en el Sodalicio, una institución sectaria y totalitaria como Sendero Luminoso —aunque sin el recurso a la violencia armada—, también había algo así como cartas de sujeción. Es decir, misivas dirigidas al líder supremo, Luis Fernando Figari, que uno debía escribir —de preferencia de puño y letra— para pedir ser admitido en el Sodalicio, ingresar a vivir a una comunidad o hacer una promesa donde uno ascendía dentro de los niveles de pertenencia a la institución. Y que debían expresar la completa adhesión personal de uno al Sodalicio y a su Superior General.

Dentro de la magra documentación que Alessandro Moroni, entonces Superior General del Sodalicio, me envío a solicitud mía el 27 de enero de 2016, estaban incluidas copias de tres de estas cartas:

1° una mecanografiada, con fecha del 17 de diciembre de 1981, donde solicito mi ingreso a una comunidad sodálite;
2° una manuscrita del 13 de agosto de 1988, donde solicito que se me permita hacer la promesa de profeso temporal;
3° otra carta manuscrita del 12 de agosto de 1991, donde solicito se me permita renovar por un año mi promesa de profeso temporal.

No recuerdo si escribí una carta para solicitar mi admisión en el Sodalicio como aspirante, la cual se realizó formalmente el 6 de diciembre de 1980 en la capilla del Colegio Santa Úrsula, en el distrito de San Isidro. Pero si esa carta existió, con toda seguridad Moroni no me la habría enviado, pues constituiría una prueba fehaciente de que se admitían menores de edad en la institución, considerando que yo tenía entonces sólo 17 años de edad. Aun así, esa ceremonia no constituyó mi iniciación en el Sodalicio, pues yo ya era parte de la institución desde el 2 de diciembre de 1978, cuando a los 15 años de edad —sin conocimiento de mis padres— hice mi primera promesa de sodalite mariae, un compromiso de pertenencia institucional para sodálites en edad escolar que posteriormente sería abolido.

Lo cierto es que estas cartas fueron redactadas con un lenguaje nada personal, estereotipado, salpicado de frases sacadas de la ideología sodálite con que se nos adoctrinaba. «Habiendo escrutado los designios de Dios en mi propia historia personal, y habiéndolos meditado en oración, he descubierto que el Señor me llama a un estado de vida religiosa», escribía el muchacho de 18 años que alguna vez fui. «El Señor Jesús nos llama a todos los cristianos a vivir en la dimensión del amor a Dios y a los hermanos… / ..sé también que tendré que buscar al Señor junto con mis hermanos en Cristo, en una vida comunitaria… / …espero poder servir en mi vocación a Dios y a los hombres, para instaurarlo todo en Cristo bajo la guía de Santa María».

Diez años más tarde, utilizando el mismo lenguaje, yo mismo escribía: «Con el fin de seguir madurando en la fe, buscando conformarme con el Señor Jesús bajo la guía de Nuestra Señora Santa María, en la vocación de plena disponibilidad apostólica a la cual creo con firmeza que estoy llamado, te solicito la renovación de mi profesión temporal por el lapso de un año».

Lo que sí debía contener obligatoriamente la carta era una cláusula como «esta decisión la he tomado libremente y por mi propia voluntad», «este anhelo mío es completamente libre, sin coacción de ningún tipo», «esta decisión la he tomado libre de coacción externa e interna». Y el consejero espiritual que a uno le habían asignado se encargaba de verificar que frases como éstas o similares estuvieran presentes en el escrito.

El Sodalicio conserva celosamente los originales o copias certificadas de estas cartas, para usarlas como prueba de que no hubo secuestro mental de nadie en la institución y de que todos estuvieron allí porque así lo querían, cuando en realidad estas cartas demuestran el lavado de cerebro a que fuimos sometidos, pues todas se parecen en los términos y usan el mismo lenguaje estereotipado y clichetero extraído de los textos doctrinales sodálites elaborados por Figari y compañía.

Según cuenta Pedro Salinas en su último libro Sin noticias de dios – Sodalicio: crónica de una impunidad, el 1° de agosto de 2016 durante una audiencia en el Ministerio Público el abogado de Eduardo Regal le mostró varias de estas cartas, preguntándole: «¿Recuerda haber solicitado voluntaria y entusiastamente a través de cartas escritas por su puño y letra su ingreso a la vida comunitaria, y posteriormente su reingreso a la misma? ¿Reconoce su firma en esta carta?» Salinas respondió lo siguiente: «La carta solicitando el ingreso a la vida comunitaria, prácticamente me la dictó Virgilio Levaggi, y era de puño y letra, pues ese era el requerimiento sodálite. La presión que ejerció el Sodalitum, a través de personas como Figari, Levaggi, Baertl y Doig, entre otros, fue fundamental y definitiva en mi incorporación. Jamás me dijeron a lo que estaba ingresando. No recuerdo la carta solicitando mi reingreso (permanente a las comunidades “de formación” de San Bartolo; la primera carta era para hacer un período de prueba). No la recuerdo, pero reconozco mi firma». Y continúa así su relato: «No las podía negar. Eran mías. Sólo atiné a decir que no me reconocía en ellas, por el estilo postizo y las frases rígidas, extraídas aparentemente de las Memorias que cada fin de año pergeñaba Figari, y que nos hacían aprender de paporreta».

No sé de ninguna asociación religiosa en la Iglesia católica donde se exijan este tipo de cartas a sus miembros. Asimismo, no existe ninguna norma o reglamento escrito en el Sodalicio donde se ponga como requisito para hacer promesas formales el tener que escribir este tipo de cartas. Sin embargo, en la práctica se exigía hacerlo si uno quería seguir ascendiendo en la escala jerárquica de la institución. Rehusarse a escribirla era impensable, inimaginable. Debido al lavado de cerebro a que habíamos sido sometidos, carecíamos de la información y la voluntad para cuestionar esta práctica. En estas cartas no se permitía poner libremente lo que uno quisiera, sino solamente lo que el destinatario quería oír. Y de que eso ocurriera se aseguraban los consejeros espirituales y superiores de la comunidad, quienes revisaban las cartas antes de ser entregadas a Luis Fernando Figari.

Que tan poco libre y voluntaria era la permanencia en el Sodalicio lo muestra el hecho de cuando uno manifestaba su deseo de salir de comunidad, comenzaba un procedimiento tortuoso de “discernimiento” que podía durar meses, y en algunos casos incluso años, pues no estaba previsto que nadie se fuera: se consideraba una anormalidad, un mórbido imprevisto, una traición al inexorable llamado de Dios.

Cuando en enero de 1993 manifesté mi deseo de dejar la vida comunitaria y de ya no querer seguir siendo un laico consagrado, pasarían siete meses hasta que eso se concretara, siete meses que viví con una angustia permanente y recurrentes pensamientos suicidas. Eso explica por qué para muchos la huida tempestiva y clandestina era el procedimiento más expeditivo para abandonar el Sodalicio, a veces en circunstancias aventureras, como la de aquel exsodálite peruano que huyó de una comunidad sodálite en Bogotá y realizó por tierra el viaje hasta Lima, pasando por Ecuador, sufriendo contratiempos e incomodidades en una odisea que merece ser contada.

Todos los que huyeron se libraron de escribir sus cartas de salida, que también eran una especie de cartas de sujeción, pues en ellas debía quedar plasmado por escrito que la culpa de abandonar la comunidad era única y exclusivamente del renunciante. En mi carta, escrita en San Bartolo y fechada el 17 de julio de 1993, decía yo lo siguiente:

«En mi vida comunitaria, a lo largo de estos últimos años, siempre he tenido problemas debido en gran parte a mis propias inconsistencias. Estos problemas se han manifestado de manera particularmente fuerte en los últimos tiempos, de tal modo que me han hecho llegar a una situación de profundo cuestionamiento personal. En estas circunstancias, luego de pasar por un largo período de discernimiento en San Bartolo, he llegado al punto de considerar la posibilidad de abandonar la vida comunitaria, puesto que me resulta difícil permanecer en ella, y creo que, debido a mis problemas personales, ello puede conllevar obstáculos para el desenvolvimiento de mi vida cristiana».

No era el Sodalicio el que estaba mal, sino yo. Sacudirme esa conclusión me demoró más de una década. Y a pesar de lo que allí yo escribía con candorosa ingenuidad —«sé que podré contar siempre con la ayuda de mis hermanos sodálites en los momentos más difíciles»—, lo que en realidad ocurrió fue otra cosa: una mezcla de traición, desprecio y discriminación hacia mi persona por haber abandonado el camino de la vida consagrada sodálite.

Cada vez que se lea una de esas cartas de sujeción, se deberá ponerlas en su contexto y conocer las circunstancias en que fueron escritas. No son expresión de libre voluntad —pues se revisaba sus contenidos para que estuvieran conformes, mientras se tenía controlados mental y afectivamente a quienes las escribían—, sino prueba del lavado de cerebro que se practicaba en el Sodalicio. Y uno de los artefactos más atroces de la manipulación ejercida por las autoridades sodálites sobre quienes pertenecen o pertenecieron al Sodalicio.

(Columna publicada el 7 de enero de 2023 en Sudaca)

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FUENTES

Eduardo González
Cartas de sujeción, ayer y hoy (03/11/2012)
https://lamula.pe/2012/11/03/cartas-de-sujecion-ayer-y-hoy/EduardoGonzalez/

Pedro Salinas
Sin noticias de dios – Sodalicio: crónica de una impunidad (Lima 2022)