La Nochebuena ha sido siempre para mí un momento especial al final de cada año, cargado de experiencias que guardo en mi memoria: ese ambiente de espera anhelante, rodeado una atmósfera mágica que acentúan los villancicos con sus letras llenas de ingenuidad e inocencia, los rituales navideños tradicionales, la decoración de cuento de hadas, la comida típica navideña y la alegría compartida entre personas que se hacen regalos mutuos y que, mal que bien, se quieren y se aprecian. Con el tiempo fui comprendiendo mejor que la fuente de todo esto estaba en ese misterio que se expresaba en los belenes o nacimientos que muchos ponen en sus hogares, y el cual yo armaba junto con mis hermanos con bastante dedicación, imaginación y asombro, y a veces me quedaba contemplándolo en la noche cuando todo estaba oscuro y la única luz venía del bombillo que había dentro de la cabañita donde estaban colocadas las figuras de María, José y el Niño Jesús.
En Nochebuena también he vivido cosas fuera de lo común. Fue en Nochebuena la primera vez que alguien me ofreció una pitada de un troncho de marihuana que estaba fumando, cosa que decliné amablemente. No por eso dejé de prestarle compañía con cierta tristeza al primo con el cual me hallaba en el jardín anochecido de la antigua casona de mi abuela.
La primera Nochebuena que pasé en Alemania en el año 2002, yo me hallaba solo en este país, y una familia polaca me invitó a pasarla junto con ellos, algo que siempre he agradecido de todo corazón. Fue algo sencillo y muy familiar. Pero sobre todo muy acogedor. También fue la primera vez que comí pescado en Nochebuena, como es costumbre en Polonia. Los alemanes no tienen una comida típica para esa ocasión, y el plato principal puede ser pato, ganso, asado de cerdo o salchichas.
He de admitir que las mejores Nochebuenas las pasé durante el tiempo que viví en comunidades sodálites. Después de la Misa del Gallo, nos reuníamos en una de las casas a compartir la cena navideña. No había regalos, sólo la alegría de estar juntos, celebrando el momento con actuaciones cómicas preparadas con antelación o entonando villancicos populares y canciones navideñas compuestas por nosotros mismos, hasta bien avanzada la madrugada. Me queda claro desde entonces que la preocupación por los regalos llega muchas veces a enturbiar la celebración navideña, cuando hay tantas cosas maravillas que se pueden experimentar, sobre todo si hay el deseo de vivir la alegría del don que Dios nos ha dado en el misterio de Belén. La gente común ha olvidado que la costumbre de hacerles regalos a los niños nació del deseo de honrar al Niño Jesús.
La Nochebuena de 1992 en San Bartolo fue única en mi vida, debido a que fui testigo de una antigua costumbre andina mantenida por los pobladores de San José, el asentamiento humano del balneario, muchos de los cuales provenían de regiones andinas asoladas por el terrorismo. Al final de la Misa del Gallo, varios danzantes, vestidos con trajes típicos y acompañados por un violinista y un arpista ‒que llevaba una de esas arpas andinas que se cargan en el hombro‒, bailaron delante del nacimiento de la iglesia al compás de una sencilla melodía festiva, repetitiva e hipnótica, que sonaría a lo largo de varios días consecutivos mientras los danzantes visitaban casa por casa para bailar delante de los belenes. Y en todas partes se les agasajaba con comida y bebida.
La peor Nochebuena fue tal vez la del año pasado, con mi mujer y dos hijos viviendo temporalmente en un piso frío y húmedo de uns 50 metros cuadrados en Neustadt an der Weinstraße, mientras casi todas nuestras pertenencias se hallaban en un depósito húmedo en la casa antigua adónde debíamos habernos mudado, pero que todavía no estaba habitable debido a las argucias y malos manejos de un arquitecto embaucador que no había cumplido con lo que había prometido y, más tarde que nunca, había mandado hacer trabajos mal hechos, cuyo pago todavía nos sigue reclamando. En ese piso en Neustadt, sin la certeza de saber cuándo podríamos mudarnos y sintiéndonos un poco náufragos de los contratiempos de la vida, no había decoración navideña, ni árbol de Navidad, ni mucho menos un nacimiento. Finalmente, el mismo día 24 de diciembre, compramos un belén minúsculo, una pechuga de pavo ‒porque hornear un pavo entero era imposible‒, además de otras cosas para la cena navideña, y cargué mi ánimo de ilusiones para poder celebrar otra vez el misterio de Dios hecho hombre y seguir mirando el futuro con esperanza.
Sea como sea, mientras pasa la existencia y las Navidades van dando fin a cada año con su indudable carga festiva y alegre, el momento donde más a gusto me siento es en la Misa de Navidad, ese remanso de paz y simbolismo sagrado, que me da fuerzas para encararme con la vida y reflexionar sobre la muerte que algún día me llegará y me permitirá unirme a la luminosidad de ese misterio que ahora sólo entrevemos entre brumas.
Aprovechando la ocasión, he desempolvado un cuento que escribí en diciembre de 1987, inspirado en mis recuerdos de infancia sobre la Nochebuena. Quizás algunos de mis lectores se identifiquen con las experiencias que allí describo, pues cosas similares ocurren en todos los hogares de índole burguesa, donde lo accesorio termina ocupando la palestra, mientras que lo esencial queda relegado a un segundo plano. En todo caso, nunca fue mi intención juzgar a nadie, sino describir a través de la ficción literaria lo que veía con ojos de niño. De ese niño que todavía sigue vivo en mí.
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NOCHE DE PAZ, NOCHE DE AMOR
Autor: Martin Scheuch (diciembre de 1987)
que ya son las ocho de la noche y falta todavía envolver los regalos para la tía Olga, pero por suerte hay suficiente papel y la tarjeta está muy linda, junto con los otros paquetes que hay que comenzar a guardar en la maletera del carro para llegar temprano y dónde está el niño del cuerno, apúrate, que no estoy listo mamá, y que siempre lo mismo, hasta cuándo, y cae el bofetón sobre el pequeño en esta noche de paz, noche de amor, que le enrojece la mejilla entristecida, mientras la madre termina de apurar a la hermana mayor y el padre va calentando el motor, para dirigirse luego hacia la casa de la abuela, con los tres hermanos en el asiento trasero y la mamá enfurecida porque nos hemos olvidado del regalo para el tío Federico y estos chicos siempre haciéndola rabiar a una, mientras el otro hermano susurra al oído del pequeño que por qué no te apuraste, ya ves lo que pasa, en tanto que el malestar y la incomodidad se van diluyendo ante los luminosos ventanales del antiguo caserón, donde Aurelia, la cocinera, abre la puerta trasera para que la familia deje casi furtivamente los paquetes envueltos con papeles de colores en el espacioso comedor, donde reposarán indiferentes sobre la enorme mesa, hasta ser acariciados por la sonrisa falsa y el gesto ambicioso de los tíos, las manos impacientes y juguetonas de los infantes, mientras dan gracias al cuñado o a la tía abuela por la caja de chocolates, el carrito a pilas, la camisa de algodón o el perfume fino, sin saber que una luz brilla en las tinieblas, las tinieblas del champán que beberán los labios entre la bruma de las tinieblas del humo de los cigarrillos que saldrá de las bocas tenebrosas, pero hasta que llegue la hora de romper las coloridas envolturas con papanoeles, trineos, campanas, velas y arbolitos de Navidad, van soportando las horas bebiendo algo de vino y masticando nueces y pasas, que podrían no ser indispensables como el pavo y los panetones que esperan su hora en la cocina, en tanto que los niños corren y juegan, impacientes, caprichosos, mientras pasan las horas, porque Papá Noel les habrá traído muchos regalos, y entre maduras conversaciones de siempre que enturbian el ánimo porque la situación económica va de mal en peor y qué sé yo adónde iremos a parar con este gobierno, el pequeño de la familia observa el viejo reloj de péndulo que marca acompasadamente los segundos, el tiempo que se pierde trivialmente para una familia tan unida como ésta, como dice la tía Marisa, en el mismo momento en que la tía Consuelo está contando de su último viaje a España, más importante que el Niñito Jesús que está sobre unas pajas en la mesa de al lado, como un adorno más entre un trineo con un Papá Noel sonriente y una vela roja con estrellitas doradas y plateadas, y sólo el Niñito, porque la Virgen y el San José se han roto después de tantos años de cenas navideñas y la tía Chabela no tiene tiempo para ir a comprar figuritas nuevas, pero sí tiene para conseguir las velas rojas que adornan el árbol de Navidad que, sobre la mesa del comedor, reunirá a su alrededor a los veintiún primos, catorce tíos, tres tías abuelas y a la abuela, que todavía no ha regresado de oír Misa del Gallo, por supuesto que a las nueve de la noche, para que la gente no se incomode y pueda recibir la Navidad en familia a las doce, que es cuando se abren las puertas del comedor para que vayan entrando primero los más pequeños y luego los mayores, mientras cantan noche de paz, noche de amor, y Papá Noel Papá Noel con voz reprimida, porque es cierto que hay que cantar, como es la costumbre tradicional, pero no debe durar mucho para que podamos abrir rápidamente los regalos, que ya no pueden ser tantos como antes, ay hija, tú sabes, la situación económica, pero todavía alcanza y todos pueden tener su paquete de galletas y chocolates aunque no tanto como antes, y ese tanto de regalos sufre las aprehensivas roturas de sus envolturas, que van quedando regadas por el suelo, entre los agradecimientos que se multiplican de boca en boca, gracias tío, mira lo que me ha regalado mi mamá, oye cuñadito esto es lo que yo quería, mientras el pequeño lee no hay Navidad sin Jesús en un cartel que no sabe por qué ostenta también un árbol de Navidad, cartel que luce en la ventana, inadvertido por la indiferencia familiar, detrás del sillón de la abuela, que fue la que pidió que no se olvidaran de poner al Niño Jesús en la mesa arrinconada de la sala, donde algunas copas vacías todavía con conchitos de vino y una fuente con residuos de maní son mudos testigos de una soledad que sólo perturba el murmullo de las conversaciones en el comedor o algún que otro grito infantil porque Cuqui le está arranchando a Fernandito su robot de juguete o Cristinita ha roto una taza del juego de té de muñecas de Vivianita o las risotadas del tío Miguel que se ha pasado de copas, mientras la tía Graciela exclama que qué bueno está el pavo, que está precioso el adorno que has hecho hija, y se van sucediendo los te acuerdas de esto o lo otro, no queriendo nadie confesarse a sí mismo que esta noche llegará a su fin y que la amargura que el festivo disfraz nocturno no ha podido diluir amanecerá nuevamente en el rostro el día de mañana, porque la Navidad es una fiesta familiar muy hermosa, pero sabiendo en el fondo que no es cierto, que es un paréntesis de ilusión artificial en la vida de esta familia que no quiere saber que una luz ha alumbrado al pueblo que caminaba en las tinieblas, las tinieblas de esa oscuridad que reina en la sala desierta después de que todos se han ido, donde resplandece con sobrenatural luminosidad el Niñito Dios de la abuela, con la sonrisa que algún desconocido artesano ha modelado en su rostro de inocencia, con sus manitas de paloma, sus pies desnudos, donde el pequeño de la familia, indiferente al rumor bullicioso del comedor, ha estampado un hermoso beso de gratitud y esperanza