EL SUTIL PODER DEL ABUSO ESPIRITUAL

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Hace 56 años, en febrero de 1968, los Beatles —junto con sus esposas y asistentes— llegaron a la India para participar en un curso de meditación trascendental en el ashram del gurú Maharishi Mahesh Yogi, lo cual impulsaría en la banda una ola de composición creativa que nos ha dejado como legado unas 30 canciones, 18 de las cuales fueron incluidas en el álbum blanco The Beatles, obra maestra del rock.

Ringo Starr regresaría a Inglaterra sólo diez después, aburrido ante lo que le parecía un campamento familiar. Paul McCartney se iría después de un mes de estadía debido a que tenía otros compromisos comerciales. John Lennon y George Harrison permanecerían cerca de seis semanas, dejando repentinamente el ashram tras desacuerdos financieros con el Maharishi, a lo cual se sumaron rumores del comportamiento inadecuado que éste tenía con algunas de sus discípulas. Incluso se habló de un intento de abuso sexual de la actriz Mia Farrow, que también se encontraba allí.

Como consecuencia, Lennon escribiría una de las canciones más polémicas de los Beatles, originalmente intitulada “Maharishi”, pero que luego —a fin de evitar controversias y problemas en su difusión comercial— fue renombrada como “Sexy Sadie”, convirtiendo al personaje al que está dedicado en una mujer y quitándole algo de la mordiente que originalmente tenía.

Estos son algunos extractos de la letra de esta canción:

Sexy Sadie, what have you done?
You made a fool of everyone
You made a fool of everyone
Sexy Sadie, oh, what have you done?
Sexy Sadie, you broke the rules

(Sexy Sadie, ¿qué has hecho?
Le tomaste el pelo a todos
Le tomaste el pelo a todos
Sexy Sadie, oh, ¿qué has hecho?
Sexy Sadie, rompiste las reglas)

Sexy Sadie, how did you know?
The world was waiting just for you
The world was waiting just for you
Sexy Sadie, oh, how did you know?
Sexy Sadie, you’ll get yours yet
However big you think you are
However big you think you are
Sexy Sadie, oh, you’ll get yours yet
We gave her everything we owned just to sit at her table

(Sexy Sadie, ¿cómo lo supiste?
El mundo te esperaba sólo a ti
El mundo te esperaba sólo a ti
Sexy Sadie, oh, ¿cómo lo supiste?
Sexy Sadie, aún recibirás lo tuyo
Por muy grande que creas que eres
Por muy grande que creas que eres
Sexy Sadie, oh, aún recibirás lo tuyo
Le dimos todo lo que teníamos sólo para sentarnos a su mesa)

Tras esta experiencia, Lennon se convertiría en un crítico mordaz de las religiones organizadas desde una postura humanista atea, mientras que McCartney optaría por una espiritualidad deísta en privado y sin publicidad, mientras que Starr y Harrison —sobre todo este último— mantendrían en público y en privado una admiración por las religiones védica e hinduista de la India.

Las prácticas abusivas de la organización de la Meditación Trascendental, fundada por el Maharishi Mahesh Yogi, serían develadas posteriormente en el documental David Wants to Fly (2010) del cineasta alemán David Sieveking, quien, llevado por su admiración hacia el renombrado director de cine David Lynch —uno de los promotores de la Meditación Trascendental— recibiría autorización para hacer un documental sobre el grupo para finalmente descubrir prácticas sectarias y —cómo no, por supuesto— un gran negocio de millones dólares a su sombra.

Harrison se reconciliaría posteriormente con el Maharishi, y McCartney y Starr participaron en 2009 en un concierto de la Fundación David Lynch para recaudar fondos para la Meditación Trascendental. Tanto Harrison como McCartney consideraron que lo que se dijo sobre el Maharishi fueron simplemente rumores no corroborados, y creyeron en su inocencia.

Sin embargo, lo que describe Lennon en su canción encaja perfectamente dentro de lo que se conoce como “abuso espiritual”, el humus donde se incuban los demás abusos en organizaciones que pretenden darle un sentido último a la vida de sus integrantes.

Curiosamente, no fue en un contexto arreligioso donde tal vez se haya usado por primera vez este término, sino en el ámbito cristiano en los Estados Unidos. En 1991 apareció publicado el libro The Subtle Power of Spiritual Abuse (El sutil poder del abuso espiritual). Sus autores son David Johnson, pastor evangélico de la Iglesia de la Puerta Abierta (The Church of the Open Door), y Jeff VanVonderen, conferencista y consultor especializados en temas de adicción, iglesia y bienestar familiar. Se trata de un libro escrito por cristianos para cristianos.

Queda claro desde un principio que la religión no es el problema, sino el uso abusivo que hacen de ella algunos líderes y consejeros espirituales con puestos de responsabilidad en las iglesias cristianas, si bien lo que dicen podría aplicarse también a organizaciones fuera del ámbito cristiano. Y dentro de esa lógica, sustentándose en citas bíblicas —sobre todo del Nuevo Testamento—, muestran cómo en una vivencia auténtica del mensaje cristiano original y su ética no hay lugar para los abusos espirituales que se constatan en las iglesias cristianas.

La definición que dan ambos autores es la siguiente:

«El abuso espiritual es el maltrato de una persona que necesita ayuda, apoyo o un mayor empoderamiento espiritual, con el resultado de debilitar, socavar o disminuir ese empoderamiento espiritual».

En otras palabras, el abuso espiritual daña profundamente a las personas que lo sufren, pues afecta su núcleo más íntimo, aquel que lo vincula con la trascendencia y le da sentido a su vida.

Los autores señalan siete características de los sistemas abusivos espirituales y detallan los efectos sobre las víctimas de estas relaciones basadas en la vergüenza (o humillación), cosa que ellos designan como “impotencia aprendida”.

  1. Postura de poder (de los líderes), que tiene como consecuencia una imagen distorsionada de Dios; alto nivel de ansiedad basado en otras personas o circunstancias externas; un deseo exagerado de complacer a los demás; una alta necesidad de ser castigado o pagar por errores para sentirse bien; ignorar tu «radar» porque estás siendo «demasiado crítico»; alta necesidad de estructura; dificultad para decir «no»; permitir que otros se aprovechen de ti.
  2. Preocupación por el rendimiento, que lleva al perfeccionismo, o rendirte sin intentarlo; hacer sólo aquellas cosas en las que eres bueno; falta de autodisciplina; no poder admitir errores ni cometerlos; visión de Dios como más preocupado por cómo actúas que por quién eres; no poder descansar cuando estás cansado; no poder divertirte sin sentirte culpable; alta necesidad de aprobación de los demás; sentido de vergüenza o autojustificación; ser exigente con los demás; eres duro con tus hijos, o no esperas lo suficiente de ellos; visión negativa de uno mismo, incluso odio hacia uno mismo; autocrítica negativa; avergonzar a los demás; habilidades defensivas (culpar, racionalizar, minimizar, mentir); dificultad para perdonarse a uno mismo; dificultad para aceptar la gracia y el perdón de Dios; sentirse egoísta por tener necesidades; preocupación excesiva por rescatar a otros de las consecuencias de sus comportamientos.
  3. Reglas tácitas (no expresas), que lleva a tener un gran «radar», o la habilidad para coger la tensión en situaciones y relaciones; capacidad para descifrar los mensajes ambiguos de los demás; decir las cosas en código en lugar de decir las cosas directamente; hablar de las personas en lugar de hablar con ellas; esperar que los demás conozcan tu código; interpretar otros significados en lo que dicen las personas.
  4. Falta de equilibrio, que deviene un una alta necesidad de controlar los pensamientos, sentimientos y comportamientos de los demás; estar desconectado de los propios sentimientos, necesidades y pensamientos; suponer qué es normal; enfermedades relacionadas con el estrés; permitir continuamente que personas no seguras se acerquen; formas extremas de negación, incluso delirio.
  5. Paranoia, que lleva a la sensación de que si algo está mal o te molesta, tú debes haberlo causado; la sensación de que si hay un problema, tú debes resolverlo; sentir que nadie más te entiende; sentirse amenazado por opiniones que difieren de las tuyas; temer tomar riesgos saludables; desconfiar o tener miedo de los demás; establecer límites que mantienen alejadas a las personas seguras; sentimientos de culpa cuando no has hecho nada malo; dificultad para confiar en las personas.
  6. Lealtad fuera de lugar, que conduce a la necesidad obsesiva de tener la razón; ser crítico con los demás; interrogar a los demás con intensidad; mente cerrada; miedo a ser abandonado; posesivo en las relaciones.
  7. Código de silencio, que te hace puramente autoanalítico; rebelarte contra la estructura; sentirte solo; llevar una doble vida; ser intermediario de mensajes para las personas; incapaz de pedir ayuda.

Quienes hemos pasado por el Sodalicio de Vida Cristiana hemos experimentado muchos de estos síntomas, lo cual demuestra que estábamos inmersos en un sistema espiritual abusivo, que en algunos ha llevado a echar por la borda todo tipo de creencia y práctica religiosa en bloque (incluso las manifestaciones auténticas), mientras que otros hemos tenido que reconstruir nuestro sistema espiritual y nuestra relación con la trascendencia dentro de otras coordenadas. Ambas han sido estrategias de supervivencia, que —según el caso— nos han permitido encontrar nuevamente el verdadero rostro de nuestra humanidad. Lo triste del asunto es que no todos lo logran, y los efectos deshumanizadores del sistema sodálite, producidos por el abuso espiritual, persisten en ellos.

(Columna publicada el 20 de abril de 2024 en Sudaca)

CARTA ABIERTA AL ARZOBISPO DEFENESTRADO JOSÉ ANTONIO EGUREN

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José Antonio Eguren (1956- ), arzobispo emérito de Piura y Tumbes

Estimado José Antonio:

Sí. Te digo “estimado” porque te he conocido personalmente desde que en el año 1978 el Sodalicio se cruzó en mi vida, y luego he vivido en comunidades sodálites, compartiendo contigo el mismo techo y pan, sentándome contigo a la misma mesa y compartiendo contigo momentos de vida comunitaria. Incluso, antes de ser cura, fuiste mi primer superior en diciembre de 1981, en la comunidad Nuestra Señora del Pilar ubicada entonces en el jirón Alfredo Silva en Barranco, muy cerca del Museo Pedro de Osma. En esa comunidad que recién se inauguraba compartimos techo juntos al principio Eduardo Field, Alfredo Draxl, Alberto Gazzo, Virgilio Levaggi, José Ambrozic y Alejandro Bermúdez. ¿No te resulta sorprendente que, salvo el de Field, todos estos nombres estén relacionados con la cultura de abusos que se vivió en el Sodalicio? Y tú, como superior de todos nosotros, encargado de dirigir la vida comunitaria de acuerdo a las directivas de Luis Fernando Figari —a quien seguías a pie juntillas y nunca te atreviste a contrariar—, ¿niegas hasta ahora que formaste parte de esa cultura de abusos?

Yo, entonces un joven de 18 años, con la confianza e ingenuidad propias de esa edad, confiaba absolutamente en las buenas intenciones de todos aquellos que, como tú, formaron parte de la generación fundacional del Sodalicio, y no abrigaba ninguna suspicacia contra nadie. No era consciente del lavado de cerebro y la manipulación de conciencia de la cual había sido objeto, pues la vida se presentaba abierta a ideales de grandeza y esperanzas de contribuir a cambiar el mundo, para convertirlo “de salvaje en humano, y de humano en divino”, como continuamente se nos repetía. Y a mantener esa ilusión contribuían los gratos momentos de vida comunitaria, que opacaban los severos castigos que a veces recibíamos.

Muchos se preguntan cómo pudimos soportar agresiones físicas y psicológicas, sin protestar ni rebelarnos. Eso se explica porque el anzuelo que nos atrapaba tenía también una carnada jugosa y sabrosa, unos momentos de vida fraterna que nos parecían la gloria, donde podíamos sentir una cierta alegría y un sentimiento de compañerismo y fraternidad que nunca habíamos experimentado de igual manera fuera de la comunidad. Nos sentíamos felices de ser “amigos en Cristo”. Pero, sin saberlo, eso ocurría a costa de nuestra libertad y sólo funcionaba mientras uno mantuviera una fidelidad férrea al ideal sodálite y nunca cuestionara nada.

En ese sentido, puedo decir que nunca he pasado mejores Navidades que aquellas que pasé cuando, después de la Misa del Gallo, nos reuníamos los miembros de todas las comunidades de Lima para compartir la cena navideña y representar sketches que nos hacían reír a carcajadas. Tú mismo, José Antonio, te disfrazaste una vez de Batman y apareciste junto con Alfredo Ferreyros disfrazado de Robin, para hacer una parodia —donde te llamaban Fatman por tu consabida corpulencia abdominal— que nos hizo reír con tu consuetudinaria simpatía.

Porque hay que reconocerlo. Siempre has sido una persona simpática, de carácter risueño, muy sentimental y cariñosa, que se preocupaba por los otros miembros de la comunidad. Eras afable en el trato y no utilizabas palabras groseras ni insultos cuando hablabas con alguien, ni siquiera con tus subordinados, a diferencia de otros sodálites con responsabilidad, que estaban habituados al lenguaje grosero y a los insultos, comenzando por el mismo Luis Fernando Figari.

Recuerdo algunos momentos en que te mostraste muy humano. Como, por ejemplo, cuando en la segunda mitad de los 80, vivíamos en la comunidad Nuestra Señora del Pilar, que estaba situada temporalmente en Juan José Calle 191 en La Aurora (Miraflores), pues la empresa minera que le había cedido en usufructo al Sodalicio la casona de Barranco necesitaba hacer uso de ella. Nuestro superior era Luis Ferroggiaro, que todavía no había sido ordenado sacerdote. Hay que tener cuenta que, según las normas del Sodalicio, los sacerdotes no pueden ser superiores de comunidad. Curiosamente Ferroggiaro, quien fue despedido en ese entonces del Colegio Markham y se le negó el permiso para seguir siendo profesor de religión, también ha sido acusado, ya siendo sacerdote en Arequipa, de haber abusado sexualmente de un menor.

Un día llegaste afligido a la casa porque, regresando de la residencia de Figari en Santa Clara, se te había cruzado un borracho en la Av. Circunvalación y lo atropellaste, causándole la muerte. Ferroggiaro encargó que se alquilara una película en video para distraerte, y elegimos Escape en tren (Runaway Train, Andrei Konchalovsky, 1985) porque sabíamos que te gustaban las películas de acción y nos hacías reír imitando el sonido de las ametralladoras de Arnold Schwarzenegger en dos de tus películas favoritas: Commando (Mark Lester, 1985) y Predator (John McTiernan, 1987). Pusimos la película, y en el momento en que un hombre del siniestro alcaide Ranken es descendido con una cuerda desde un helicóptero hacia la locomotora del tren sin frenos donde están los dos reclusos evadidos interpretados por Jon Voight y Eric Roberts, el agente es arrollado por el tren y cae bajo sus ruedas, encontrando la muerte. En ese momento, José Antonio, te levantaste de tu sillón y te retiraste a tu dormitorio. Nos dio pena, porque no sabíamos que el film iba a recordarte el accidente que había ocurrido, del cual terminarías saliendo judicialmente libre de polvo y paja.

Hay que añadir que tus gustos cinematográficos eran bien pedestres. Además de violentas películas de acción, te gustaban las de la serie Locademia de policía (Police Academy). Recuerdo una vez que Jorge Ríos y yo te acompañamos mientras veías en video un film de la serie. Te arrastrabas de risa ante cada ocurrencia burda y grosera de la trama, mientras Jorge y yo nos aburríamos, sin que nos causara gracia tanta vulgaridad. Pero una vez si te quejaste ante el superior cuando organice un cine-fórum con agrupados universitarios para mostrarles La naranja mecánica (A Clockwork Orange, Stanley Kubrick, 1971), pues te parecía una película inmoral, una valoración conforme con tu visión ultraconservadora de la moral y el arte. Pues nunca fuiste de correr riesgos, y siempre seguiste con lealtad incondicional los principios sodálites de Figari y mantuviste una postura conservadora y rígida en temas de fe católica y moral, que te ha llevado a descalificar a personas que piensen distinto a ti y a cerrarte al diálogo.

En ese sentido, ayudaste a a aplicar medidas humillantes contrarias a la dignidad de las personas, aunque lo que hizo no se diferencia sustancialmente de lo que hicieron otras personas con cargos de responsabilidad en el Sodalicio, sin que se pueda saber si eras consciente de la gravedad de lo que hacías. Al igual que yo, fuiste testigo de una multitud de abusos en comunidades sodálites. Te confieso que me demoré más de una década en comprender que lo que vi eran realmente abusos, pues había sufrido una reforma del pensamiento (o control mental) tal como el que se suele dar en organizaciones sectarias y durante mucho tiempo creí que los abusos dentro de las comunidades sodálites eran en realidad procedimientos legítimos dentro de una institución católica donde se busca la perfección cristiana. Y a pesar de que tú colaboraste activamente en aplicar la medida de aislamiento que sufrí en diciembre de 1992 en la comunidad Nuestra Señora del Pilar situada nuevamente en Barranco —medida que me llevaría a huir en una noche con toque de queda hacia una de las comunidades de formación de San Bartolo, donde pasaría siete meses atormentado a diario por pensamientos suicidas—, no catalogué eso entonces como un abuso, pues todavía no me había librado de la férula mental del Sodalicio y todavía seguí creyendo que era yo el que había fallado, que yo tenía la culpa de lo sucedido. Por eso mismo, te pedí que oficiaras mi matrimonio religioso el 29 de noviembre de 1996, en una ceremonia que, sin lugar a dudas, fue hermosa e impresionante por los cientos de invitados que asistieron y las palabras emotivas que brotaron de tu rostro sonriente. Yo no sabía entonces que tú ya habías tenido conocimiento de los abusos sexuales perpetrados por Virgilio Levaggi, y lo encubriste, así como también encubrirías posteriormente a Jeffery Daniels, cuyos abusos fueron conocidos por toda la cúpula sodálite.

Pero seguías llevando el veneno del Sodalicio en tu alma, y esa sonrisa tuya podía convertirse en la sonrisa del Joker cuando te burlabas de un confráter sodálite que estaba siendo sometido a un trato humillante, como ocurrió con José Enrique Escardó.

Y cuando llegaste a ser obispo, parece que los humos se te terminaron subiendo a la cabeza, pudiéndosete aplicar las palabras que el noble inglés Lord Acton le aplicó al Papa Pío IX: «El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente».

José Antonio, tenías todas las cualidades para ser un sacerdote ejemplar y un pastor preocupado por el Pueblo de Dios, pero preferiste ponerte al servicio de una institución sectaria, defendiendo su imagen contra aquellos que subjetivamente considerabas enemigos de la Iglesia y del Sodalicio, haciendo buenas migas con autoridades corruptas —tanto políticas, judiciales, militares como policiales—, protegiendo negocios turbios de empresas vinculadas al Sodalicio, contratando a abogados histriónicos y circenses para que tuerzan el derecho a tu favor y, sobre todo, callando en todos los colores sobre los abusos sexuales, psicológicos y físicos que se perpetraron en el Sodalicio, principalmente en las comunidades sodálites, e ignorando a las víctimas y sus sufrimientos. Lo mínimo que hubieras podido hacer es pedir perdón por haber contribuido a la cultura de abuso del Sodalicio, al que tanto amas por encima de la justicia y de la misericordia que tanto predicas. A estas alturas, creo que eso es mucho pedirle a un jerarca de la Iglesia que se regodeó en su poder, de quien aun guardo —lo confieso— recuerdos gratos por varios momentos compartidos juntos cuando aún afloraba el lado luminoso de su humanidad, ese lado luminoso que fue echado a perder por esa hidra de siete cabezas que es la institución sodálite.

(Columna publicada el 7 de abril de 2024 en Sudaca)