Daniel Bühling (nacido en 1978) pasó su infancia en una pequeña localidad del sur de Alemania, situada entre Stuttgart y Múnich. Siguiendo una vocación tardía, decidió ser sacerdote ya cumplidos los 20 años. Hizo su formación en tres seminarios en Augsburgo, Múnich y Trieste. Llegó incluso a ser ordenado diácono, pero tras un período de reflexión donde llegó a la conclusión de que la doble moral generalizada entre el clero y los candidatos al sacerdocio era incompatible con sus valores y proyecto de vida, decidió interrumpir su carrera clerical poco antes de ser ordenado presbítero. Su libro autobiográfico El 11° mandamiento: No debes hablar de eso (Das 11. Gebot – Du sollst nicht darüber sprechen, riva Verlag, München 2014) se convirtió en un bestseller en Alemania.
De este libro he traducido al español el capítulo donde Bühling narra cómo eran las Navidades de su infancia. Hay que tener en cuenta que vivía en casa de su abuela, que su padre vivía separado de su madre, que sólo tenía un hermano (fallecido posteriormente), que en Alemania diciembre es el mes más oscuro del año (anochece entre cuatro y cinco de la tarde), además de las características culturales propias de la Navidad alemana: una fiesta íntima del pequeño núcleo familiar en un ambiente de paz y tranquilidad, donde el árbol de Navidad (generalmente un abeto natural) ocupa el centro. Salvando las diferencias, se trata de un relato que expresa en esencia lo que muchos de nosotros hemos vivido en nuestra infancia.
«En Nochebuena todo era en mi familia como debía ser. La Nochebuena era para mí de niño la noche más hermosa del año, llena de una energía singular. En general, los recuerdos más intensos de mi infancia tienen que ver con la Navidad. El Adviento no era para mí solamente un tiempo de ilusión, sino también un tiempo de sosiego, de reflexión. El tiempo de Adviento me motivaba de manera profunda precisamente debido a su quietud, que para nosotros en el campo era realmente quieta. El trabajo en las granjas estaba hecho, la oscuridad envolvía al pueblo, el frío se deslizaba alrededor de las casas. Todo estaba quieto, y cuando había nieve, me parecía como que la naturaleza estuviera durmiendo bajo un manto blanco. Los ruidos de los escasos automóviles afuera en la calle del pueblo estaban amortiguados. Dentro escuchábamos a la luz de las velas las historias y narraciones sobre el nacimiento de Cristo y elaborábamos coronas y adornos de Navidad a base de ramas y paja.
La noche antes del 24 apenas podía dormir, tan excitado estaba ante las fiestas inminentes. Yo sabía sobre lo que mí se avecinaba. En Nochebuena nuestro padre siempre estaba todo el día con nosotros. A lo largo de la mañana los niños debíamos mantenernos ocupados nosotros mismos. O íbamos donde nuestro abuelo. Éste, en efecto, siempre tenía tiempo para nosotros, dado que, debido a su discapacidad, sólo podía abandonar su habitación con gran esfuerzo. Conversábamos con el abuelo o jugábamos con él, mientras mi abuela horneaba las últimas galletas navideñas en la cocina. Ya entonces olía a Navidad en toda la casa. Nosotros niños estábamos tremendamente agitados, corríamos del abuelo hacia la abuela y más allá hacia nuestra tía, que adornaba el árbol de Navidad , y de vuelta a la abuela, que llenaba el plato de galletas. Yo enervaba a toda la parentela con mi ilusión. Mi hermano, en cambio, se mantenía reservado, pero las preparaciones de la fiesta no lo dejaban totalmente impasible ni siquiera cuando se hallaba en la edad del pavo.
Para el almuerzo nos reuníamos todos en la cocina de mi abuela. Dónde si no. También en Navidad era ella la que nos mantenía unidos y nos reunía. Había entonces una comida ligera, y luego sobrevenía tranquilidad sobre la familia. El trabajo estaba hecho. Mi padre nos juntaba a nosotros los muchachos y sus tres perros pastores alemanes, a veces también un primo, y salíamos afuera a la naturaleza. Si había caído nieve, llevábamos el trineo, y cuando aún eramos muy pequeños, enganchábamos los perros y nos dejábamos tirar por ellos. Dos, tres horas estábamos juntos afuera; por lo demás, nunca pasábamos tanto tiempo juntos. En esa tardes sentía que también la naturaleza era distinta en Nochebuena. Que había una atmósfera predominante en el aire como en ningún otro día. Tanta tranquilidad y paz.
Recién con el crepúsculo regresábamos a casa, y entonces todos nos reuníamos para la hora del café donde la abuela en la cocina. A las cinco y treinta ya había lonche, y entonces nos poníamos a esperar la repartición de regalos. Nosotros niños ya estábamos rascando la puerta de la sala e intentábamos mirar por el ojo de la cerradura para espiar al Niño Dios. Sabíamos que en algún momento desaparecería nuestra madre, sonaría la campanilla y entonce estaría aquel reluciente árbol de luces ahí. Todavía hoy se me pone la piel de gallina cuando pienso en ese momento. Mi madre delante del árbol con velas de verdad, el tocadiscos sonando con “Noche de paz, noche de amor”, todos nosotros entramos, estamos juntos como familia. Es el único momento del año donde todo está bien.
El sentimiento en este momento de mi infancia era de experimentar pura protección. El único momento sin angustias ni preocupaciones. Cada uno a su manera era feliz y estaba en armonía consigo mismo, y esta felicidad llenaba toda la habitación. También era el único momento en el que estábamos todos juntos. Todos los seres humanos a los que quería. Siempre deseé poder llevarme el sentimiento de esta noche conmigo, pues aquello que yo experimentaba en Navidad era precisamente aquello que yo concebía como familia. Simplemente estar juntos. Pero sólo era así en Nochebuena. Durante los demás días del año todo estaba desgarrado.
No cantábamos canciones navideñas, tampoco comíamos un asado grande, y los regalos tampoco eran muy fastuosos. Simplemente estábamos sentados juntos, los niños jugaban con los regalos, había vino caliente con especias y té, escuchábamos música y conversábamos. A las diez de la noche iban mis abuelos a Misa del Gallo, y los demás nos quedábamos sentados y seguíamos celebrando. Cuando la noche ya había terminado, yo como niño ya estaba muerto de pena, porque sabía que iba a demorar otra vez un año, es decir, una eternidad, hasta que pudiera experimentar otra vez ese sentimiento. El día de Navidad ya todo había pasado, pues mi padre se marchaba, y mi madre viajaba con nosotros muchachos donde sus padres.
Y un día debía yo experimentarlo por última vez. Cuando tenía 14 años, mi padre se casó de nuevo, recibió una hija y tuvo a partir de entonces otra familia, con la cual pasaba la Nochebuena. También mi hermano tuvo mientras tanto una pequeña familia propia, con la cual vivía retirado en la vivienda anexa a nuestra casa paterna. Y mi madre, a quien el trabajo de turnos en la fábrica la afectaba cada vez más, ya no lograba poner un árbol de Navidad. Yo me ocupaba entonces del árbol de Navidad, pero no era lo mismo. La familia estaba ahora desgarrada incluso en Navidad.
La nostalgia de ese sentimiento de Navidad de entonces lo llevo conmigo hasta el día de hoy. La ausencia de preocupaciones de entonces ya no existe para mí. Cada una de las Nochebuenas de mi infancia han permanecido en mi memoria, porque cada una fue algo muy especial. Este espíritu de la Navidad lo llevo en mi corazón. Nada me lo puede quitar. Navidad siempre será para mí la más importante y más hermosa fiesta del año. Pero pensar en Navidad me pone también triste. Pues este sentimiento de entonces se ha perdido para siempre».
Tras renunciar a la posibilidad de ser sacerdote católico, Daniel Bühling salió del clóset y en el año 2011 dimitió institucionalmente de la Iglesia católica, a la vez que registró oficialmente su unión civil con su pareja René. Curiosamente, según cuenta, el hecho de ser homosexual no constituía ningún impedimento para recibir las órdenes sagradas, siempre que lo mantuviera en secreto. No son pocos los compañeros de seminario que compartían la misma orientación sexual y que practicaban su sexualidad en secreto, lo cual era sabido por las mismas autoridades eclesiásticas. Sin embargo, él no estaba dispuesto a mantener una doble vida —como hacen un sinnúmero de sacerdotes, incluso con conocimiento y aprobación tácita de su obispo—. Mantener estas cosas en silencio es lo que él llama el undécimo mandamiento en la Iglesia católica.
Actualmente, Bühling trabaja como teólogo libre (sin vinculación institucional a ninguna Iglesia) y ofrece servicios de consejería espiritual y coaching personal. Y la ilusión de la Navidad no parece haberlo abandonado del todo, como él mismo cuenta al final de su libro:
«Todavía me gustaría ser sacerdote. Siento la vocación y siempre la sentiré. Extraño la liturgia, y a veces me sorprendo a mí mismo sentándome en una pequeña capilla y rezando. Yo sé que también en el futuro seguiré creyendo en Dios y estando al servicio de los seres humanos. Pero en esta Iglesia católica, tal como era y sigue siendo y quizás nunca sea sea distinta — en esta Iglesia ya no hay lugar para mí.
Desde mi dimisión tampoco voy a la iglesia, ni siquiera en Navidad. En ese sentido celebro de nuevo la fiesta como en tiempos de mi infancia, exclusivamente con y para la familia. Hoy, sin embargo, el círculo es más pequeño que entonces: mi madre, la madre de René con su pareja, René y yo en mi vivienda. No obstante, la Nochebuena sigue teniendo un significado muy especial para mí. En algún momento durante la noche necesito un tiempo para mí solo. Un momento en el cual salgo al aire libre y experimento el carácter único de esta noche. Un momento, en el cual en lo profundo de mi interior estoy unido con mi Creador, el Dios amado. Y entonces dejo correr mis lágrimas, en recuerdo de mi hermano Oliver — y de pura gratitud por todo lo que tengo hoy. Gracias, amado Dios».