Kleinfischlingen, 27 de julio de 2015
A todos los integrantes de la Familia Sodálite:
Quiero dirigirme a ustedes con sinceridad y a corazón abierto, pues formamos parte de una misma Iglesia y existen lazos espirituales que nos unen íntima y fraternalmente como miembros vivos del Pueblo de Dios que peregrina por los caminos de este mundo.
Durante treinta años (de 1978 a 2008) yo también formé parte de la Familia Sodálite, como miembro del Sodalicio de Vida Cristiana, primero como laico consagrado y, después de casarme en el año 1996, como adherente sodálite. Son treinta años que no me arrepiento de haber vivido, pues formaron parte de mi desarrollo personal. Pues a través del Sodalicio, cuando sólo tenía 15 años, descubrí la fe que me acompaña hasta ahora, fe que fui madurando, nutriendo a través de la experiencia de vida en comunidades, la liturgia y los sacramentos, el estudio y sobre todo el apoyo y el cariño de muchas personas de buena voluntad que conocí. Guardo con devoción en mi memoria varios momentos compartidos con quienes fueron compañeros en el peregrinar, entre ellos las celebraciones navideñas en comunidades sodálites, el viaje a Roma como integrante del conjunto Takillakkta en abril de 1984 para hacer acto de presencia en el Jubileo de los Jóvenes, los retiros espirituales, los grandes momentos litúrgicos del año en la Parroquia Nuestra Señora de la Reconciliación, como Semana Santa, especialmente las Vigilias Pascuales y las Misas de Nochebuena, los almuerzos de 8 de diciembre compartidos en alegre camaradería, entre otros.
Mi contribución a la Familia Sodálite todavía está presente en muchas canciones que compuse y que todavía se siguen cantando. Y que nos unen en un mismo sentimiento de alabanza a Dios por manifestarse en nuestras vidas y acompañarnos con su presencia.
Nunca ha sido mi intención quitarle legitimidad al camino que sigue la Familia Sodálite en la Iglesia, pues soy consciente de que muchísimas personas han encontrado allí una manera de vivir activamente su fe y ponerse al servicio del Pueblo de Dios. Lejos de mí el querer disuadir a nadie de seguir participando de los diversos grupos que conforman la Familia Sodálite, aun cuando en estos momentos yo ya no suscriba los acentos y doctrinas peculiares de la espiritualidad que le sirve de base. Y eso es del todo legítimo, pues las diferencias que hay entre católicos en cuanto a pensamiento y forma de entender la vida cristiana no tendrían por qué generar divisiones entre quienes son sarmientos de una misma viña, ni tendrían tampoco que generar un sentimiento de superioridad de unos sobre otros porque unos consideren que tienen una lectura más auténtica del mensaje cristiano en comparación con otros, a los cuales consideran laxos, relajados y faltos de compromiso. La pertenencia a una misma Iglesia, unida en el vínculo del amor, está por encima de la pertenencia a una determinada familia espiritual. Eso lo sé yo, eso lo saben ustedes. Y la Familia Sodálite tiene un aporte que prestar, en comunión no sólo con los católicos que pertenecen a otros grupos o que simplemente van a sus parroquias, sino también con todos los cristianos en general.
Ello no debe cegarnos a los graves problemas que se han presentado a lo largo de su historia y que se ciernen actualmente como una sombra, muchos los cuales tienen sus raíces en los orígenes del Sodalicio y en algunas turbias circunstancias que involucrarían a miembros importantes de la institución, algunas de las cuales no han sido suficientemente aclaradas mientras que otras han sido silenciadas y encubiertas, incluso a quienes como ustedes participan de buena fe en las actividades de la Familia Sodálite.
Algunos textos que han aparecido en este blog fueron originalmente escritos sin que yo tuviera la intención de hacerlos públicos. Los textos que llevan como título SODALITIUM 78: PRIMERA ESTACIÓN, OBEDIENCIA Y REBELDÍA y SODALICIO Y SEXO constituyeron para mí una especie de catarsis y un intento por comprender con nuevos ojos mi experiencia en el Sodalicio tras el golpe que significó para mí a fines del año 2007 la inexplicable expulsión de Germán McKenzie, entonces Vicario General del Sodalicio, y la posterior detención y encarcelamiento de Daniel Murguía, ambos eventos ocurridos en el lapso de un mes. Todo esto me olía a podrido, considerando que no podía entender como un hombre bondadoso y de tan gran calidad humana como Germán hubiera tenido que sufrir la vergüenza de verse expulsado públicamente de una institución a la cual le había dedicado los mejores años de su vida. Asimismo, no encajaba en el cuadro que un ser humano de un carácter tan dulce e ingenuo como Daniel se viera de pronto arrastrado por pasiones inconfesables y hubiera sido detenido en circunstancias comprometedoras de graves implicaciones.
Había algo que no estaba funcionando en el Sodalicio y que afloraba en casos como éstos, sin que hasta el momento nadie diera explicaciones satisfactorias. La imagen que hasta entonces había tenido de la institución a la cual me sentía ligado había saltado de pronto en pedazos, y junto con ella treinta años de mi propia vida. Tenía ante mí como piezas de un rompecabezas que debía volver a armar. Nada encajaba e incluso tenía la sensación de que faltaban piezas. Las claves que me permitieran reconstruir el cuadro tenía que buscarlas en mi experiencia, mirando lo que yo había vivido ya no a través del cristal de la interpretación sodálite de la realidad —que a todos los que hemos pasado por la formación sodálite nos han metido entre ceja y ceja—, sino desde una perspectiva más libre, sin ataduras, aplicando un sano espíritu crítico. Y todo esto fue un proceso doloroso, pues a medida que las cosas iban ocupando su lugar, me fui dando cuenta de que los problemas del Sodalicio eran más graves de lo que yo me había imaginado.
Los tres textos mencionados, que fui redactando durante el año 2008 y que constituyeron como ensayos para comenzar a armar el rompecabezas y descifrar el enigma, se los di a conocer primero a algunos amigos cercanos, a fin de conocer su opinión. Todos coincidieron en que eran reveladores e interesantes, y que acertaba en líneas generales en lo que respecta a los problemas que había presentado el Sodalicio a lo largo de su historia. Más aún, en ese entonces adquirí la certeza de que el caso de Daniel Murguía —quien, por su carácter tranquilo y bondadoso probablemente haya sido víctima antes de convertirse en perpetrador— no iba a ser el último caso que saliera a luz, pues el problema no parecía radicar en las personas mismas, sino en el sistema y las estructuras del Sodalicio, que terminaban desatando deseos turbios e inconfesables, como yo mismo lo he descrito en mi escrito testimonial SODALICIO Y SEXO.
Durante los años 2008 y 2009 mi conciencia se vio atormentada por estas cosas que ahora veía con más claridad, sin saber cómo debía proceder. ¿Debía contárselas a alguien de mayor responsabilidad en el Sodalicio, para que se tomaran las medidas correctivas del caso? En ese caso, ¿a quién? La mayoría de aquellas personas con las cuales mantenía un cierto grado de confianza o ya no pertenecían a la institución, o estaban ubicadas en su periferia, sin poder de influencia. Finalmente, decidí consultar el asunto con un sacerdote del Movimiento Schönstatt que también entendía español, a quien le envié previamente los textos que había redactado. Este sacerdote me recomendó que comunicara estas cosas a alguien con responsabilidad en la institución, y si no querían escucharme o hacerme caso, yo quedaba libre de toda responsabilidad, sobre todo ante Dios, en quien siempre he mantenido mi confianza. Mi intención era que en el Sodalicio se dieran cuenta de que tenían como una bomba de tiempo que en cualquier momento podía estallar, y si bien yo ya no me podía identificar ni ideológica ni espiritualmente con la institución, era consciente —como lo sigo siendo ahora— de que sigue siendo con todo derecho parte del Pueblo de Dios. Y yo, como miembro de ese Pueblo de Dios, tenía una responsabilidad ante todos los miembros de la institución y las personas que de ella dependían, a saber, todos aquellos que como ustedes forman parte de la Familia Sodálite.
La oportunidad llegó a inicios de 2010 durante un breve viaje a Lima, cuando mi madre se hallaba muy enferma y se hallaba cercana su muerte. Con anterioridad yo le había enviado los tres escritos mencionados a un sodálite conocido con un alto cargo de responsabilidad. Ya en Lima, mientras pasaba momentos dolorosos junto a mi madre, cuya salud se deterioraba cada vez más, aproveché una mañana para tomar un desayuno junto con ese sodálite en un café-restaurante ubicado en el distrito de Miraflores. Contra lo que yo esperaba, se desarrolló una conversación muy tensa, donde en vez de conversar sobre aquellos aspectos problemáticos que yo veía en el Sodalicio, esta persona buscó primero hacerme “tomar conciencia” de que yo tenía serios problemas espirituales y psicológicos, juego al cual no me presté y que corté desde un inicio. Después se mostró más preocupado en saber con quién había compartido esos escritos que en aclarar los aspectos que yo detallaba, que es lo yo hubiera esperado que ocurriera. Finalmente, me dijo que todo lo que yo ponía allí era falso y que el Sodalicio podía denunciarme por difamación, aun cuando mis textos hasta el momento hubieran tenido sólo un carácter privado, pero que, en acto de condescendencia, iba a borrar los archivos que yo le había enviado y olvidarse totalmente del asunto. Si el Sodalicio efectivamente había cambiado —como me aseguró este sodálite—, yo no noté ninguna diferencia en la manera como manejó el asunto que yo puse a su consideración.
Lo cierto es que esta conversación me dejó un mal sabor de boca, y tuve la certeza de que nada se iba a hacer para solucionar los problemas que yo creía ver en la institución. Y la culpa de ello no estaba en esta persona ni en otros sodálites de buena voluntad, sino en un estilo que terminaba configurando la mente y personalidad de los sodálites, haciéndolos sentir la necesidad de defender la institución a toda costa como si se tratara de una obra divina intocable y volviéndolos impermeables a toda crítica —aunque fuera constructiva—. Sentí que las puertas del diálogo no estaban abiertas, como no lo estuvieron cuando en el año 2003 tuve un desagradable intercambio de correos electrónicos con el sodálite Alejandro Bermúdez, director de ACI Prensa, e informé del asunto a otros sodálites con altos cargos en la institución, sin recibir jamás una respuesta.
Regresé a Alemania antes de que mi madre falleciera. Por lo menos, ella sabía que yo había estado a su lado —pues me había esperado antes de dar el paso definitivo hacia la otra vida— y pude acompañarla en algunos momentos de su agonía. Y ahora me dejaba un legado que no podía ignorar: aunque había cometido errores durante su vida, siempre había buscado lo mejor para nosotros sus hijos, siguiendo su conciencia. Cuando me uní al Sodalicio, ella se opuso —pues como muchos padres y madres de familia de esa época, sospechaba de un grupo que ya desde entonces presentaba características sectarias—, pero cuando vio que era inevitable que yo tomara esa decisión, me apoyó personalmente en lo que pudo. Incluso cuando tomé la decisión de tomar otro camino que el de laico consagrado, no hubiera podido salir adelante sin su ayuda.
Ahora me encontraba ante un dilema. ¿Debía dejar las cosas como estaban, callar, dar vuelta a la página y contentarme con tener una vida burguesa al lado de mi familia, ajeno cualquier problema de este tipo? ¿O debía dar a conocer lo que sabía, para que alguien se animara a buscar una solución a los problemas? En mi primer blog LA GUITARRA ROTA ya había hecho públicas algunas críticas veladas al Sodalicio, sin mencionarlo por su nombre. Pero eso no era suficiente para que se hiciera algo. Y yo tenía entonces el presentimiento de que en algún momento iban a aparecer uno o más casos de abusos sexuales. No podía ser de otra manera en un sistema rígido de disciplina estricto que pretendía la santidad de aquellos que se sometían a él, pero que manipulaba sus conciencias, aplicaba técnicas de control mental y restringía su libertad. Lo que entonces era una suposición se iría convirtiendo después en certeza, sobre todo cuando a partir de 2011 en adelante comencé a recibir varios testimonios de gente que había sufrido daño psicológico bajo ese sistema disciplinario.
Por el momento decidí dejar el asunto en stand by, mientras buscaba nuevas vías para mantener mi inserción en la Iglesia. Seguí frecuentando a algunas personas del Movimiento Schönstatt, con las cuales sigo manteniendo relaciones de amistad. Guardo muy buena opinión de ellos y sigo dispuesto a apoyarlos en lo que hagan, aunque no comparta todas sus aproximaciones a la vida cristiana. Su sede principal en Vallendar, cerca de la ciudad de Coblenza, es un lugar de encuentro donde se respira paz y espiritualidad, y que atrae a peregrinos de todo el mundo. Es un oasis religioso en una Alemania donde, si bien siempre hay en las parroquias un pequeño grupo de gente que participa de la vida parroquial y mantiene viva la fe de las siguientes generaciones, la cosa no suele ir más allá de un estilo de vida cristiana acomodada, sin mayores riesgos. Y la escasez de sacerdotes se hace sentir, pues con el paso del tiempo se fusionan cada vez más parroquias, sin que se vislumbre un cambio de tendencia en el futuro. También dediqué mi tiempo libre a leer y seguir informándome sobre otras asociaciones con muchas características en común con el Sodalicio: el Opus Dei y los Legionarios de Cristo, sobre todo.
Cuando en febrero de 2011 se hizo público que Germán Doig, ya fallecido, quien había sido Vicario General del Sodalicio (es decir, el segundo en la cadena de mando después del Superior General), había cometido abusos sexuales en perjuicio de tres jóvenes varones, no me llamo la atención que hubiera ocurrido un hecho así en el Sodalicio. Lo que sí me sorprendió fue quién era el abusador, una persona que yo había conocido personalmente de cerca y con quien había compartido techo y mesa durante años. Si alguien gozaba de prestigio y fama merecida de santidad en el Sodalicio, ése era Germán Doig. Además, la vida de Germán Doig sólo tenía sentido dentro del marco del Sodalicio, pues no solamente le había dedicado toda su vida desde que era adolescente, sino que él mismo había contribuido a configurarlo tal como era en la actualidad y se le consideraba la encarnación ejemplar del ideal sodálite, incluso más que el fundador Luis Fernando Figari.
Si Germán Doig había cometido los reprobables actos que se le atribuían, entonces la conclusión caía por su propio peso: el mismo sistema de vida y disciplina tenía graves fallos que podían estar afectando la vida otros sodálites, así como me afectaron a mí, generándome angustia y obsesiones sexuales, que —gracias a Dios— nunca me llevaron a abusar de otras personas. Además, tenía la certeza de que el Sodalicio, fiel a su costumbre de mantener en secreto todo lo relacionado con los interines de la institución y de sólo dar a conocer lo que se podía saber por otras fuentes, estaba ocultando el verdadero alcance del problema. La versión oficial del Sodalicio —para mi indignación— fue que Germán Doig había sido un caso aislado y que eso, si bien les dolía en el alma, en nada afectaba la naturaleza buena de la institución como obra querida por Dios. Sólo se admitió públicamente que había tres víctimas, cuando lo más probable es que eso sólo fuera la punta del iceberg y hubiera más víctimas que por el momento guardaban silencio. No sólo suponía yo que podrían haber más víctimas, sino también que probablemente habían más abusadores. Y si esto era así, yo no podía seguir callando y seguir viviendo como si nada hubiera pasado, sin convertirme con mi silencio en cómplice de los autores del delito. Y en cierto sentido también en victimario, pues quien posee información relevante para aclarar ciertos delitos y prefiere guardarlos bajo siete llaves a fin de no crearse problemas, se convierte en un encubridor y causa por su omisión mayor sufrimiento en las víctimas.
El problema radicaba en cómo comunicar lo que yo sabía y las reflexiones que ello había suscitado en mí. Durante ese año conversé con un par de amigos cercanos al respecto y pude tomar contacto con algunas personas que habían estado en primera línea en lo referente al caso de Germán Doig. A su vez, seguía lo que iba apareciendo en la prensa con gran decepción, pues siempre se mezclaban medias verdades e información incorrecta con los datos ciertos que se publicaban. Sobre todo percibía que había una falta de comprensión de lo que era el Sodalicio y de la manera de ser de los sodálites. Poco a poco me fui convenciendo de que sólo alguien que hubiera experimentado el Sodalicio desde dentro podía presentar información adecuada y pertinente sobre la institución y poner el dedo en la llaga. Considerando cómo reaccionaba el Sodalicio ante quienes lo criticaban públicamente, la tarea no se presentaba nada fácil.
Sabía que me hallaba en una encrucijada de la vida, pues la decisión que estaba tomando iba a tener consecuencias indeseables sobre mi vida, pues como ha ocurrido siempre a lo largo de la historia —tal como se manifestó de manera modélica en la vida de Jesús—, quien muestra lo que los demás no quieren ver y habla de aquello que el común de la gente —en aras de su tranquilidad burguesa— prefiere no saber que existe, termina siendo objeto de desprecio, difamación y ostracismo. La historia de la humanidad está atravesada de cabo a rabo por actos de complicidad a fin de guardar las apariencias.
Y efectivamente ocurrió así. Desde que comencé a publicar lo que sabía, no he tenido un solo momento de paz. Incluso he sufrido la dolorosa oposición de aquellas personas a las que más amo. Aún así, no me arrepiento de haberlo hecho. Además de que me he librado de un ominoso cargo de conciencia que me hubiera atormentado por el resto de mi vida, soy consciente de que con mis escritos he contribuido a darle una luz de esperanza a las víctimas no sólo de abusos sexuales sino también psicológicos e incluso físicos, y, en cierta medida, a que el Sodalicio tome conciencia de algunos problemas y, mal que bien, se abra a la posibilidad de efectuar cambios y reformas. Sé que esto va a tomar mucho tiempo, pues es difícil lidiar con una estructura rígida que hunde cimientos en los tiempos fundacionales de la institución.
He perdido amigos y he ganado otros, pero también me he ganado el respeto de muchos, que me consideran una persona que dice las cosas con franqueza y transparencia y que no se deja llevar por la corriente sino que habla con libertad desde su propia experiencia y no teme abrirse a nuevas perspectivas. Razón por la cual algunos católicos de mentalidad conservadora han juzgado erróneamente que he perdido la fe o que estoy en contra de la Iglesia católica, cuando en realidad nunca me he sentido más católico que ahora, sobre todo cuando el actual Papa Francisco regresa a las raíces del Evangelio y proclama un mensaje renovado que entronca directamente con la predicación de Jesús y por ello causa escándalo entre los acomodados y aquellos que creen que su propio estilo de vida burgués es del todo compatible con las exigencias de la vida cristiana.
He sabido a través de las noticias y de otras fuentes que el periodista Pedro Salinas va a publicar en breve un libro de investigación sobre el Sodalicio, donde se van a conocer detalles de la vida de Luis Fernando Figari de los cuales muchos preferirían no enterarse. ¿Contaremos ahora con evidencias que demuestren fehacientemente lo que ya se sospecha desde hace tiempo respecto a Figari?
Recuerdo que el 9 de septiembre de 2003, cuando yo todavía era adherente sodálite, mi amigo Carlos Aguilar me escribió en un e-mail (que aún conservo) lo siguiente: «Para mí mismo, si Luis Fernando Figari empezara a blasfemar y resultase incluso un pedófilo (Dios nos libre), tengo claro lo que quiero, lo que sigo y cómo lo sigo. Y no implica la falta de santidad de las personas debajo suyo. En este sentido ya estamos grandecitos». Este criterio me sigue pareciendo válido. La fe y el compromiso no deben depender de la buena o mala reputación que tenga alguien en quien depositamos nuestra confianza o de la buena o mala imagen que tenga una institución que forma parte de la Iglesia, pues la inenarrable experiencia de sentirse llamados por Jesús trasciende todas esas realidades frágiles y efímeras. Lo único que permanece es ese lazo invisible que nos une bajo el influjo del Espíritu Santo en un solo Pueblo de Dios, donde todos somos hermanos en Cristo y estamos llamados a amarnos y respetarnos mutuamente.
Guardo en mi corazón los testimonios de las personas que se han comunicado conmigo, tanto para contarme sus experiencias positivas como las negativas, y soy consciente de que no puedo defraudar a ninguna. Sé que vienen tiempos difíciles para los miembros de la Familia Sodálite, cuando al final se sepa lo que durante tanto tiempo ha permanecido oculto. Será motivo para discernir en quién se ha puesto la confianza y para observar la amplitud y grandeza de la Iglesia, con toda su riqueza de historias personales, que no pueden quedar encerradas en pequeños rediles de carneros de actitud autocomplaciente que sólo se miran el ombligo. Hay muchas más estrellas en el horizonte de las que uno puede imaginar.
Tengan en cuenta que las instituciones eclesiales (órdenes, congregaciones, institutos, etc.) son pasajeras: nacen, crecen y luego se estancan, o decaen para finalmente desaparecer, según aprendí en mis primeros años de formación en el Sodalicio, cuando Vida y muerte de las órdenes religiosas de Raymond Hostie era un libro de lectura frecuente entre nosotros. No importa que un bote se hunda, si sabemos que la barca de la Iglesia no se hundirá, según la promesa de Jesucristo. De modo que a remar todos juntos, y por favor sin intentar tirar a otros pasajeros por la borda solamente porque juzguemos erróneamente que no son dignos de estar en el mismo navío. No vaya a ser que al final terminemos hundiéndonos nosotros mismos por no tener el pasaporte del amor fraterno en nuestras manos.
Recuerden a este humilde hermano, que aceptó el camino del ostracismo y del olvido —olvido que alcanza también a la mayoría de las 92 canciones que he compuesto hasta ahora— sólo porque decidió actuar en conciencia y contar su propia historia, hacer uso del pensamiento crítico y dar a conocer los tesoros que ha descubierto en la libertad de los hijos de Dios. No quiero nada a cambio, sino sólo la satisfacción de haber ayudado a otros hermanos para que abran los ojos y vean la luz sin ningún temor, esperando que no pierdan la fe cuando se cierna sobre ellos la noche de la desilusión. Pues allí donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia, como decía San Pablo en la Carta a los Romanos (5, 20).
A todos un cariñoso saludo en Cristo y María,
unidos en la fe, la esperanza y el amor,
su hermano peregrino en el mismo Pueblo de Dios,
Martin