Algunos vicios nacionales, aunque se intuyen y presienten cuando uno vive en el Perú, no llegan a verse con meridiana claridad hasta que uno abandona el país. Me sucedió cuando emigré a Alemania en noviembre de 2002. Tras semanas de recorrido errático que me llevaron desde Freising, cerca de Múnich, pasando por Erlangen hasta llegar a Berlín, finalmente encontré cordial acogida en una parroquia en Wuppertal, donde el P. Ulrich Lemke, amigo del Movimiento de Vida Cristiana, me prestó una ayuda invalorable para comenzar a integrarme en la sociedad alemana y en su complejo sistema de ayuda social y laboral. Durante el tiempo de soledad que transcurrió hasta que mi familia pudo reunirse conmigo en marzo de 2003, fui pergeñando por escrito varias reflexiones sobre mis experiencias en tierras germanas y sobre el querido país que había dejado atrás. Estos escritos constituyen lo que he llamado mis “Crónicas desde Wuppertal”.
A la distancia, había aspectos sobre el Perú que me saltaban más a la vista, como el marcado racismo que impregna las estructuras sociales, la corrupción inherente al sistema de relaciones sociales y culturales que se ha generado históricamente y que por eso mismo resulta tan difícil de erradicar, las enormes desigualdades socio-económicas y la violencia cotidiana —sobre todo verbal, aunque también con demasiada frecuencia en los hechos— que deja su sello en una sociedad desintegrada, dónde el Estado sólo existe efectivamente para una minoría. Los intríngulis de la política peruana —de los cuales me enteraba a través de la prensa online— me parecían, desde la distancia, líos de comadres. Y el boom económico del gobierno de Alejandro Toledo, una ilusión. Pues los pobres seguían siendo pobres, por más maquilladas que estuvieran las estadísticas oficiales, y el Perú seguía siendo la tierra de las esperanzas perdidas. Atrás habían quedado los acontecimientos insólitos y surrealistas del año 2000, que fueron para mí como una pesadilla en un país que salía de una dictadura y no terminaba de parir una democracia decente. Hasta ahora.
El texto que reproduzco a continuación, intitulado “Sobre vergüenzas, invitaciones y regalos”, forma parte de mis “Crónicas desde Wuppertal”, y fue enviado por correo electrónico a varios amigos, casi todos sodálites o emevecistas. Allí abordo brevemente algunos de los vicios de la sociedad limeña. En ese entonces yo era adherente sodálite y todavía no había superado varios de los condicionamientos mentales impuestos por la formación que se imparte en el Sodalicio. Por ejemplo, todavía creía que separarse de la institución era rechazar un llamado de Dios y, por lo tanto, implicaba poner en riesgo la salvación eterna. Expresión de esta mentalidad es un párrafo que le escribí en ese entonces a un amigo: «Me he sujetado con garras punzantes a las espaldas del Sodalicio, me he sostenido en la montura y he mantenido una fidelidad que no siempre ha sido correspondida de igual manera. Esa fidelidad, con el auxilio de la gracia de Dios, se mantendrá hasta después de la muerte. Nunca lo he puesto en duda». No tardaría muchos años en darme cuenta de que este tipo de actitudes masoquistas no son saludables, más aún cuando se ha sufrido tantos maltratos psicológicos. Y no sólo yo, sino también tantos otros, sin contar los que fueron víctimas de abusos sexuales.
Por otra parte, parecería que el Sodalicio tampoco ha sido ajeno a los vicios propios de la sociedad limeña. Sería interesante saber cómo una persona como Luis Fernando Figari, que, después de laborar como profesor de religión en los colegios Santa María (Marianistas) y San Isidro (Maristas) en Lima no ha tenido ningún trabajo conocido, ha podido vivir y mantenerse en una enorme casa campestre con piscina rodeada de un amplio jardín en Santa Clara (al este de Lima), muy cerca del exclusivo hotel El Pueblo. Sería interesante saber bajo qué condiciones el Sodalicio recibió donaciones, a través de su organismo de fachada APRODEA (Asociación Promotora de Apostolado), durante el primer gobierno de Alan García, en cantidades suficientes como para poder mantener todas las comunidades y centros pastorales de que disponía. Sería interesante saber cómo el Sodalicio obtuvo la posesión del terreno donde ahora se ubica el Centro Pastoral de San Borja (Lima), adjudicado como donación del Estado. Sería interesante saber cómo se adquirieron los terrenos donde se ubican el Colegio San Pedro en La Molina (Lima) y el Cementerio Parque del Recuerdo en Lurín (al sur de Lima), construido en lo que entonces era zona arqueológica protegida debido a la cercanía de las ruinas pre-incaicas de Pachacámac. Sería interesante saber si la adquisición de la propiedad del señor Fernando Gerdt Tudela en Arequipa vía remate judicial fue un proceso hecho en toda regla o si verdaderamente hay algo turbio en el asunto, como él mismo ha relatado. Sería interesante saber por qué todos los docentes —incluyendo al director— del desaparecido Instituto Superior Pedagógico Nuestra Señora de la Reconciliación, entonces gestionado por el Sodalicio, estaban contratados según una modalidad por la cual recibían honorarios profesionales por clases dictadas y no estaban en planilla —con todos los beneficios inherentes a la condición de asalariados—, como correspondería a una institución de este tipo. Asimismo, sería interesante saber por qué ésta es la única institución de entre todas aquéllas en que he trabajado donde me ha sucedido que se retrasara una vez el pago de las remuneraciones debidas por dos meses. Supongo que debe haber una explicación satisfactoria y transparente para todo esto, pues cuesta creer que una organización católica que se rige no sólo por la ley sino también por principios éticos incuestionables, pueda tener en su haber asuntos turbios en lo que respecta a sus manejos financieros y administrativos. Aunque como van las cosas con el Instituto para las Obras de Religión (IOR), popularmente conocido como Banco Vaticano, a uno siempre le queda la duda. «Colabora apostólica y espiritualmente con ellos, pero nunca trabajes para ellos», me aconsejó una vez un adherente sodálite que también trabajó en una empresa gestionada por el Sodalicio que ya no existe.
En fin, les dejo ahora con mi escrito, seguido de los comentarios de algunos de los amigos que me escribieron.
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SOBRE VERGÜENZAS, INVITACIONES Y REGALOS
Wuppertal, 7 de febrero de 2003
Wuppertal parece haberse convertido en un punto de referencia para personas vinculadas de alguna manera con el Movimiento de Vida Cristiana. Desde que estoy aquí algunas de estas personas han estado de visita, y eso me ha permitido contemplar ciertas características actitudinales que podrían pasar por normales en el Perú, pero que, insertadas en el contexto alemán, muestran su verdadera cara negativa. Algunas actitudes vinculadas a lo peruano me han llevado a hacer estas reflexiones, que tal vez resulten un poco duras para algunos de nosotros. Pero es necesario hacerlas, para evidenciar algunas enfermedades sociales que tenemos en el Perú.
Como cuestión previa, tengo que aclarar que Alemania no es un paraíso, y que yo no vine aquí huyendo del “infierno” que se vive en Lima para entrar al Edén. Un antiguo compañero de colegio que encontré en esta tierras supuso que era esto lo que yo, con actitud ingenua, pensaba. En verdad, aquí también la esencia humana despliega tanto sus virtudes como sus vicios. Pero aquí he tenido la oportunidad de encontrar puertas que se me abren, mientras que en Lima casi todas se me estaban cerrando. Eso es lo que marca la diferencia para mí.
Y también hay cosas positivas aquí. Lo que puede parecer un excesivo formalismo, como es el hecho de que las personas se llamen mayormente por sus apellidos y les antepongan el título de “Herr” (“señor”) y “Frau” (“señora”), implica en el fondo una actitud de respeto hacia las personas. Hasta el más pobre de los pobres es el “señor” tal. Los empleados de los supermercados son “señores” y “señoras”. Y este apelativo no hace distinción entre color de piel, situación social o ingresos económicos. Incluso cuando alguien es maltratado, sigue siendo llamado “señor”. En Lima yo era uno de los pocos desadaptados que le decía “señor” a los limpiadores de carros, a los vigilantes o guachimanes, a los empleados de los supermercados y a los vendedores ambulantes. Mientras que dentro de la mentalidad cultural del peruano está enquistada esa manera de proceder que tiende ningunear a determinadas personas y a marginar a los que menos tienen o pertenecen a determinados niveles socio-culturales.
Igualmente me sorprendió esa poca capacidad de apertura al regalo, al don, que he encontrado en algunos visitantes emevecistas aquí en Wuppertal. Por discreción, para no incriminar a nadie, he preferido callar nombres, sexo, edad de las personas implicadas, con el fin de evitar represalias, como recibir un sartenazo, por ejemplo.
¿A qué me refiero? El P. Ulrich Lemke se siente contento al recibir visitantes del Perú. Y lo manifiesta, por lo general, invitando a la gente a comer. Estos invitados, en algunas ocasiones, se han sentido avergonzados de que el Padre pagara la cuenta e incluso se han ofrecido a pagar ellos. En uno de los casos, una persona fue invitada a comer, en una comida organizada por la comunidad cristiana de la parroquia, y tuvo el deseo de ofrecerse a pagar su parte. Por consejo mío, esa ocurrencia no se concretó, ni siquiera se hizo manifiesta.
Esa actitud de fingir incomodidad —o sentirla de veras— cuando se recibe regalos o favores es algo muy típico de ciertos estratos sociales en Lima —no sé si será así en otras partes del Perú—, y es, en mi opinión, un vicio disfrazado de virtud —como los hay tantos—. Y refleja tal vez algunos antivalores del sustrato cultural de la poblacion limeña acomodada.
Me explico. En Lima hay muchos que creen que los favores o regalos recibidos merecen una retribución similar, como si se tratara de una especie de trueque. Ni siquiera se quiere que los regalos sean recibidos gratuitamente, sino que ello establece una relación con el donante, cuyo “pago” consiste en una retribución similar o en hacerle ciertos favores. Por eso mismo, cuando se les hace regalos a los pobres, muchos piensan tácitamente en lo más hondo de su conciencia, sin poder explicitarlo o hacerlo claro, que se les está haciendo un favor, pues no están en condiciones de retribuirlo.
El regalo, en realidad, es otra cosa: un don dado gratuitamente, que no exige ninguna retribución. Pensar lo contrario es ofender la generosidad del donante, el cual, si actúa desinteresadamente, encuentra gozo en el solo hecho de dar.
En Lima se ve bien que uno se ofrezca a pagar, cuando no tiene la obligación de hacerlo. Aquí en Wuppertal hay que preguntar eso con mucha anticipación, porque si ya se ha tomado la decisión de quiénes van a asumir los costos, sería de mal gusto que aquel a quien se está agasajando se ofrezca a pagar.
En el fondo, la supuesta virtud de hacer resistencia al regalo le pone cortapisas a muchos que quieren ser generosos —hay que tener cuidado al regalar, porque no se sabe qué va a pensar el otro—. Y si lo llevamos al extremo, nos llevaría a la conclusión de que sólo los que tienen dinero merecen recibir regalos, pues sólo ellos se hallan en condiciones de pagarlos si quisieran. Y que el regalo a alguien que no puede retribuirlo monetariamente, aunque quisiera hacerlo, es algo inmerecido y que no se debería hacer. Será tal vez por eso que a las empleadas domésticas se les suele regalar baratijas por Navidad. ¿Se imaginan ustedes al Papa ofreciéndose a pagar el precio de todos los regalos que recibe? No cabe en mi mente tal ofensa. Sin embargo, este tipo de ofensa se considera de buen gusto en algunos círculos sociales de Lima, aunque sólo sea una formalidad.
¿Podrían cada uno de ustedes imaginarse frente a Dios, diciéndole cuánto le debe por el don de la salvación? ¿No es acaso la mejor actitud —y la más amorosa— darle simplemente al Señor las gracias y gozar del regalo recibido? ¿Acaso sería una virtud tratar de pagar la cuenta nosotros mismos, poniendo en duda la generosidad del Amor infinito? Pero eso hacemos muchos de nosotros con los seres humanos. Y pensamos que es una vergüenza que alguien, a quien conocemos desde hace poco tiempo, nos quiera regalar algo.
A mí no me gusta que me hagan aspavientos cuando hago un regalo. Y tampoco me niego a recibir lo que es gratis, aun cuando venga del ser más pobre que existe. No le puedo negar esa felicidad. Yo he recibido algunas cosas gratis en Alemania. Y aquel compañero de colegio de quien he hecho mención sin revelar su nombre, me quiso suscitar un sentimiento de vergüenza por haber recibido ayuda social —subsidios en dinero efectivo para alimentos y alquiler de vivienda— por parte del Estado. Esa ayuda es reconocida por el Estado alemán como un derecho de la persona. Es decir, aquí no se pone como condición tener trabajo para poder vivir, aunque se exige que uno haga lo posible para conseguir un empleo. Tener alimento, vivienda, vestido y atención médica es un derecho de todo habitante de este país, independientemente de cuánta plata se tenga, de si tiene trabajo o no, de si está sano o enfermo, etc. Cuando es tan difícil encontrar trabajo, no se puede poner como condición que la persona tenga un empleo para que recién se tenga derecho a lo necesario para una vida digna.
En cambio, en el Perú se realiza un auténtico genocidio con nuestros compatriotas. Se mata lentamente a todo un pueblo, con el argumento clasista y marginador de que el que no ha encontrado un trabajo remunerado no tiene derecho a recibir absolutamente nada. Y este principio anticristiano es perfectamente compatible con la actitud hacia el regalo antes mencionada. Lo más grande y lo más valioso que hemos recibido en nuestra vida ha sido completamente gratis, y no podemos cometer la ofensa de querer ponerle un precio a ese don.
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COMENTARIO DE ADHERENTE TRES
Fecha: 7 de febrero de 2003
Hola, Martin:
Son interesantes tus reflexiones. Acabo de regresar de Alemania hace poco días y quiero comentarte algunas cosas. No es la primera vez que regreso al Perú desde Europa y siempre me encuentro con un complicado sentimiento de frustración cuando contrasto ambas realidades culturales. Coincido contigo en que esto no es el infierno y Europa no es ni de lejos el paraíso. De todas maneras, como el civismo es allá natural y acá casi inexistente, me duele mucho mirar alrededor por acá. Y el civismo en el Perú no escasea sólo entre los pobres e ignorantes. Se siente su falta en todas partes.
Sin embargo, creo que haces algunas generalizaciones muy audaces. La realidad, a diferencia de la ficción, suele ser muy rica en matices. Podrías decir: «En Lima, muchos… se suele… generalmente… etc.» Y lo mismo en Alemania. Pero si bien creo entender lo que quieres decir al referirte a las actitudes frente a los regalos, pienso que esas actitudes deben valorarse de muy distinta manera en el contexto en que se dan. Comportarse “a la alemana” en el Perú puede resultar de muy mal gusto, y lo contrario también es cierto, como tú mismo lo narras. Existen costumbres sociales que no puedes ligeramente calificar de vicios disfrazados de virtud.
Tampoco puedes calificar de “fingir incomodidad” a una actitud que perfectamente puede significar en el fondo una delicada cortesía. Creo que es verdad que las costumbres pueden variar mucho de un lugar a otro, pero eso no hace necesariamente que unas sean mejores que las otras y que deban entenderse fuera de su realidad. A mí mismo me ocurrió que un amigo de un amigo mío nos invitó a su casa en Frankfurt. Primera vez en mi vida que lo veía. Conversando de muchas cosas, nos pusimos a hablar de los trencitos y de cómo yo hubiera querido comprar unos en Colonia, cosa que no pude hacer porque estuve allí solamente un domingo y las tiendas estaban cerradas. El señor me llevó al sótano de su casa para mostrarme su circuito de trenes, y cogió dos vagones nuevos y algunas pistas y me los regaló. Yo sabía que me estaba regalando mucho dinero y eso me impresionó siendo yo un desconocido para él hasta ese día. Recibí el regalo con entusiasmo y con un sentimiento de mucha gratitud.
Creo que es natural que en un medio tan diferente culturalmente sean más fáciles de advertir ciertos rasgos de nuestra idiosincrasia. Y te confieso que a veces me cuesta “moderar” mi admiración por ciertos pueblos europeos.
Disculpa el desorden de ideas, tengo muy poco tiempo para escribirte ya que estoy en la oficina. Ya seguiremos intercambiando ideas.
Recibe un fuerte abrazo.
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RESPUESTA DE MARTIN SCHEUCH A ADHERENTE TRES
Fecha: 9 de febrero de 2003
¡Hola, Adherente Tres!
¡Qué gusto escuchar noticias tuyas!
Concuerdo contigo en a veces mis reflexiones no están adecuadamente matizadas. Sin embargo, no pretendo tampoco ser lo más exacto posible, pues mis reflexiones son hiladas en paralelo a lo que estoy viviendo, y creo que, a falta de rigor, tienen sin embargo la frescura de la vida.
Es verdad que en el Perú se habla de falta de civismo. Pero se olvida que esta virtud es la plasmación externa del respeto debido a las personas. Y te aseguro que he encontrado personas que desconocen este nexo. Incluso el civismo puede pervertirse. Muchas personas suelen a veces destacar su civismo con un cierto aire de superioridad, para contrastar sus orondas personalidades con el “incivismo” de los otros. Y, en el fondo, derivan en la misma carencia de respeto que aquellos a quienes critican, pues establecen su virtud como medida de status y como criterio de marginación de los que no son como ellos.
He estado leyendo las noticias provenientes del Perú. Una manifestación extrema de falta de civismo se ha dado en las marchas de Construcción Civil. Pero aún más atroz me parece la actitud de los detentadores del poder político y económico, que se han puesto a criticar la falta de civismo, y han obviado la discusión de lo fundamental, que es la atención de los derechos objeto de reclamo. Además, ¿cómo se puede pretender exigir actitudes de caballero refinado a quien ha crecido en esa atmósfera de violencia que impera en los lugares donde viven los pobres? La violencia de mano blanca —muchas veces invisible— es tan o más atroz que la anterior.
Por otra parte, el cuestionamiento de algunas actitudes acostumbradas en el contexto cultural limeño no implica un juicio sobre la intención de las personas. Las actitudes que describo en mi escrito son ciertamente consideradas un gesto de cortesía. Pero has de reconocer que la costumbre muchas veces escapa a lo sano, y se convierte en una de las tantas expresiones de una sociedad dividida por conflictos sociales e impregnada de marginación y denigración del otro.
¿Sabes que he leído que, en términos reales, los ejecutivos ganan en el Perú 45% más que en el año 1994? ¿Qué los empleados sólo ganan 10% más? ¿Y que los obreros ganan 20% menos? Y eso no es lo peor. El articulista buscaba explicar esto mediante las leyes del mercado, sin ninguna alusión a las diferencias de status social que hay en el Perú y a las actitudes de los que más tienen, o, como se dice popularmente, “los que manejan la mermelada”.
Tengo que admitir que comparto tu admiración por algunos europeos. En los pocos meses que estoy aquí, he sentido ganas de quedarme, no obstante las dificultades. La vida en Lima para mí, como para muchos otros, era una cadena de impresiones desagradables, a las cuales se encontraba alivio en el amor de tantas personas heroicas —y santas, ¿por qué no?— que levantan la frente en una sociedad infectada de mezquindades y enferma por carencia de solidaridad y reconocimiento de la dignidad de muchos —desde el más pobre, el más delincuente, el más depravado, hasta el que está dotado de talentos por encima de lo común—. Sí, los más talentosos también tienen que sufrir mucho. Se me ocurre una frase que podríamos asumir muchos como propia: «No soy lo suficientemente mediocre como para tener éxito en el Perú».
Saludos,
Martin
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COMENTARIO DE UN CONSAGRADO SODÁLITE
Fecha: 10 de febrero de 2003
Caro Martin:
Te escribo para poder darte mi opinión de lo que pones. Creo que tu aproximación al tema de nuestras enfermedades sociales debe de ser abordado desde una óptica más reconciliada. Creo que no es fácil y concuerdo contigo en que el tema de la reconciliación social pasa por algo tan fundamental como tratar al hermano como lo que realmente es. Las “magic words” (buenos días, gracias, etc.), que pueden parecer una simple formalidad, no son sino el reflejo de un respetar al otro porque se lo merece, independientemente de su condición social. Pero el respeto al otro pasa por el respeto a mí mismo.
Bueno, Martin, recibe mis saludos y oraciones.
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No respondí a este e-mail. Además de que no tocaba ninguno de los contenidos de mi escrito original, es una colección de clichés, generalidades y recomendaciones inocuas, que parecen provenir de una mente parametrada carente de pensamiento propio. Por más bien intencionado que fuera el mensaje, no contenía nada a lo que se pudiera propiamente dar una respuesta.
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COMENTARIO DE ADHERENTE CINCO
Fecha: 12 de febrero de 2003
Querido Martin:
¿Qué puedo decir? No conozco Europa. Concuerdo con mucho de lo que dices del Perú. Pero honestamente no me gusta el estilo urticante y “generador de polémicas” con el que escribes y criticas. Puede sonar sincero, pero cuando uno mira más dentro de uno mismo y descubre la misericordia de Dios que, a pesar de nuestras miserias, nos sigue bendiciendo y convocando al servicio y al apostolado, algo me suena mal en ese estilo, algo de falta de solidaridad.
No lo digo por las verdades que dices, que son ciertas, sino por un sentimiento que generas en mí cuando te leo. Siento que no se te puede contradecir sin que uno sea tildado de mediocre. Bueno, pues, la gente, cierta gente del Perú es una mierda, ciertas costumbres son una mierda y una injusticia que clama al cielo y hay que denunciar estas cosas, pero de nuevo: ¿Qué haces tú por cambiar todo esto? Muchos emevecistas son mediocres y repetidores de clichés, bueno, pues, ¿cómo los ayudamos? Creo que te traicionas a ti mismo y me suena a pose el estilo bloyesco [en alusión al escritor católico francés Léon Bloy, que escribía con un estilo incendiario]. Tú tienes talentos de sobra, querido hermano, para darnos esperanza, para inspirarnos alegría. Me acuerdo muchísimo de tu “Carta de una muerta”, y te digo con honestidad que es uno de los mejores cuentos que he leído, y de todas tus canciones inéditas: “La barca de Caronte“, “El sol en la cuna“, etcétera… Lejos de mí decir que no evoluciones en tu estilo y creaciones, y también concuerdo en tu rabia por la traición que se le han hecho a algunas de tus creaciones por un cuidado doctrinal dogmático. Pero de nuevo creo que la humildad tiene mucho que ver en lo que te quiero decir. Te pido que busques ser más humilde, por ti, por mí y por todos. ¿Cómo? No te lo puedo decir yo, y no lo tengo claro ni te juzgo. Tal vez más paciencia con los errores ajenos, tal vez más dulzura. De repente no es tu personalidad, de acuerdo, pero el Evangelio no tiene sólo páginas de denuncia y dureza, de verdades que espantan y hieren como espada de dos filos; también está la infinita paciencia de Dios, la adhesión a la cruz y el silencio.
He aprendido mucho de ti, sobre todo a escribir, a ser crítico, y muchas veces veo en ti una extrema fragilidad interior, que escondes con una especie de afán por contradecir. Ser el personaje incomprendido siempre es atractivo y seductor. Eso lo comparto contigo y muchas veces lo veo en mí como una tara, una incapacidad para comunicarme y amar de verdad.
Bueno, Martin, palos de ciego, palabras sueltas… pero siempre mucho cariño y esperanza de que te vaya bien.
Saludos a la familia.
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RESPUESTA DE MARTIN SCHEUCH A ADHERENTE CINCO
Fecha: 14 de febrero de 2003
¡Hola, Adherente Cinco!
Aprecio mucho la sinceridad con que me escribes. Eso no es obstáculo, sin embargo, para hacer ciertos comentarios a lo que me has dicho.
Ciertamente, creo que te haces eco de aquellos que consideran que el lado dulce y tierno que manifiesto refleja mi verdadero yo, mientras que el lado punzante es mi reino de la sombra, mi lado oscuro de la luna. Por ello entiendo que pienses que me traiciono cuando someto a crítica algunos aspectos de lo que voy conociendo y que siempre tiene como blanco actitudes, aspectos, pero nunca personas concretas. No tengo memoria de haberme cebado en alguien en especial y haberlo desterrado al ámbito de lo imperdonable. Nunca me he negado al diálogo, tanto en contextos pacíficos como polémicos.
Como te digo, no es que tenga dos lados opuestos; son las dos caras de una misma moneda, y he descubierto que ambos aspectos no pueden existir el uno sin el otro. Y ya que mencionas a Bloy —lamentablemente quedándote en lo anecdótico de su denuncia profética—, ese “mendigo ingrato” —como se llamaba a sí mismo— también tiene páginas llenas de una dulzura capaz de conmover hasta las lágrimas. Y él tampoco nunca le cerró las puertas de su casa a quien quisiera ser recibido en ella. Lo que siempre me llamó la atención en Bloy fue su conciencia de su propia condición de miserable unida a una frase maravillosa que aparece frecuentemente en sus escritos: «Todo es adorable». No pretendo compararme con él —aunque he leído bastante de su obra con gran deleite—. Y mi estilo tampoco se corresponde con el que tenía este gran escritor. No llego a ser tan grandilocuente ni tremebundo como él. Ni tan estremecedor.
Lo único que me motiva es el deseo de compartir una serie de impresiones, para originar un diálogo con aquellos que reciben mis mensajes. Simplemente es un compartir sincero, que no necesariamente tiene que ser armonioso en todas sus partes. Las discrepancias forman parte de todo diálogo que se desarrolle en libertad. Y nadie tiene que sentirse mediocre por manifestar otra opinión. Siempre he pensado que la confrontación y la crítica acerada constituyen algo necesario para lograr la purificación del pensamiento y guiar los ánimos hacia la madurez.
Por eso, no admito que al escribir lo que escribo me esté traicionando a mí mismo. Sólo que ahora tengo una ventaja. Me encuentro en un país donde se admite como la cosa más normal del mundo el tener una opinión propia y confrontarla con la de los demás. Aquí no se podría trabajar por consignas —como se hace con la gente del Movimiento de Vida Cristiana en el Perú, cuando se les dice que vayan, y van; y si no van, se les llama la atención por no ir—. Aquí le tienes que preguntar a la gente si está de acuerdo en ir, y si no puede o no quiere, se acabó el asunto. Pero si te dice que va a ir, con seguridad irá. Con libertad similar, me atrevo a escribir y manifestar lo que pienso —sin pretender nunca que esa opinión sea definitiva o absoluta—. Son simples reflexiones que van surgiendo al compás de los acontecimientos cotidianos.
Me acuerdo de que en el Perú siempre me encontraba con personas que opinaban que había cosas que no se debía decir, o ni siquiera preguntar. Aquí en Alemania hay un dicho popular que dice: «Preguntar no cuesta nada». El silencio encubridor y cómplice muchas veces puede aparecer revestido de virtud. La Iglesia nos dice que nunca podemos tener la certeza de estar en estado de gracia, salvo que Dios nos lo revele personalmente. Y entiendo el por qué de esa afirmación, cuando vemos tantos vicios disfrazados de virtudes y aceptados socialmente como tales, y muchos aparentes vicios que son en realidad virtudes. Acuérdate de que a Jesús lo llamaron pecador, y que los más puros de esa época, los fariseos, cometían el peor de los pecados, el pecado contra el Espíritu Santo.
Por ello, siempre he desconfiado de las invocaciones a practicar el silencio cuando se dice algo que probablemente pone el dedo en la llaga. Siempre hemos entendido el silencio como una actitud que economiza esfuerzos para lograr las metas propuestas. El silencio es concentración, es decir lo que se tiene que decir, sin dispersarse en cosas vanas. Los silencios cómplices implican la complacencia con los males que aquejan a este mundo, para ahorrarse los problemas que podrían originarse del decir las cosas incómodas. Es callar para dejar que las cosas pasen.
Me ha extrañado esa pregunta: ¿Qué haces tú por cambiar todo esto? Pues escribo. Por el momento, más no puedo hacer. Y sé, por las respuestas que me han llegado, que hay gente que ha estado tomando mayor conciencia de algunas cosas a través de las reflexiones que envío. También te pido, por favor, que no caigas en la falacia que se expresa de la siguiente manera: Como (aparentemente) no lo puedes cambiar, no tienes derecho a hablar de eso. El emitir opiniones, el hacer reflexiones, muchas veces no tiene nada que ver con el hecho de que las cosas vayan a cambiar o no. Tal vez eso contribuya a cambiarlo. No lo sabemos. Tal vez sí, tal vez no. Pero, con toda certeza, callar no cambiará para nada las cosas.
No creas que todo esto ha sido fácil. Tampoco es una pose. Mis reflexiones no son dardos disparados para herir e impedir una réplica. Busco que sean incitadores del pensamiento. «No soy mi pensamiento» es una frase que hemos escuchado muchas veces. Por lo tanto, destrocemos las ideas, cuestionésmoslas, probemos su temple y seleccionemos las que pasen la prueba de fuego. Lamentablemente, el actuar según estos principios me costó un cierto ostracismo en el Perú. Y una injusta fama de locura, que llegaba incluso a oídos de gente que yo desconocía. He llegado a sospechar que he nacido en el país equivocado. Y que, sea donde sea que esté, la única patria que puedo tener es la Iglesia. Porque sólo ella admite a los miserables como yo. […]
Después de mirar mi corazón, tan acosado de miserias y fragilidad, no creo que pueda haber otra actitud hacia cualquier ser humano que la que se expresa en tenderle la mano. Y eso no es incompatible con el fustigar los ídolos que muchas veces aparecen incluso en el seno de la más sanas expresiones de la Iglesia. No en vano dice la letra de una de mis últimas canciones:
mi hija me preguntó
por qué hay cieno en la perfección
por qué hay sueños en la locura
por qué hay dueños de la tortura
No te imaginas lo difícil que me ha sido vivir separado de mi familia aquí en Alemania desde noviembre del año pasado. Déjame por lo menos la oportunidad hacer sentir mi presencia allá entre nuestros hermanos en el mismo carisma. Es este un don de Dios que no quedará sin fruto.
Saludos,
Martin
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RESPUESTA DE ADHERENTE CINCO A MARTIN SCHEUCH
Fecha: 19 de febrero de 2003
Querido Martin:
No sabes cuánto agradezco tu respuesta. Reconozco sin problemas los errores en mis apreciaciones sobre ti y concuerdo con lo que haces. Acepto también tu corrección sobre la falacia de decir: ¿qué haces por cambiar? Es verdad, escribes y es saludable, pero recién con tu explicación lo entiendo mejor. Cuenta con este hermano y no me olvides en tu lista, ya que de verdad me ayudas. Fíjate que en lo que te escribí también manifestaba yo mis dudas hacia esa especie de ostracismo curioso y esa suerte de “buenos modales” que impiden decirse la verdad incluso a uno mismo —que suele ser lo más difícil—. Estuve pensando lo que comentabas del compromiso de “ida y vuelta” que tienen los regalos e invitaciones en el Perú, y en Arequipa es mucho más fuerte. Al final la persona interesa poco, sólo el quedar bien. Yo choqué mucho con eso y lo achaqué a mi inmadurez, pero en realidad lo que se te pide es ser bastante cínico.
Sobre lo de estar lejos de tu familia, te voy a acompañar con mis oraciones, que es lo que puedo hacer.
Saludos y mantente en contacto.
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Mis reflexiones no han perdido actualidad. Ciertamente, en el Perú han habido muchos cambios, pero parecen seguir la máxima del personaje de Tancredi en la novela El gatopardo de Giuseppe Tomasi de Lampedusa: «Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie». Pues ésos son los grandes cambios que ha habido en el Perú, anunciados, prometidos, enarbolados como estandarte político, llevados a la práctica con incompetencia ejemplar e inficionados por la incurable y habitual costumbre de la corrupción. Quisiera ser optimista, pero los hechos que van saliendo a la luz me devuelven a bofetones a la realidad. No me extraña por eso que, durante las pocas veces que he vuelto a visitar el Perú, haya sentido como un hálito de resignación entre la gente de Lima que conozco. Qué le vamos hacer. Hay que tirar para adelante. Lo último que se pierde es la esperanza. La cual, como decía Sir Francis Bacon, es un buen desayuno pero una mala cena. Que aproveche.